—¿Por qué no puedo ir contigo?
Miro a través del espejo de mi tocador a irlandés que me mira con el ceño fruncido. Después de la otra noche juntos no hay marcha atrás. Todos saben que Killian y yo tenemos una relación. No le debo explicaciones a nadie y todos lo saben. Bueno, ahora está irlandés. Sin embargo, no quiere decir que deba saberlo todo.
La pregunta de Killian resuena en el silencio, exigente. Sus ojos, a menudo juguetones y llenos de malicia compartida, ahora solo reflejan una desconfianza férrea, un instinto protector que me resulta a la vez halagador y exasperante. No soy una niña, y la posición como líder la organización es algo que he forjado a base de acero y sangre.
Ladeo la cabeza y lo miro a través del espejo.
—Porque es un tema delicado, Killian —digo con simpleza —Iré con Morris. Así que estaré bien. —continuo —Además, hoy comienza el Mardi Gras y necesito todos los ojos en las calles.
La mención del Mardi Gras, es su promesa de caos y multitudes que ahogan cualquier vigilancia discreta, solo aviva su furia contenida. El bullicio festivo es una cortina perfecta para los ataques más sucios.
—No estoy de acuerdo.
Hay algo en su terquedad que le encantaba, una prueba de que, detrás del brutal guerrero, hay un hombre que sentía, y que sentía por ella.
—¿Te preocupas por mí? —Inquiero con una sonrisa divertida. Pero él no cambia su gesto.
Él no responde, solo sostiene su mirada en el espejo, dejando que la intensidad de sus ojos lo diga todo. Suspiro y me pongo de pie. Me acerco y veo que ya no pueden verse los golpes de la pelea que se suscitó semanas atrás. Llevo una mano a su mejilla, el contacto es suave, casi reverente. Él cierra los ojos por un instante ante su toque, una interpretación momentánea.
—Dime con quién vas a verte.
—Con alguien que me hará descubrir muchas cosas —digo en modo enigmático, mientras lo rodeo por los hombros.
Uno de mis informantes va a reunirse conmigo en un almacén del muelle. Su insistencia es alarmante, así que decidí concederle una cita. Para la cual, me estoy preparando. También, me permitirá saber si esta cita bastaría con sacar de su escondite a mis enemigos. En principio no me reuniría con alguien. Pero la insistencia de mi informante me dio la oportunidad de matar dos pájaros de un solo tiro.
—Ahora. Quita esa cara, dame un beso y deja que me arregle para mi cita. —De mala gana lo hace. El beso es frío. Sonrió divertida. —¿De verdad?— Desciendo un poco y me besa con pasión. Su brazo me rodea y en un momento me lleva a la cama dejándome debajo de su cuerpo.
Mis manos van a su camiseta y sin persuasión sale de esta, despegando sus labios solamente un momento para después volver a comerme la boca. Sus manos suben por mi vestido y tira de mis bragas rompiéndolas. Irlandés desciende por mi cuello y jadeo cuando su boca toma mi pezón cubierto por la fina tela del vestido.
—irlandés —gimo cuando sus dedos no me dan tregua. Me acaricia y cuando sus dedos me llenan, me arqueo.
—Eso es —susurra entre dientes antes de mordisquear mis pezones.
—¿Cómo lo quieres, Aurelia?
—En este momento no me importa como puedas dármelo —muevo las caderas en busca de placer— Solo te necesito a ti.
—Eso es correcto —gruñe —Solo yo.
Sus dedos me abandonas y mis manos toman vida propia, estas descienden por mi cuerpo al tiempo que veo a irlandés salir de sus pantalones. Sube a la cama y sin vergüenza, ni ceremonias. Me abre dejándome expuesta antes su asalto. Sus manos me sacan del vestido, dejándome desnuda. Este descansa su m*****o sobre mi v****a antes de moverlo, haciéndome agonizar. Mientras tiro de mis pezones entre mis dedos, endureciéndolos.
—Si vas a metérmela, hazlo de una vez —siseo cuando este hace fricción en contra de mi nudo de placer.
—Como siempre, ansiosa —dice con una sonrisa genuina.
Su sonrisa me derrite porque es tan genuina y tan libre de las sombras de mi mundo. Es el Killian que solo yo conozco.
—Cariño, si no me follas, ya. Tendrás problemas con tu jefa —susurro.
El desafío es irresistible. Sus ojos brillan con una furia masculina y una necesidad de reafirmar su poder en el único ámbito donde ella se lo permitía.
—¿La Yizmal está dándome órdenes? —Chasquea los labios. —Puedes dirigir una organización. Pero, cuando te tengo así, yo soy el que manda.
—Entonces, demuéstrame lo que tienes—lo reto.
Toma su m*****o y me penetra con lentitud. La entrada es un suspiro y un gemido de satisfacción que se extiende por mi cuerpo. La lentitud con la que lo hace es un arte y prolonga la conexión que hace de cada centímetro una eternidad.
Con cada empuje me siento plena y llena.
Él se detiene un momento, entonces me mira a los ojos, transmitiendo todo lo que no cabe en palabras.
—No me canso de decirlo. Eres la mujer más hermosa que he visto. —Susurra en un hilo de voz, cargado de una sinceridad que solo se permiten en la intimidad.
—Más te vale —me rio.
La risa es frágil y rápida, es un intento de romper la seriedad, pero Killian mueve sus caderas, y la risa muere siendo reemplazado por un gemido cuando comienza a moverse, haciéndome perder el hilo de la conversación.
**
Un par de horas más tarde, el aire de Nueva Orleans ya no huele a beignets y azúcar, sino a la salinidad fría del río Misisipi y al abandono del distrito portuario. La luz anaranjada del atardecer se había desvanecido por completo, engullida por una noche de un azul oscuro y profundo, salpicada por el brillo sucio y titilante de las farolas del muelle. Los sonidos distantes de la celebración del Mardi Gras, una marea de música de jazz y gritos ebrios, apenas llegaban a este rincón olvidado, haciendo que el silencio aquí resultara aún más pesado y amenazante.
Mis botas resuenan en el pavimento en medio del almacén donde tengo la reunión.
El sonido seco de la suela de mis botas al golpear el cemento pulido del suelo del almacén se sintió peligrosamente fuerte, un tamborileo que anunciaba mi presencia. El espacio es cavernoso, un mausoleo industrial lleno de ecos. El frío se ha colado a través de las grandes puertas metálicas, y aunque el calor de Killian aún arde bajo mi piel, mis sentidos están fríos y agudos.
Ataviada con vaqueros negros, una camiseta de finas tiras, chaqueta ligera y botas de caña, entro al almacén junto a Morris.
El atuendo es práctico, diseñado para la acción, no para la cita que Killian había imaginado. Morris, mi sombra leal, camina a mi lado, sus movimientos fluidos y su rostro, una máscara de concentración. La escasa iluminación del interior del almacén, que apenas se filtra por las rendijas de las ventanas altas y sucias, revela pilas de cajas de madera apiladas hasta el techo, como bloques de un laberinto. En ellas, el logo descolorido de una empresa de repuestos de autos es el único indicio de su antiguo propósito. Ahora, es una perfecta trampa de muerte.
—¿Tienes los hombres apostados donde te indiqué? —murmuró deteniéndome en medio del almacén donde hay varias cajas con repuestos de autos. Mantengo mi arma lista sin perder mi entorno.
Mi mano ya se aferraba al arma oculta; la frialdad del metal era un consuelo familiar. Aunque la reunión es supuestamente secreta, la insistencia de mi informante ha sido una campana de alarma. Killian cree que solo me preocupa el ruso, Petrovik, pero mis enemigos son muchos y están cada vez más desesperados. La tensión en el aire no es solo miedo, sino la certeza de que este lugar puede convertirse en un matadero.
Si bien, es una reunión secreta con mi informante. Sé que puede haber problemas con el ruso.
Morris escanea la oscuridad que se extendía entre las filas de cajas; su postura es tensa, como un resorte a punto de soltarse. Sus ojos, acostumbrados a la penumbra, se mueven con una vigilancia implacable.
—Están a la espera de cualquier imprevisto—replica en tono serio. —Pero no me siento cómodo viniendo aquí con media docena de hombres
Su cautela es justificada, pero la necesidad de mantener el secreto y la sorpresa es prioritaria. Si traemos a todo mi ejército, mis enemigos no se molestarán en aparecer. Necesito que se sientan confiados, que crean que tienen la ventaja.
Asiento, pero no digo nada.
Un silencio pesado cae sobre nosotros. Es entonces, desde las sombras más profundas, donde la acústica distorsiona los sonidos, que una voz nerviosa e inconfundiblemente humana rompe el tenso silencio.
—Yizmal. —Morris levanta su arma con una velocidad felina, el cañón apuntando directamente hacia el origen del sonido en un reflejo entrenado de años de servicio. —No dispares, soy Elvis.
Miro a Morris y asiento.
Morris baja el arma solo unos centímetros, sus ojos nunca dejando el punto. La desconfianza es un hábito en este mundo, pero él obedece. El hombre que trabaja para mí, sale de su escondite. Elvis es un hombre de mediana edad. Lo veo avanzar hasta situarse frente a mí en medio del almacén.
Elvis se materializa de entre la sombra de una pila de neumáticos viejos. Un hombre de apariencia normal, ni muy alto ni muy bajo, con una chaqueta gastada, pero con el terror grabado en sus ojos. Sus movimientos son rápidos y temblorosos. Se detiene a unos metros con la luz tenue de una bombilla distante que le da a su rostro un tinte enfermizo.
—Si me llamaste, es porque tienes algo —hablo en tono plano.
Mantener la calma era esencial. No puedo permitir que mi ansiedad se refleje en mi voz o en mi postura. Soy la Yizmal.
—Así es —asiente repetidamente—. Tengo información de que Petrovik está armando a un ejército para tomar la ciudad.
La información es como una inyección de adrenalina fría. Petrovik. El cerdo ruso. He estado anticipando su próximo movimiento, pero el asalto a la ciudad es un acto de guerra total que desafía cualquier norma. La audacia es tan insultante como peligrosa. Mi mente comienza a trazar rutas, defensas y contramedidas.
¡Hijo de puta! Siento la sangre hervir. Sin embargo, no lo demuestro.
Mi ira es un volcán bajo la superficie, pero mi expresión se mantiene impasible. En este momento la ira es un lujo que no podía permitirme.
—¿Qué tan seguro estás de eso? — Morris pregunta desde su posición.
La pregunta de Morris es práctica y necesaria. Los rumores vuelan en esta ciudad como moscas.
—Lo escuché de sus labios—dice en tono serio.
Los ojos de Elvis no mienten. Lo sé porque hay pánico en ellos. Lo había escuchado directamente y es suficiente. Guerra total.
—Bueno. Eso no va a suceder porque antes lo mato —espeto en tono frío. —Acuérdate de mis palabras, Elvis. Petrovik, no podrá levantar un arma en mi contra. Menos, tomar mi ciudad y tener mi cabeza. Porque estará muerto.
El aire vibra con la intensidad de mis palabras. Es una promesa y una amenaza grabadas en el acero.
—¿Apostamos? —El acento pronunciado del ruso me atraviesa.
La voz, gutural y áspera como la gravilla, resuena en el almacén, cargada de una burla helada. Mi cuerpo se pone rígido y cada fibra está lista para el combate. La traición es el único idioma que conocen.
Me doy la vuelta y lo encuentro a unos metros de nosotros.
Allí está, Petrovik. Un hombre enorme y sucio, vestido de n***o, que se ha deslizado entre la oscuridad con la silenciosa gracia de una bestia.
—¡Nos traicionaste! —Morris apunta a Elvis, al tiempo que yo apunto al ruso.
La acusación de Morris es una declaración de guerra. El cañón de mi arma está fijo en el centro del pecho de Petrovik con mi dedo firme en el gatillo.
—No sabía que me iban a seguir— Elvis levanta las manos.
La negación de Elvis es patética, una excusa débil en medio de la emboscada. Su pánico es genuino, pero ya es irrelevante.
—Ahora sí, maldita perra. Tú y yo vamos a arreglar cuentas.
El ruso me dedica una sonrisa llena de dientes amarillentos y maldad, disfrutando de su momento de triunfo. Su mirada es un insulto directo a mi autoridad.
—Crees que te temo, imbécil —ladeo la cabeza. —Si quieres mi cabeza, vas a tener que venir por mí.
Mi voz no vacila y mi burla es un arma que corta el aire. No le daré la satisfacción de verme dudar. Por el rabillo del ojo veo cómo Elvis corre, pero un disparo resuena y veo al mexicano salir de las sombras.
El disparo es seco y el colapso de Elvis en el suelo es un sonido brutal. La traición se ha cobrado su precio.
—Perro, traidor —dice antes de mirarme con una sonrisa cruel. —Hola, mi reina.
Morris da un paso poniéndose junto a mí, mientras los cuatro nos apuntamos mutuamente.
Morris a mi lado es como un muro de protección silencioso. Somos cuatro en este momento, congelado por la tensión. Yo contra Petrovik y el mexicano contra Morris. El aire se hace casi imposible de respirar y se siente como si fuera el momento de revelar mis cartas.
—Considero que pasaste por alto un detalle, querido —escupo con gracia—. No vine sola y mis hombres ya deben de haber acabado con los tuyos.
Mi voz es suave y medida, pero la advertencia está ahí. La trampa no es para mí, sino para ellos. Había anticipado la traición. Como si fuera una señal. Una serie de disparos se oyen. El ruso mira en dirección al ruido y disparo, pero este se mueve a último momento y falló.
El coro de disparos distantes es el preludio perfecto para el caos. La distracción es momentánea, pero suficiente. Disparo y el estruendo son ensordecedores en el almacén entre ambos bandos, pero la puntería no es certera. El ruso se mueve, su tamaño no le impide ser rápido. La bala impacta en una caja detrás de él, y la madera estalla en astillas.
Es un puto caos.
—¡Detrás de las cajas! —grita Morris mientras nos cubrimos de los disparos.
Nos lanzamos hacia la pila de repuestos más cercana y el cemento frío a nuestros pies. Los disparos de Petrovik y el mexicano llueven sobre nuestra posición, rebotando en el metal de las cajas.
—¡Venga, preciosa! Ríndete y te prometo que te dejo vivir —escucho al mexicano decir—. Tendrás un lugar debajo de mí —se ríe.
La risa del mexicano es un asco. Y su propuesta es una vulgaridad que me hace sentir la necesidad de limpiarme la piel.
—Bastardo.
Sin exponer mi cuerpo por completo, disparo a la dirección de su voz, obligándolo a buscar cobertura. Morris, a mi lado, saca de su bota un cuchillo de combate. Me lo tiende y de la otra bota, saca un segundo cuchillo. El gesto es automático, la perfecta coordinación de años. El cuchillo en mi mano se siente frío y afilado; es un arma silenciosa y personal.
Con el arma y el cuchillo nos movemos un poco antes de detenernos por los disparos.
El fuego cruzado nos obliga a detener el avance. El aire huele a pólvora quemada. Estamos atrapados en un punto muerto, pero es el momento de dividir su atención.
—Dime ruso, ¿cómo quieres morir? Rápido o lento —digo llamando su atención.
Mi voz es un señuelo, pura teatralidad. Tengo que enfocar su rabia y su concentración en mí.
—Te vas a quedar con las ganas —se ríe.
Voy a cambiar ese hecho en un instante. Le hago un gesto a Morris para que vaya al otro lado.
—Ve por el mexicano.
Morris duda y es su lealtad luchando contra la orden.
—Aurelia —susurra con voz seria.
Su preocupación es un peso, pero yo soy la líder, la que toma las decisiones.
—¡Hazlo! —ordenó.
El tono no permite replica. Él asiente con un movimiento imperceptible y comienza a deslizarse entre las sombras. Con sigilo, lo veo sortear varias cajas, mientras me levanto y disparo al ruso para hacerlo retroceder y a concentrarse solo en mí. El vino aquí con un propósito y yo también.
Pero de nada le va a servir, porque esta noche va a morir. El juego ha terminado. Él se ha atrevido a amenazar mi ciudad, mi gente y mi vida. Yo soy la Yizmal, y esta noche, la ciudad de Nueva Orleans lo reclamaría y va a alimentar a sus espíritus. Siento la energía del combate fluir por mis venas, la calma feroz que siempre me invade en la batalla. Estoy lista. Y Petrovik está a punto de descubrir por qué nadie, absolutamente nadie, toma mi cabeza.