El cielo estaba despejado esa mañana, y todo parecía dispuesto para ser el inicio de una nueva vida. Diana estaba a punto de salir de casa, con el corazón acelerado por la emoción de lo que estaba por venir. El taxi que la llevaría al aeropuerto ya esperaba en la calle. Pero justo cuando iba a cerrar la puerta detrás de ella, el teléfono sonó.
Frunció el ceño al ver el número de su tía Carmen en la pantalla. Era extraño, su tía nunca la llamaba tan temprano.
—Hola, tía. Justo iba de camino al aeropuerto —dijo, tratando de mantener un tono animado.
El silencio al otro lado fue lo primero que la hizo detenerse.
—Diana... —la voz de Carmen era casi un susurro, rota—. Diana, ha pasado algo terrible.
Diana sintió un frío recorrerle la espalda. Su mano temblaba mientras sujetaba el teléfono con más fuerza.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz temblorosa, ya anticipando el dolor que vendría con la respuesta.
—Tus padres... Valentina... han tenido un accidente. Un accidente de coche muy grave. Tus padres... ellos no lo lograron.
El mundo de Diana se detuvo en seco. Era como si el suelo bajo sus pies hubiera desaparecido, dejándola suspendida en el aire, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar.
—No, no puede ser —logró articular, su voz ahogada por el nudo en su garganta—. ¿Y Valentina? ¿Dónde está Valentina?
—Está en el hospital, cariño. Está grave, pero viva. Tienes que venir cuanto antes.
Las palabras se mezclaban en su cabeza. El taxi seguía esperando afuera, el motor encendido, mientras Diana quedaba paralizada en la puerta de su hogar. El viaje a Estados Unidos, la gran oportunidad de su vida, todo se desvanecía ante la cruel realidad que acababa de golpearla. Cerró los ojos, intentando encontrar fuerzas, pero lo único que sentía era dolor.
Sin pensarlo más, dejó caer la maleta junto a la puerta y salió corriendo hacia la calle, agitando la mano para que el taxi se fuera. La maleta ya no importaba. El viaje tampoco. Solo una cosa tenía sentido en ese momento: llegar al hospital y estar con Valentina.
Las luces del hospital brillaban con una frialdad que se reflejaba en el corazón de Diana. Al entrar en la sala de emergencias, se encontró rodeada de caras serias y miradas compasivas. El olor a desinfectante y las luces blancas la hicieron sentir aún más vulnerable, como si estuviera atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar.
—¿Dónde está mi hermana? —preguntó con voz entrecortada en la recepción.
La enfermera la miró con comprensión y le señaló la sala de espera. No hubo necesidad de más palabras. Diana avanzó con pasos torpes, sus piernas apenas soportando el peso de su propio cuerpo. Al llegar, vio a su tía Carmen, quien corrió hacia ella y la abrazó con fuerza.
—Está en la unidad de cuidados intensivos —dijo Carmen en voz baja—. Los médicos están haciendo todo lo posible, pero su estado es crítico, Diana. Tiene complicaciones respiratorias muy graves. No sabemos si se recuperará por completo.
Las palabras parecían cuchillos que atravesaban el corazón de Diana. Se separó de su tía con el rostro empapado en lágrimas y se dejó caer en una silla, tratando de asimilarlo todo. Sus padres, las dos personas que más había amado, se habían ido para siempre. Y Valentina, su hermana pequeña, estaba luchando por su vida.
Diana intentó respirar hondo, pero sus pulmones parecían no querer cooperar. Un peso insoportable se asentaba sobre su pecho, y el dolor en su corazón era tan intenso que casi no podía pensar. Todo lo que había dado por seguro en su vida, todo lo que había planeado, se desmoronaba ante sus ojos.
Los minutos se convirtieron en horas mientras esperaba alguna noticia sobre Valentina. Cada vez que veía a un médico o una enfermera pasar, su corazón daba un vuelco, temiendo lo peor.
Finalmente, un médico se acercó a ella. Su expresión era grave, pero había una leve esperanza en sus ojos.
—Diana López —dijo en tono profesional—. Soy el doctor Méndez, he estado atendiendo a tu hermana. Valentina está estable por ahora, pero sufre de graves complicaciones respiratorias debido al impacto del accidente. Sus pulmones están muy afectados, y aunque hemos logrado estabilizarla, hay un riesgo de que las secuelas sean permanentes.
—¿Permanentes? —repitió Diana en un susurro, sintiendo que el mundo volvía a tambalearse bajo sus pies.
—Podría necesitar asistencia respiratoria a largo plazo —continuó el doctor, midiendo cada palabra—. Aún es muy pronto para saber con certeza, pero debemos prepararnos para todas las posibilidades.
Diana asintió, aunque las palabras del médico eran como un eco lejano que no lograba procesar del todo. La imagen de Valentina, su hermana llena de vida, fuerte y siempre sonriente, no coincidía con la imagen de una niña postrada en una cama, dependiente de máquinas para respirar. Pero eso era lo que enfrentaban ahora.
Al ver el estado de Diana, el doctor agregó:
—Haremos todo lo que esté en nuestras manos para que se recupere lo mejor posible. Ahora lo más importante es que ella te tenga cerca.
Diana asintió nuevamente, esta vez con más convicción. Sabía que, aunque su vida estaba rota, no tenía tiempo para desmoronarse por completo. Valentina la necesitaba más que nunca, y Diana estaba decidida a ser su apoyo, tal como siempre lo había sido.
Sin importar lo que tuviera que dejar atrás, el futuro ya no era un horizonte lleno de oportunidades profesionales. Ahora, su única misión era salvar a su hermana.