Capítulo 6: La abogada en la penumbra

1281 Words
La madrugada parecía nunca acabar para Sofía. En la penumbra relativa de su oficina, apenas iluminada por la luz mortecina de un flexo barato, ella repasaba expedientes, entre papeles amontonados que contenían más secretos y mentiras que verdades. La abogada había aprendido a moverse en sombras, a lidiar con lo que nadie quería tocar y a escuchar lo que no se decía. Su escritorio estaba manchado de café frío y de humo de cigarrillos consumidos con furia, testigos mudos de noches sin descanso. El teléfono vibró con una urgencia inesperada. Era una llamada que no esperaba y el nombre en pantalla le revolvió un nudo en el estómago. Andrés, su hermano, con quien llevaba casi meses sin hablar más que por molestos mensajes o excusas a medias. La relación se había ido fracturando hasta volverse una grieta abierta, un dolor punzante que ambas partes preferían ignorar. —¿Qué carajos quieres a estas horas? —reaccionó Sofía con voz áspera, sin levantar la vista. En el otro lado, la voz de Andrés temblaba y vibraba con un miedo que no había escuchado en años. —Sofi… necesito que me saques de un puto lío... estoy hasta el cuello, y esta vez no es un problema que pueda comprar o esconder con plata. Un golpe seco se alojó en el pecho de Sofía. Sabía que la historia rara vez terminaba bien para Andrés cuando decía eso. —¿Otra vez? ¿Qué demonios hiciste ahora? —preguntó con dureza, tratando de ocultar la incertidumbre que comenzaba a arremolinarse en su interior. Andrés tragó saliva y, sin muchas ganas de disimular, soltó: —Me están armando un expediente criminal por un asunto con Salazar. Es un puto infierno, Sofía. Me quieren joder con cargos que no aguanto ni por asomo. Y no tengo dónde ir. Sofía se apoyó contra el respaldo de su silla, el humo del cigarrillo dibujaba círculos lentos a su alrededor mientras procesaba la noticia. Salazar. El enemigo público número uno en la ciudad. El hombre detrás de tantas pérdidas y madrugadas sin dormir para Damián y aquellos que se animaban a enfrentarlo. Y ahora Andrés estaba atrapado en su juego sucio. —¿Por qué carajos vienes a mí? —inquirió Sofía con la voz fría, una mezcla de angustia y rabia—. Meterte con Salazar es jugar en la puta liga de los condenados, y yo no soy tu seguridad ni tu salvavidas. Esto te jode y me jode a mí. —No hay otra opción —dijo Andrés—. Esta vez sí están dispuestos a quemarme vivo. Y si eso pasa, también me joden a ti, seguro. No quiero arrastrarte, pero no me queda puta salida. Sofía dejó el cigarro en el cenicero con un golpe seco, aplastándolo con el pie de la silla. El peso de la verdad se hundió en su pecho. No era sólo un asunto legal, era una guerra invisible que se extendía como una mancha tóxica y que empezaba a cercarlos a todos. —Muy bien. Yo te voy a sacar de esta mierda, pero te juro que se hace a mi manera —dijo con un filo que hacía temblar el aire—. Sigues mis instrucciones y no haces una sola mamada fuera de eso. Juegas limpio o te largas. —Lo que sea, Sofía. No puedo perderte ahora. Colgó primero, dejando a Sofía inmersa en el silencio pesado que sólo las malas noticias traen consigo. La oficina parecía cerrarse más aún, y con la luz tenue de la madrugada ahora se sentía como un calabozo. La abogada encendió otro cigarro y miró a través del ventanal. Afuera, la ciudad seguía su ritmo indiferente, ajena al infierno personal que se gestaba en un despacho oscuro. Pensó en Damián, en Roberto, en los fantasmas que corrían libres por la noche, y la mierda que se les venía encima a todos. Sabía que ahora el problema ya no era solo la batalla corporativa o la venganza. Esto era mucho más jodido. Esto era personal. Los siguientes días fueron un agujero n***o de llamadas, papeles, reuniones clandestinas y mensajeros que parecían sombras. Sofía no dormía, no se daba el lujo. Su experiencia la ponía una jugada adelante, pero cada paso se sentía como pisar un campo minado. Quienes quisieran ir contra Salazar no podían permitirse errores. Sus enemigos tenían colmillos afilados y garras largas, y no dudaban en destrozar vidas como si fueran fichas de dominó. Pero Sofía era dura, era de esa r**a que no se quiebra aunque el mundo se desmorone en pedazos. En la penumbra de su despacho, cuando los relojes pisaban las horas muertas, Sofía repasaba los documentos con un ojo de cirujana. La mierda venía en formas de contratos amañados, transferencias sospechosas y testimonios dudosos, todo diseñado para hundir a Andrés. —Esto es una mierda de manual —murmuró con rabia—. Lo arman para que ni la justicia se encargue de eso. La jugada que hacía Salazar era clara: usar la ley como un cuchillo letal, un arma para destrozar cualquier contrincante. Pero Sofía no había llegado a donde estaba sin aprender a jugar sucio también, sin prepararse para el barro que viene cuando el poder se enfrenta con la ley. Por momentos, sentía la presión apretar como una estrangulación. Ella no solo defendía a su hermano, estaba defendiendo todo lo que quedaba de su familia, de su propia dignidad. Y si caían, lo harían con un estrépito que dejaría escombros para todos. Una noche, mientras cerraba el expediente, el teléfono volvió a vibrar. Era un mensaje encriptado. Lo abrió con cautela. "Salazar mueve piezas. Se esperan ataques legales y más filtraciones. Cuida tu espalda." Un escalofrío la recorrió. Estaba claro: esta guerra no tenía cuartel. Sofía sabía que si daban un paso en falso, el abismo estaba a un suspiro. El contacto con Damián estaba al filo. Sabía que él también se encontraba en la misma tormenta, enfurecido, consumido por una venganza que amenazaba con devorarlos a todos. Pero también sabía que debía mantener la cabeza fría. Una noche, Sofía recibió a un mensajero encapuchado. En sus manos entregó un sobre con documentos y una sola palabra: "filtraciones". En el interior había pruebas de traiciones internas dentro de Vértice Global, y nombres de quienes ya caminaban al borde del lado oscuro, dispuestos a vender a Damián si el precio era el correcto. —Malditos hijos de puta —susurró Sofía, con el ceño fruncido—. No solo enfrentamos a Salazar, sino a la podredumbre que apesta por dentro. Sabía que, más que nunca, su papel era fundamental. No solo la abogada en la penumbra, sino la que debía impedir que esta cadena de traiciones los hundiera. —No cagaremos esta vez —dijo, apretando los puños—. No voy a dejar que me arrebaten más. Durante días, Sofía lideró maniobras legales con la precisión de un cirujano, mientras Andrés se mantenía a la sombra, siguiendo sus órdenes al pie de la letra. Retiró a abogados corruptos, interceptó filtraciones, y encontró respaldo en contactos que parecían salidos de un puto refugio clandestino. Cada reunión era una batalla, cada argumento una lucha por mantener la cabeza fuera del agua. Cuando el sistema parecía inclinarse para favorecer a Salazar y sus matones, ella contrarrestaba con golpes quirúrgicos, con leyes, con testigos que hablaban en susurros y documentos que explotaban en la cara de sus enemigos. Pero la carga era pesada y, aun así, Sofía no se quebraba. Sabía que en este infierno, la damnificada podía ser cualquiera, y que la línea que separaba la abogada del saco de huesos era delgada y frágil.
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