El banco junto a la ventana

1466 Words
El autobús se detiene con un chirrido largo, casi resignado. A través del cristal empañado, el edificio del instituto parece exactamente igual que el año pasado: gris, inmenso, lleno de voces que no me pertenecen. Cada septiembre tengo la misma sensación. Como si el verano en casa de mis abuelos fuera un sueño que se apaga justo cuando empiezo a creer que puede durar. El motor queda en silencio, y entonces me doy cuenta de que no tengo prisa por bajar. El aire aquí dentro huele a metal y a colonia barata. Afuera, a cambio, huele a comienzo. A algo que no sé si quiero volver a vivir. Respiro hondo. El cristal refleja mi cara y por un segundo me pregunto si los demás me verán como yo me veo ahora: una sombra que intenta no estorbar el paso de nadie. Bajo los escalones con cuidado, arrastro la mochila —la misma de siempre— y cruzo el patio. A mi alrededor, los grupos se forman con la rapidez de los reflejos: los populares, los deportistas, las que ya tienen algo que contar. Yo no tengo nada. Solo un recuerdo que sigue latiendo en el fondo del pecho: una sonrisa, una voz, una mano que alguna vez me ayudó a levantarme. Lo busco, lo admito. Entre el ruido y las risas, mi mirada lo busca a él. Dante. No sé por qué, pero cada vez que pienso su nombre, me cambia el ritmo de la respiración. Hay algo de adrenalina y vergüenza mezcladas, como si dentro de mí hubiera una niña que nunca terminó de madurar. Solo quiero verlo. Comprobar que sigue siendo él, que no ha cambiado, que sigue caminando por el pasillo con ese aire de quien no tiene miedo a nada. Eso me basta. Verlo una vez, aunque no me mire, aunque ni siquiera recuerde que existo. Entro al edificio. Las luces del pasillo parpadean como si dudaran de sí mismas, igual que yo. Todo parece en su sitio, como si el tiempo aquí se hubiera detenido solo para recordarme que soy la única que intenta moverse. Al doblar la esquina lo veo. Está riendo, con ese grupo que parece brillar incluso en los días nublados. Esa risa… no sé explicarlo. Tiene algo que me devuelve a aquel primer día, cuando el mundo todavía parecía tener espacio para mí. Pero no se gira. Nunca se gira. Así que hago lo de siempre: paso por su lado en silencio, con el corazón en la garganta y los pasos medidos, intentando que el suelo no suene demasiado. Nadie nota mi regreso. Y, aunque duela admitirlo, esa es la parte más fácil de todo esto: no ser vista. El aula huele a polvo y a marcador seco. Siempre es igual, como si el verano no hubiera pasado por aquí. Las sillas siguen desordenadas, los mismos nombres rayados en las mesas, las cortinas medio caídas. Nada cambia, ni siquiera la sensación de que este lugar me traga apenas entro. Camino despacio, con la mochila al hombro, esquivando conversaciones. Algunos me miran, pero no me ven. O tal vez solo me miran porque paso delante de ellos, como si fuera una sombra que cruza el encuadre de una foto. Llego a mi sitio. El mismo de siempre. El último banco, junto a la ventana. Ese rincón que me deja respirar sin sentirme observada. Desde allí puedo ver el patio, las hojas que empiezan a caer y el reflejo de la luz en los cristales del edificio de enfrente. Me gusta porque es el único lugar donde el ruido parece llegar más tarde. Donde puedo pensar sin tener que hablar. Dejo la mochila sobre la mesa. La misma que hace años cayó al suelo aquel primer día. A veces me pregunto si las cosas también guardan memoria, si recuerdan quién las sostuvo en los momentos importantes. Paso los dedos por una marca en la madera. No sé si la hice yo o ya estaba ahí antes. Las voces llenan la clase poco a poco. Los de siempre llegan riendo, algunos con los cascos puestos, otros grabando historias con el móvil. Y entonces entra él. Dante. No me atrevo a mirarlo directamente, pero mi cuerpo lo sabe antes que mis ojos. Esa manera suya de ocupar el espacio, de hacer que todo gire un poco cuando pasa. Se sienta unas filas más adelante, con el grupo de siempre. Su risa se mezcla con la de ellos, y la profesora entra justo cuando las risas se apagan. Todo sigue su curso. La lista, los saludos, las bromas de bienvenida. Yo contesto cuando me nombran, con un “presente” que apenas se escucha. Después vuelvo a mirar por la ventana. Afuera, el viento mueve las ramas de los árboles como si alguien quisiera llamarme desde otro lugar. Me gusta pensar que ese lugar existe. Uno donde no tenga que esconderme detrás de un cristal. Uno donde, al menos una vez, alguien diga mi nombre y lo haga sonar como si importara. A veces pienso que todo empezó con un golpe seco. El sonido de mi mochila cayendo al suelo todavía me persigue. Era el primer día de clases, hace años, y yo apenas sabía por dónde ir. El pasillo olía a pintura nueva y a miedo. Tenía las manos sudadas, el horario arrugado en el bolsillo y la certeza de que no iba a encajar en ningún sitio. No recuerdo qué dijeron los chicos. Algo sobre mi ropa, o mi acento, o simplemente porque necesitaban reírse de alguien. Solo recuerdo las risas. Eran muchas. Y el ruido que hacen las miradas cuando todas caen sobre ti a la vez. Me agaché para recoger mis cosas, deseando desaparecer, y entonces una voz cortó el ruido. —Déjala, tío. No tiene gracia. Fue una frase simple, sin gritos ni dramatismo, pero cambió todo. Levanté la vista y lo vi. Dante. No lo conocía, no sabía su nombre, pero supe que no lo iba a olvidar. Tenía esa mezcla de seguridad y despreocupación que solo tienen los que nunca dudan de sí mismos. Se inclinó, recogió mi cuaderno y me lo pasó. Sonrió. Una sonrisa pequeña, rápida, como quien hace algo que no necesita explicación. Y se fue. Nadie volvió a hablarme ese día. Ni él tampoco. Pero desde entonces, cada vez que lo veía pasar por el pasillo, mi cuerpo lo reconocía antes que mi mente. El pecho se me apretaba, y la garganta me ardía con esa sensación absurda de querer hablar y no poder. A veces me río de mí misma por eso. Por haber construido tanto alrededor de un gesto tan pequeño. Por haber llamado “amor” a algo que, quizá, solo fue agradecimiento o necesidad. Pero cuando cierro los ojos y lo recuerdo, cuando veo su sonrisa de aquel día, todavía siento lo mismo: esa mezcla de alivio y miedo que me hizo creer que el mundo no era del todo cruel. El timbre suena como siempre: demasiado fuerte, demasiado pronto. Los chicos se levantan, las sillas crujen, y el aula se convierte en una estampida de voces. Yo espero a que todos salgan antes de moverme. Me gusta ese momento en que el ruido se va, como si pudiera recoger mis pensamientos del suelo antes de que alguien los pise. Recojo mis cosas despacio. El aire huele a tiza y perfume barato, y en la ventana, el reflejo del sol me obliga a entrecerrar los ojos. Afuera, Dante sigue entre los suyos. Apoya el hombro contra la pared, riendo con esa naturalidad que parece un don. Y por un instante, se gira. No sé si me ve. O si simplemente su mirada pasa por mi lado, como una hoja empujada por el viento. Pero algo en mí se mueve, algo que llevaba mucho tiempo quieto. Cierro los ojos. Respiro. Intento convencerme de que no significa nada. Que solo es eso: un primer día más. Una sonrisa más. Una ilusión que no debería importarme. Y, sin embargo… Hay algo distinto en el aire. No es el perfume nuevo de alguna compañera ni el sonido de las risas en el pasillo. Es otra cosa. Una sensación pequeña, pero insistente, como una corriente bajo la piel. Como si alguien, en algún lugar, me estuviera mirando sin que yo lo supiera. Salgo al pasillo. El suelo brilla por el reflejo del sol, y durante unos segundos me parece caminar dentro de un sueño que no reconozco. El murmullo de los demás se mezcla con mis pensamientos, hasta que no sé si el ruido viene de afuera o de mí. Me acomodo la mochila al hombro y sonrío sin querer. No por alegría, sino por nervios. Porque en el fondo lo sé: algo va a cambiar, aunque todavía no tenga nombre.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD