La noche caía densa en la ciudad, con sus luces luchando por perforar la negrura que se había instalado definitivamente sobre Vértice. En un bar discreto, perdido entre callejones mugrosos y paredes llenas de graffiti, Sofía mordía lentamente el borde de su vaso mientras esperaba a su contacto. La tensión en su pecho era un nudo apretado, una mezcla de rabia, cansancio y una pizca de esperanza que no podía permitirse del todo. La puerta se abrió de golpe y un tipo con mirada de lobo viejo entró arrastrando un maletín y un humo de cigarro que anunciaba que no venía solo a cotorrear. Sofía lo reconoció al instante: era uno de los pocos cabrones que le había hecho la vida imposible a Fernando y que ahora, sorprendentemente, buscaba hablar con ella. —Sofía —dijo con voz áspera, como un raspó

