Paul, el dueño del club de lucha clandestina, pone una botella de whiskey a mi lado.
El cristal ambarino brilla bajo las luces rojas del lugar, reflejando el humo que se eleva desde los cigarros caros de los espectadores. El ambiente es espeso, cargado, casi eléctrico. A mi alrededor, las voces se mezclan con el sonido metálico de las vallas, el retumbar de los golpes y el rugido de la multitud que exige sangre.
Estoy sentada en primera fila, junto a Morris, observando las peleas preliminares que se llevarán a cabo antes de que el irlandés suba a la arena y enfrente a su oponente. Detrás de mí, un par de mis hombres permanecen firmes, atentos a todo. No hay distracciones, no hay errores permitidos. Cada mirada, cada movimiento en este lugar, podría significar algo.
Morris hizo un barrido del área antes de que llegáramos. Recorrió las entradas, verificó las salidas, revisó los rostros del público. Se aseguró de que todo estuviera en orden. No puedo dejar nada al azar. No esta noche.
Ajusto la falda de mi vestido, que se desliza dejando al descubierto mis piernas. El tejido rojo brilla con el movimiento, casi líquido bajo las luces. Esta vez me decanté por un vestido rojo, escote en V, corte griego. El tipo de vestido qué amo usar, el que me hace sentir dueña de cada mirada. Mi cabello está recogido en una coleta alta, tirante e impecable. No hay espacio para la vulnerabilidad.
Quiero que todos sepan que estoy aquí. Y que no me escondo como otros.
El maldito ruso y su socio siguen sin dar señales, pero sé que no tardarán. Que entre mi visita aquí y el rumor que corrí sobre una supuesta reunión con alguien importante, no resistirán la tentación de salir de sus alcantarillas. Tarde o temprano, todos los que se creen fantasmas se exponen a la luz.
Miro al frente justo cuando uno de los peleadores cae en la lona, con su oponente encima. El sonido de los golpes es seco, violento y casi visceral. El segundo hombre acierta una serie de puñetazos rápidos y contundentes que hacen que la sangre brote y salpique un poco más allá de las vallas. El público estalla, enloquecido, pidiendo más.
Tomo el vaso, y Morris me sirve un trago con la familiaridad de quien sabe cuándo callar y cuándo hablar.
—¿Hiciste la apuesta? —inquiero, antes de dar un sorbo.
—Las apuestas, querida mía. Las apuestas, porque no dejaré pasar esta oportunidad de ganar algo más de dinero gracias a tu hombre.
—Irlandés sabe que apostamos a él —respondo.
—¡Vaya! —silva.
—¿Qué? —lo miro detenidamente.
—No me gruñiste, ni me has lanzado un bofetón al decir que el irlandés es tu hombre.
—Disculpa mi desconsideración —murmuro en tono sarcástico.
Lo escucho reír divertido. Su carcajada se mezcla con los silbidos del público.
Las personas gritan cuando la pelea es finalizada por rendición. El perdedor cae sin fuerzas, y su entrenador corre hacia él con una toalla blanca. La noche sigue sin contratiempos, y por primera vez en mucho tiempo, comienzo a relajarme.
El humo, la música, los gritos… todo forma parte de un ritual primitivo que conozco bien. Es violencia y espectáculo, negocio y advertencia. Aquí no hay espacio para la duda, solo para el dominio.
Cuando es el turno del irlandés, las luces se apagan y comienza la presentación.
El retador aparece primero. Un toro. El hombre es exactamente como lo recuerdo: alto, tatuado, musculoso, calvo, con esa expresión de bestia sin control. Baja la rampa y cuando entra al ring, gruñe y golpea la cerca como un animal que huele sangre.
—¡Leónnn! —anuncia Paul con su voz grave que hace vibrar los parlantes. El público ruge. El aire se llena de apuestas gritadas, billetes que cambian de mano, promesas de fortuna o ruina. —Veremos si han apostado al caballo ganador —dice Paul con una sonrisa de petulante—. Ahora, demos la bienvenida a esta arena, al campeón invicto. —Continúa, saboreando cada palabra. Mi mirada va hacia la rampa. La silueta del irlandés se hace presente entre luces y gritos. Un show de luces lo enmarca como a un gladiador moderno. —Con ustedes… ¡Irrrrlandés! —vocifera Paul.
Baja la rampa con la misma calma arrogante de siempre, llevando, como la última vez, una sudadera negra con capucha y pantalones cortos. El público estalla. Los gritos y la euforia arrancan una sonrisa involuntaria de mis labios. Se quita la sudadera y deja al descubierto su torso. Músculos tensos, piel marcada por cicatrices antiguas. El cabello está sujeto y trenzado en la parte superior de su cabeza, revelando la línea dura de su mandíbula. Se pone el protector bucal y sube a la lona.
Da una vuelta por el perímetro, y cuando llega hasta mí, se detiene. Me guiña un ojo antes de seguir su recorrido hasta su posición inicial. Es un gesto mínimo, pero me enciende algo en el pecho.
El referí les hace una seña para que se acerquen. Les recuerda algunas reglas que son pocas, casi simbólicas. Este tipo de pelea es más instinto que técnica. Será un combate de cinco asaltos, cinco minutos cada uno, con intervalos de un minuto de descanso. Pero no todos llegan al final.
Sé que va a ser una fiera pelea. Lo siento en el aire, en la forma en que ambos se observan. Cuando el referí les pide que se saluden, se ignoran por completo. Dos depredadores midiéndose. Me sirvo otro trago justo cuando suena la campana.
El irlandés avanza de inmediato, presionando. Su oponente no retrocede, responde con la misma brutalidad.
—Esto será interesante —murmura Morris a mi lado.
Asiento, sin apartar la vista.
La pelea continúa y, desde ambas esquinas, escuchamos las órdenes de sus equipos. Gritos ahogados por el ruido. Golpes que resuenan como tambores. El público se levanta, se agita y vive a través de ellos.
Durante el cuarto asalto, el irlandés da un certero golpe al hígado y otro en el rostro. El hombre tambalea. Creo que bajará la guardia, pero no lo hace. El retador lanza un puñetazo brutal, e irlandés se inclina a un lado para esquivarlo… justo cuando el otro lanza una patada baja. El impacto es seco y el irlandés cae de rodillas con las manos entre las piernas.
Me levanto de inmediato cuando el referí detiene la pelea.
—Bastardo de mierda —sisea Morris.
Los gritos y abucheos llenan el lugar. El referí se inclina hacia el irlandés, y veo cómo este asiente, con la mandíbula tensa, antes de ponerse de pie y caminar tambaleante por la lona.
—Eso fue un golpe a sus testículos, ¿no?
—En toda regla —asiente Morris.
La pelea continúa, y el rostro del irlandés refleja pura furia contenida. Se mueve rápido, busca abrir espacio. Logra acertar un par de golpes devastadores.
—¡Vamos! —digo cuando lo lleva a la lona y forcejean por el control.
—¡Venga, irlandés! —grita a mi lado Morris, poniéndose de pie.
Puedo ver el cansancio en él, el sudor cayendo en su espalda, el fuego que no se apaga en su mirada. Sé qué el irlandés tiene fama de terminar a sus oponentes en los primeros asaltos, pero esta vez está empujado al límite. Cuando logra hacerse con el control, la multitud se levanta de sus asientos. Unos chiflan, otros gritan. Todos esperan el final. Está peleando por pasar su brazo por el cuello del otro hombre, pero es difícil. Con el codo, lo golpea una y otra vez, buscando abrir espacio. El toro no cede.
—Vamos, Killian—susurro, sintiendo los nervios recorrerme.
Lo veo repetir el movimiento. Finalmente, consigue tomar el cuello del rival y cerrar la llave mientras lo inmoviliza con las piernas.
El rugido del público es ensordecedor. El hombre intenta resistirse, pero todos sabemos que es inútil. La mano del retador se alza temblorosa y palmea el antebrazo de su oponente en rendición.
—¡Sí! —grito, saltando en mi lugar. Morris celebra antes de atraparme por la cintura y dar una vuelta conmigo.
—¡Morris! —chillo, mientras me río de su exabrupto.
—¡Maldito lunático! —dice, riendo también.
Me suelta, y miro hacia el centro del ring. Killian está de rodillas y rodeado por su equipo. Se pone de pie, levanta la mano y saluda al público.
Es el rey indiscutible.
Paul toma el micrófono y anuncia al ganador.
—¡El rey mantiene su corona! —dice con una sonrisa satisfecha —gracias por haberse dado cita esta noche. Ya saben dónde ir a cobrar sus apuestas.
—Hay unos cuantos que se quedaron con ganas de que el irlandés perdiera —comenta Morris.
Asiento, viendo a un grupo que maldice entre dientes. Sus rostros son pura frustración. Algunos de ellos no saben que acaban de perder algo más que dinero.
El equipo de Killian se retira rumbo a la rampa.
—Ve a cobrar la apuesta —ordeno a Morris—. Yo iré a ver al irlandés.
—¿Estás segura? —no parece feliz con la orden.
Señalo a mis guardias.
—Estaré bien. Cuando todos salgan, que hagan un nuevo barrido. No quiero sorpresas.
—Me pondré en eso —dice antes de alejarse y unirse al resto de los espectadores que se dispersan.
—Andando —murmuro y comienzo a caminar por el lugar.
El pasillo está lleno. El equipo del contrincante de irlandés ocupa buena parte del espacio. Todos me miran, algunos con respeto, otros con sorpresa, y unos pocos con ese tipo de mirada que pretende medir cuánto pueden desafiarme.
—Yizmal —dice uno, asintiendo—. No sabía que le gustaban las peleas clandestinas.
Me detengo en seco y lo barro con una mirada cargada de sarcasmo.
—¿Acaso no debería gustarme? —arqueo una ceja.
El hombre enrojece y el silencio alrededor se vuelve pesado.
—Por supuesto que sí, Yizmal —murmura azorado—. Lo siento.
Le lanzo una última mirada antes de seguir mi camino. Los murmullos se apagan tras de mí. Nadie quiere cruzarse más de la cuenta conmigo. Llego hasta el vestidor del irlandés. Les hago un gesto a mis guardias para que se queden en donde están. Entro sin anunciarme, pero lo que escucho me detiene.
—Es una misión peligrosa.
—No hace falta que me lo digas —gruñe irlandés—. Es mi última. ¿Me oyes?
El tono de su voz es bajo y cortante. Reconozco ese tono: el de los hombres que están planeando algo que no quieren compartir.
—Se los voy a decir.
¿Qué coño?
Doy un paso adentro y me detengo viendo al irlandés hablar con un hombre que no pertenece a su equipo de entrenamiento.
—Diles a ellos que estamos cerca.
—Eso espero.
—¿Cerca de qué? —inquiero en tono frío.
Ambos me miran. El cuerpo de Killian se tensa, apenas me ve y el desconocido palidece. Abre la boca, solo para cerrarla enseguida.
—¿Bien? —mi mirada se clava en los ojos azules del irlandés.
—Déjanos solos —ordena él al otro hombre.
Este pasa por mi lado murmurando una disculpa y puedo sentir su miedo. El silencio se instala entre los dos. El irlandés me observa, y puedo ver en su rostro los golpes que sufrió. Los moretones comienzan a oscurecerse bajo la piel.
—Vas a contarme a qué te referías.
Resopla.
—¿Estás desconfiando de mí? —su tono denota incredulidad.
—Solamente tengo curiosidad —me encojo de hombros y avanzo un poco.
—Únicamente le estaba enviando una razón a Paul. —Hace una mueca al colocar una bolsa de hielo sobre su pómulo. —Esta misión suicida de subir al ring se acabó.
—Mencionaste a “ellos” —murmuro— y algo de estar cerca.
Baja la bolsa y niega.
—Ellos. Paul y sus socios —ladea la cabeza—. Estoy cerca de tener una vida libre. A eso me refería.
Nos sostenemos la mirada durante unos segundos que parecen minutos. ¿Tengo razones para desconfiar del irlandés? No. Hasta ahora, no.
—Ya —murmuro y me acerco un poco—. ¿Cómo te sientes?
—Jodido —se ríe, y su risa tiene ese tono ronco que me gusta.
—Bueno. Yo me siento bien, porque gané dinero esta noche.
—Es justo.
—Vamos a la mansión —anuncio pasando mi mano por su pierna—. Allí podrás descansar.
Me inclino y dejo un beso en sus labios, con cuidado de no lastimarlo. Baja de la camilla donde está sentado y salimos al pasillo. Las personas nos miran con curiosidad. El irlandés posa su mano en lo bajo de mi espalda, atrayendo aún más la atención. Su gesto no es solo instintivo. Es una declaración.
Se detiene un momento.
—Me dejé el móvil —murmura antes de devolverse al vestidor.
Me quedo en el pasillo, custodiada por mis hombres. Puedo sentir las miradas. Algunas son de respeto, otras de envidia. No me importa. Estoy acostumbrada. Killian regresa rápido y toma mi mano como si nada. Su piel está caliente, la mía también.
No lo suelto ni me alejo de su toque. Abandonamos el pasillo, y sé que todos entienden lo que acaban de ver. Una verdad se instala en el aire espeso del club y es que la Yizmal ha venido al club y no se esconde como una rata asustadiza.
Lo ha hecho para que todos recuerden que aún manda.