La madrugada golpeaba fuerte contra las ventanas de la sala de servidores en Vértice. Roberto sudaba frío frente a las decenas de pantallas, cada una vomitando líneas de código que escupían fuego digital. Las alertas no paraban de sonar, pero él mantenía la mirada clavada en la consola principal, la adrenalina bombeándole como si alguien le estuviera dando una reventada en el pecho con un martillo oxidado. —¡Vamos, carajo! —murmuró, apretando los dientes y tecleando con furia. Era un caos de mierda absoluta. El ataque que había explotado apenas unas horas atrás no era una embestida común; era un puto bombardeo coordinado para derribar a Vértice, ni más ni menos que un atentado digital diseñado para volarles la mierda en la cara. Roberto sabía que si no lo frenaba, todo el jodido trabajo

