Capítulo 1: El objetivo fijado
La ciudad todavía mutedecía al amanecer cuando Damián Castillo se plantó ante el ventanal de su despacho. Frente a él, la mole de cristal y acero de Vértice Global parecía desafiarlo, una fortaleza inquebrantable tumbada sobre el skyline. Damián apretó los dientes, sintiendo cómo la rabia le quemaba por dentro.
—Maldita sea, Roberto, ¿viste esa puta torre? —su voz cortó el silencio con dureza—. Ahí está todo lo que me arrancaron. Veinte putos años cagándome en las putas escaleras, y Fernando todavía se cree el rey del maldito castillo.
Roberto permaneció firme, con la calma que lo distinguía. —Damián, puta mierda, sé que quieres romperles la madre, pero no dejes que el rencor te ciegue. Esta batalla no es joda. Puedes perderlo todo de nuevo.
Damián giró hacia su amigo, con la mirada incendiada. —¿Perder? Nah, esta vez soy yo el que va a follar con las reglas y hacer que Salazar sienta cada puto segundo de su traición. —Se acercó a la mesa y dejó caer un expediente grueso que llevaba el logo de Vértice—. Este maldito montón de papeles es el boleto para entrar en su jodido mundo, y no pienso salir sin destrozarlo.
Roberto lanzó un suspiro pesado, pero no contradijo. Sabía que no habría quién detuviera a Damián cuando su obsesión se encendía.
—Veinte años, y todavía puedes oler el miedo en cada puta decisión que tomas —dijo Damián, mientras caminaba lento hacia el ventanal otra vez—. Fernando me dejó en la mierda y se rió en mi cara. Pero esta vez voy a demostrarle que no soy ningún hijo de puta para hacer negocios; soy la tormenta que se lo arrastra todo.
El eco de sus palabras parecía llenar la habitación. Afuera, la ciudad despertaba, pero aquí dentro, en ese pequeño santuario de cristal, comenzaba la primera jugada de una guerra brutal.
Roberto se acercó y tocó levemente el hombro del amigo; su voz fue seria y baja:
—Solo recuerda que en esta mierda de juego, el que ataca primero no siempre sobrevive. Piensa bien cada movimiento; no puedes perder la cabeza ahora.
Damián volvió la vista, sus ojos un fuego implacable.
—No, Roberto. Esta vez, voy a ser yo quien joda primero —dijo, con un escalofrío en la voz—. Y que Salazar prepare su culo, porque el acecho comenzó.
Sin más palabras, se giró hacia la puerta, decidido, cada paso con la certeza de que esa mañana no solo empezaba el día, sino el principio de la destrucción.
Damián salió del despacho con paso firme, sintiendo el peso de la decisión que acababa de tomar. Cada corredor del edificio parecía susurrar promesas y amenazas, reflejo de una guerra que no tardaría en estallar. En sus oídos resonaban aún las palabras de Roberto, una mezcla amarga de advertencia y lealtad, un recordatorio de que no todo se ganaba con furia ciega.
Al llegar a la sala de juntas, la lluvia de miradas se desvió hacia él. Cada rostro reflejaba una mezcla de expectación y temor. Damián no era conocido por medias tintas. Él era la tormenta que arrasaba con todo, y esa mañana no sería la excepción.
Con un movimiento decidido, dejó caer el expediente sobre la mesa. Las hojas crujieron bajo la presión de sus dedos, mostrando balances, contratos y puntos débiles de Vértice Global, la fortaleza que pronto sería su campo de batalla.
—Este es nuestro mapa para la conquista —dijo, su voz firme y cargada de una determinación implacable—. Cada número, cada movimiento financiero, es una puerta que ellos creen cerrada. Nosotros la vamos a derribar.
El silencio se adueñó de la sala, y fue Roberto quien rompió la quietud.
—Tenemos que actuar rápido y con precisión —advirtió—. Fernando Salazar no es un rival cualquiera; sabe jugar sucio y tiene recursos para aplastar a cualquiera que intente desafiarlo.
Damián asintió, pero en su mente ardía la idea de que la ira era un arma poderosa, una llama que podría iluminar el camino hacia la victoria.
—¿Creen que el hombre que me destrozó hace dos décadas va a quedarse de brazos cruzados? —preguntó, lanzando una mirada cortante—. Pues que se prepare, porque esta vez soy yo quien va con todo. No hay marcha atrás.
Las horas siguientes fueron un torbellino de planificación estratégica. Números, proyecciones y movimientos bursátiles llenaron la pantalla frente a ellos, dando forma a un plan que, aunque arriesgado, tenía la audacia que solo puede motivar la venganza.
Entre los miembros del equipo, algunos dudaban, otros seguían con férrea convicción. Pero todos entendían que, más allá del dinero, lo que estaba en juego era el orgullo, la redención de un hombre contra el pasado que lo había marcado para siempre.
Al concluir la reunión, Damián permaneció unos minutos más, observando los asientos vacíos. Cada decisión tomada esa mañana era una flecha envenenada dirigida a Vértice Global y, sobre todo, a su antiguo mentor.
Mientras bajaba por el ascensor, las luces fluorescentes iluminaban su rostro implacable, un rostro marcado por la soledad de quien ha aprendido a confiar solo en sí mismo y en su anhelo de justicia retorcida.
Al salir al bullicio de la ciudad, el aire fresco le recordó que la guerra apenas comenzaba, y que cada paso que diera estaría respaldado por una obsesión que podría consumirlo, pero que al mismo tiempo lo impulsaba hacia la cima.
El tablero estaba dispuesto, las piezas comenzaban a moverse, y en esa partida de poder, solo aquellos con la mente y la voluntad más afiladas lograrían sobrevivir. Damián Castillo estaba listo para ser ese jugador implacable.
Mientras caminaba hacia la calle, la ciudad comenzaba a despertarse del letargo nocturno. Los primeros rayos del sol pintaban las fachadas de los edificios con tonos dorados, pero en la mente de Damián no había lugar para la contemplación. Cada paso resonaba con la determinación de quien sabe que no hay vuelta atrás.
El murmullo de la gente transitando las aceras no lograba distraerlo; para él, era el telón de fondo de una batalla que apenas comenzaba. Su ambición era una llama que consumía su ser, y la imagen de Fernando Salazar como un adversario temible y astuto solo avivaba ese fuego.
Damián sabía que enfrentarse a su antiguo mentor no sería fácil. Era una partida peligrosa, donde una mala jugada podía significar la caída definitiva. Pero también estaba convencido de que el juego estaba a su favor, porque llevaba años preparándose para este momento.
La venganza no era solo un deseo; era la fuerza que movía sus decisiones y la razón por la que cada segundo de ese día importaba. En el fondo, sabía que aquella batalla no solo definía el destino de una empresa, sino también el de su propia alma.