Detrás del resguardo de las cajas avanzo. El aire del muelle huele a sal, a óxido y a traición. Cada paso que doy resuena apenas sobre el suelo húmedo del almacén, entre sombras y ecos distantes de maquinaria vieja. Siento el peso del arma en mi mano, la seguridad fría del metal bajo mis dedos. Este lugar, con sus luces parpadeantes y su silencio expectante, parece un escenario dispuesto para un ajuste de cuentas.
—¡Intentaste tomar la frontera, reclutando a Alessandro y en el camino, también pensabas conspirar en contra de Arslan!
Mis palabras hacen guardar silencio al ruso. Su cuerpo, apenas visible entre las sombras, se tensa. Sé que no esperaba que yo lo supiera, que lo tuviera todo tan claro.
—¿Qué creías? Que no sabría tu juego —me río, una risa hueca y sin humor—. Arslan también lo sabe y si no te mato yo, te aseguro que Arslan sí lo hará.
El ruso gira lentamente hacia mí. Su rostro está cubierto de sudor, los ojos fríos y calculadores. Lo veo debatirse entre la arrogancia y el miedo.
—Tú mataste a Alessandro, ¡hija de perra!
—Mi Sheriff dijo que suplicó y nos informó de todos tus planes —niego, con una calma que solo sirve para enfurecerlo—. Estás perdido.
Busco con la mirada a Morris, pero no lo veo. El silencio se ha vuelto más denso, como si el aire mismo estuviera conteniendo la respiración. Supongo que Morris está cazando al mexicano, o tal vez muerto ya. Me niego a pensar en lo último. Y me concreto en él aquí y ahora, porque esta parte me toca a mí.
Me acerco más, despacio, casi sin que se dé cuenta, y cuando lo tengo a un par de metros, disparo. El sonido se pierde en el eco del muelle, pero su grito no.
El ruso aúlla de dolor y maldice.
Le he dado en el hombro.
—¡Maldita, perra! —grita en un tono muy marcado, antes de disparar de regreso.
El sonido seco de su arma retumba. Me agachó, rodando detrás de una columna de hierro. El olor a pólvora quema el aire. Cuando los disparos se detienen, lo escucho maldecir entre dientes antes de arrojar su arma.
Pero hay un problema y el calor en mi costado me lo confirma antes de que lo vea. No me moví lo suficientemente rápido y la sangre moja mi camisa. Aprieto los dientes y lo enfrento.
El dolor me nubla un poco la vista, pero no bajo el arma.
Levanto el cañón hacia él, lista para acabar esto, pero la maldita pistola también se ha quedado sin balas. Solo escucho el clic seco e inútil. Maldigo entre dientes y, sin pensarlo, me lanzo contra él con el cuchillo de combate que llevo en la pierna.
Veo la sorpresa en su rostro, el destello de incredulidad que apenas logra disimular. Detiene mi ataque y toma mi mano con fuerza, hasta que el arma cae al suelo.
—Eres una maldita demente.
—Y tú, un hombre muerto —gruño antes de asentarle una patada directa en los testículos.
El ruso me suelta al tiempo que lanza un alarido gutural. Su rostro se vuelve rojo y desfigurado por el dolor. En un segundo su mano vuela y me propina un bofetón brutal que me hace perder el equilibrio.
¡Mierda!
El golpe me deja aturdida, y el sabor metálico de la sangre me llena la boca. Mi visión se sacude, pero no puedo rendirme. Lo veo mirar el cuchillo y luego a mí. Sus ojos son los de un animal acorralado y dispuesto a matar. Y aunque siento mi costado protestar, no pienso dejarle ganar. Ambos nos lanzamos sobre el arma blanca. Caemos en el suelo, entre gritos y esfuerzo. Luchamos, rodamos y chocamos contra cajas y metal. Acierto un golpe directo sobre su herida, y él grita. Intento alcanzar el cuchillo, pero él es más fuerte y lo consigue antes que yo.
—Ahora sí, voy a acabar con la Yizmal —anuncia, con su respiración jadeante.
Se pone de rodillas, respirando con dificultad. Yo también estoy agotada mientras siento que cada inhalación es un suplicio. Mi costado arde y la sangre sigue fluyendo. Pero antes de que pueda moverse, el sonido de varios disparos lo hace congelarse.
El ruso se queda inmóvil. Sus ojos, desorbitados, me miran con incredulidad, y luego lentamente pierden el brillo. La sangre comienza a manar de su boca, y el cuchillo cae de sus manos antes de que su cuerpo golpee el suelo con un ruido seco.
Levanto la vista y entonces lo veo en medio de la entrada del almacén, entre la penumbra y el humo, está el irlandés. Viste de n***o, su silueta está recortada por la luz del exterior. Pero sé que es él. Lo reconocería incluso entre mil sombras.
Se acerca rápido y su rostro es una máscara fría y asesina.
—¿Estás bien? —inquiere en voz baja y helada.
Niego con la cabeza.
Maldice al ver mi costado. Su gesto cambia; ahora hay algo más que furia. Hay urgencia.
—Sal de aquí, Aurelia.
Lo miro sin entender.
—¿Qué?
—Sal. Ahora —su tono no deja espacio para la discusión. Me ayuda a ponerme de pie. Cada paso es un tormento y avanzo con algo de dificultad, dejando un rastro de sangre sobre el piso. —Espérame en el muelle —ordena.
—¿Pero...?
—¿Quieres que te encuentren aquí? —sus palabras son un látigo.
Las puertas del almacén se abren al tiempo que me escondo detrás de unas cajas apiladas. Escucho botas golpear el suelo, voces y órdenes gritadas.
—Baje el arma, oficial —escucho al irlandés decir con firmeza—. Ya bajé la mía. —Miro la puerta trasera y estoy por salir, cuando sus siguientes palabras me atraviesan como una bala. —Soy el agente Collins, de inteligencia —dice en tono serio—. En mi bolsillo izquierdo, encontrará mi credencial.
El mundo se me viene abajo, la sangre abandona mi rostro y siento que podría vomitar en cualquier momento.
—Esto es un operativo del FBI. No tiene jurisdicción sobre esto. —Continúa manteniendo un tono frío y severo.
—Está en mi distrito.
—Llamé a Washington —el tono de irlandés desborda ironía.
—Soy una estúpida —susurro mientras las lágrimas me nublan la visión.
«Tengo que salir de aquí».
Mientras ellos discuten, aprovecho la oportunidad y salgo del almacén en busca de Morris o alguno de mis hombres. Pero no hay nadie. Solo el rumor del río y las luces rojas de las sirenas acercándose. Avanzo por el muelle, sintiendo que el aire frío, me corta el rostro. Tomo el camino opuesto al caos. A unos metros encuentro un coche, uno que reconozco como del ruso o el mexicano, porque no es de los míos.
Con cautela, me acerco y, sin dejar de sostener mi costado, reviso. Junto al vehículo está el cuerpo de uno de sus hombres que yace con los ojos abiertos. Me agacho, luchando por no desvanecerme, y lo cateo. Encuentro las llaves y un arma. Las tomo y subo a la camioneta. Después de unos segundos el motor ruge, y salgo de ahí.
Mientras conduzco, dejo que las lágrimas de rabia corran por mis mejillas. Busco mi móvil en el bolsillo de mis vaqueros, pero lo he perdido.
—Otra mentira —siseó con voz rota.
Me siento traicionada y burlada por el irlandés… no, Killian Collins. ¡Un maldito federal! Lo dejé entrar a mi organización, a mi cama, a mi vida. Y todo fue un engaño.
Te amo.
Sus palabras resuenan como una burla cruel. Ciaran estaría muy decepcionado de mí por dejarme deslumbrar por un maldito mentiroso. Aceleró a fondo y minutos después, luces de la celebración del Mardi Gras se ven a lo lejos, como si la ciudad no se diera cuenta de que algo ha muerto dentro de mí.
A medida que llego al centro, mi visión se hace borrosa. Aparco en una calle del barrio francés. Las risas y la música llenan el aire, indiferentes a mi desgracia. Entro en mi departamento tambaleandome. Enciendo las luces, voy hasta el botiquín y lo arrojo sobre la mesa junto al arma. Busco el teléfono y marco el número que conozco de memoria.
—¿Dónde estás? —grita Morris, apenas responde.
—En el departamento del barrio francés —resoplo y hago una mueca cuando mi costado tira.
—¿Estás bien?
—No lo sé —admito y no hablo de la jodida herida en mi costado—. Me dispararon. ¿El mexicano?
—Ese hijo de puta escapó.
—El ruso está muerto.
—¡Lo sé! Regresé al almacén, pero no había nadie. Solo la policía levantando los cuerpos.
—Ven por mí —digo antes de colgar.
Me quito la chaqueta y levanto la camiseta. La herida no es grave, pero sangra. Abro el botiquín al tiempo que la puerta se abre de golpe. Tomo el arma y apunto directamente al intruso.
—Soy yo, irlandés —dice en tono bajo y las manos en alto.
—Lo sé —respondo, respirando con dificultad.
Se acerca, pero yo retrocedo y sus ojos me escanean.
—Déjame que te ayude, Aurelia.
Me río. Una risa ronca y vacía.
—¿De verdad crees que voy a confiar en ti?
—Déjame explicarte —da otro paso al frente.
—No —siseó—. Y no es un puto paso más o te disparo —le advierto en tono frío. —Dime algo que me causa curiosidad. ¿Fue divertido?
Su gesto se endurece.
—Aurelia. Por favor. Sigo siendo el mismo que conociste esa noche en el club de pelea.
—Conocí al irlandés. ¡Una maldita mentira! —escupo con desprecio—. Tú eres Killian Collins. Agente del FBI.
Lo veo hacer una mueca. El arma pesa en mis manos más que nunca y mi visión se llena de puntos negros.
—¿Aurelia?
—Eres un traidor —susurro. Y no perdono a los traidores.
Cargó el arma con el corazón, latiendo a mil por segundo y un nudo en mi garganta. Sin embargo, el arma escapa de mis manos, noto cómo mi cuerpo sucumbe y empiezo a caer. Pero no todo el suelo, porque siento que unos brazos conocidos me sostienen.
Los brazos del traidor.
—Te tengo, cariño —susurra cerca de mi oído—. No pienso soltarte.
Y antes de perder el sentido, pienso que ojalá si lo hiciera.