Capítulo 8: Enemigos con cara de amigo

1313 Words
Fernando llevaba semanas con la sensación de que algo apestaba en el mercado. No era sólo la típica mierda de los negocios, la competencia despiadada y las traiciones que siempre rondaban como buitres, sino algo más profundo, una mierda que olía a puñalada trapera bien preparada. Y cuando la intuición te grita, mejor abrir los ojos de una vez, porque acá no hay putos accidentes. Sentado en el bar de siempre, con un vaso de whisky barato en la mano y la mirada fija en el juego de las luces y sombras que proyectaba la ciudad, repasaba con furia mental los últimos movimientos que había detectado en el mercado. La información le había llegado de fuentes confiables, pero el tema era cómo collons interpretarla sin cagarse encima. —Está pasando algo, y no es joda —se dijo a sí mismo, mientras el humo del cigarro le nublaba la vista—. Damián no es un idiota, ni un santo. Si está metido en esto, es porque hay un plan jodidamente oscuro detrás. Fernando sabía que Damián Castillo era un tipo complicado. Un hombre que había cruzado líneas que pocos se atrevieron siquiera a mirar, con una mirada que ardía en venganza y obstinación. Pero también sabía que en la guerra sucia que se vivía, no todos los aliados eran lo que aparentaban ser. Había que descubrir cuáles de esos puritanos de la oficina eran lobos disfrazados de ovejas. Los rumores comenzaron a filtrarse con fuerza: movimientos extraños en las acciones bursátiles, contratos cancelados de la nada, y alianzas nuevas que nacían como hongos venenosos. Pero lo que más lo inquietaba era el silencio estratégico de Damián, la forma en que esquivaba preguntas incómodas y el brillo adverso en sus ojos cuando la traición aparecía en el primer plano. Porque en este juego, no hay amigos, sólo enemigos esperando a hundirte. Una noche lluviosa, Fernando se reunió con uno de sus contactos más oscuros, un tipo que sabía moverse en las cloacas del mercado y no morir en el intento. —Mira, Fernando —le dijo con voz ronca mientras le pasaba un sobre grueso—, esto no es cualquier cagada. Hay movimientos secretos de Damián que no cuadran ni un carajo. Negocios que se están cerrando en la oscuridad, gente al margen que empieza a moverse sin control. Fernando abrió el sobre con manos firmes y encontró documentos, correos interceptados y contratos firmados con números que no tenían sentido lógico si se consideraba lo que Damián había mostrado públicamente. —¿Y qué chingados busca? —preguntó, frunciendo las cejas—. ¿Por qué semejante mierda a escondidas? —Por lo que se sabe, hay un plan para tomar el control absoluto del mercado, pero a costa de desmantelar alianzas, quemar las pocas amistades que quedan y apostar a la destrucción de quien se interponga. Se siente la tensión en el aire, y si no hacemos algo, van a jodernos a todos. Fernando apretó los dientes y se recostó en la silla. Las ideas golpeaban su mente como un martillo. No podía confiar en Damián, al menos no completamente. El poder lo había cambiado o estaba más profundo en una guerra que lo arrastraba tanto como a ellos. —Tengo que hablar con alguien en el círculo de Damián —murmuró—. A ver qué mierda está pasando de verdad. Pero sabía que ese era un terreno minado. Cercarse demasiado podía costarle caro, y no estaba dispuesto a caer sin antes dar pelea. Sus pasos tenían que ser cuidadosos, medidos como los de un cazador que sabe que cualquier movimiento en falso es una puta sentencia. Por otro lado, las grietas dentro del equipo de Damián comenzaban a hacerse visibles, y Fernando estaba seguro de que se estaba gestando una traición a la vuelta de la esquina. Sus sospechas se acentuaron cuando escuchó en una llamada interceptada —a duras penas, entre voces que se atropellaban— que algunos miembros del círculo más cercano a Damián empezaban a intercambiar señales con el enemigo. Claramente, no todos compartían la devoción por la cruzada ni la lealtad que decían tener. Fernando sabía que, en estos asuntos, las falsas caras podían ser el peor de los venenos. Tal vez, la batalla no era sólo contra Salazar o contra el sistema podrido, sino incluso contra aquellos que pretendían llamar camaradas de armas. Decidió entonces mover ficha. En una reunión secreta con Roberto, uno de los hombres que más admira por su lealtad inquebrantable, le soltó sin rodeos: —Roberto, esto apesta a traición. Hay gente dentro que no quiere ganar esta guerra. Están jugando para el otro lado, y Damián ni se da cuenta o no quiere verlo. Tenemos que ser inteligentes, pero rápidos. Porque si explotamos al mismo tiempo, nos matamos entre nosotros. Roberto lo miró con una mezcla de cansancio y resignación, pero también con la chispa de quien no se rinde. —Si es cierto, cabrón, el problema es que cuando el enemigo está dentro, la mierda hiede más. Pero somos pocos los que vemos la realidad. Hay que limpiar la casa antes de que la mierda nos hunda a todos. Ambos entendieron que no solo peleaban una guerra externa —contra Salazar y sus tentáculos— sino que tenían que sobrevivir a la resistencia interna, a los que con cara de amigo te clavan el puñal a traición. Fernando empezó a vigilar más de cerca, juntó pruebas y señales, buscando patrones entre los silencios y las pequeñas acciones que podían pasar desapercibidas, pero que confirmaban su peor sospecha. Damián, por su parte, parecía cada vez más enfocado, casi obsesionado, pero también cerrado a escuchar advertencias o dudas internas. Su determinación ardía, una llama tan fuerte que podía quemar tanto a aliados como enemigos. En un encuentro casual, Fernando intentó hablarle directamente, con la intención de abrirle los ojos. Pero Damián lo cortó con dureza. —No necesito que vengas a cuestionar mis decisiones, Fernando —le espetó, con la voz cargada de rabia contenida—. Esto es una batalla de vida o muerte. Si te duele, mejor mantente al margen. No puedo perder el tiempo con quien no aguante la presión. Fernando sintió que el muro entre ambos se levantaba como una muralla impenetrable. No podía permitir que la obsesión los cegara y los condujera directo al desastre. Pero también sabía que empujar demasiado podía romper definitivamente esa alianza frágil. Después de la conversación, salió con la boca amargada, sabiendo que la verdadera batalla estaba a punto de estallar, no sólo fuera, sino dentro de sus propias filas. Las noches se hicieron un campo minado emocional para Fernando. La paranoia crecía con cada pista, y no podía confiar ni en las sombras que le susurraban emboscadas. Algunos rostros que antes consideraba aliados ahora le parecían máscaras de mentira, dispuestas a caer con él cuando menos lo esperara. En una de esas noches, recibió un mensaje anónimo: *“No todos los que están a tu lado tienen la misma sangre que tú.”* Era una advertencia clara: el enemigo podía estar mucho más cerca de lo que imaginaba. Sin embargo, lejos de rendirse, Fernando se armó de valor y preparó su propia contraofensiva. Sabía que esta guerra se estaba volviendo un juego de traiciones, de movimientos invisibles y votos silenciosos que podían decidir el final del tablero. —No dejaré que nos caguen a traición —se juró—. Más nos vale estar vivos y despiertos, porque este juego se acaba cuando menos lo esperemos. Mientras el mercado seguía su movimiento vertiginoso, la guerra interna hacía temblar los cimientos de todo lo construido. Y en ese vértigo imposible, Fernando, Damián y todos los involucrados sabían que detrás de cada abrazo podía esconderse un puñal, y que en esta mierda, hasta los amigos llevan cara de enemigo.
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