Roberto apareció en la puerta del despacho de Damián justo cuando el reloj marcaba las cuatro de la mañana. La oficina estaba iluminada apenas por la pantalla de la computadora, sobre la que Damián machacaba teclas con la furia de un animal herido. En la mesa, vasos vacíos, colillas y una atmosfera de electricidad estática impregnaban el aire.
—¿No piensas dormir nunca, cabrón? —preguntó Roberto, la voz más áspera que de costumbre.
Damián ni se giró. Mantenía la vista fija al monitor, descifrando balances, cadenas de correos robados, diagramas y amenazas disfrazadas de contratos. Cada número era un cuchillo, cada email un recordatorio del enemigo que debía aplastar.
—Tengo una puta guerra entre manos, ¿y quieres que duerma? —espetó, repitiendo una fórmula que ya era costumbre.
Roberto entró sin pedir permiso y cerró la puerta con un portazo. Caminó por la sala, deteniéndose frente a la ventana, donde el amanecer apenas se insinuaba entre las torres oscuras de la ciudad. La silueta de Damián era la de un general sitiado por los fantasmas.
—No eres un puto robot, Damián —soltó Roberto, sin mirarlo—. Esto, tarde o temprano, te va a romper. O te vas a romper tú solo.
—¿Y qué putas esperas que haga? —escupió Damián, girándose de golpe—. Lo que me queda es esto. Salazar me lo quitó todo. Familia. Dignidad. ¿Quieres que lo deje así, que me trague la mierda y siga sonriendo como un cobarde?
La rabia en su voz era como una tempestad lista para barrer todo a su paso. Roberto avanzó hacia él, plantándose frente a la mesa. Se apoyó con los nudillos y lo fulminó con la mirada.
—Yo no digo que te tragues nada, pero esto te está comiendo, cabrón. Tienes ojeras de muerto, huele a whisky y rabia aquí dentro. ¿Crees que controlas la tormenta, pero la tormenta ya te está tragando a ti?
Damián soltó una carcajada seca, sin alegría.
—¿Te asusta que me vuelva un monstruo, Roberto? Demasiado tarde para esa mierda. Nadie gana limpio en esta ciudad.
—No me jodas. No es por miedo, es por todo lo que hemos hecho, por todo lo que podemos perder. Mírate, cabrón —Roberto señaló el reflejo en el ventanal, el hombre demacrado, casi un animal acorralado repelía la luz—. Esto no es solo tu cruzada. Nos estás arrastrando a todos. No eres el único con cicatrices.
El silencio mordía. Afuera, el tráfico comenzaba a zumbar como una promesa de desastre. Roberto bajó el tono, pero la dureza permanecía:
—Dices que buscas justicia, pero cada día estás más cerca de convertirte en el mismo hijo de puta que juraste destruir. ¿O ya olvidaste por qué empezaste esta puta guerra?
Damián respiró hondo, tan fuerte como para que le doliera el pecho. Por un segundo vaciló, como si la vieja culpa intentara abrirse paso entre la fiebre de venganza.
—No estoy pidiendo que me entiendas. Estoy pidiendo que aguantes. Necesito saber que no vas a correr si hay que ensuciarse hasta el cuello.
Roberto apretó los dientes, conteniendo ganas de gritar o de reventarle un puñetazo.
—Claro que no voy a correr. Pero te juro, hermano, si sigues así te vas a quedar hundido en tu propia mierda y entonces a ver quién nos saca del fondo del pozo. Salazar ya se llevó mucho, no le vamos a regalar tu puta alma.
Un teléfono vibró con furia en la mesa. Damián lo miró —un mensaje encriptado: “Movimiento en el consejo. Prepárate. Hay filtraciones”. La presión subía como una olla a punto de estallar.
Damián golpeó la mesa con el puño, salpicando café frío.
—¿Ves? Nunca se detienen. Los cabrones siempre están acechando.
—Y así va a ser hasta que lo soluciones o te mates en el intento. Pero piensa, Damián, ¿vale la pena sacrificarte tú y a todos por este infierno? ¿Dónde está el límite, carajo?
El silencio era ahora una bestia que apretaba el aire.
Damián recogió su saco. Con pasos lentos atravesó la sala, se puso cara a cara con Roberto.
—No hay puto límite cuando ganas es todo lo que queda —murmuró, con los ojos encendidos.
—Pues más te vale ganar. Porque si no, esa obsesión te va a enterrar a ti y a quien esté dentro del radio de explosión —Roberto dejó la advertencia flotando como un veneno.
Pero Damián ya había cerrado la puerta tras de sí.
**
Horas después, la rutina volvía a devorar a la ciudad. Nadie fuera de ese despacho sospechaba de la batalla silenciosa, ni de la guerra soterrada en cada correo y cada llamada. El equipo trabajaba desde trincheras de asfalto, oscilando entre el martillo de la convicción y el miedo a caer en la tumba corporativa que ya sentían cavando bajo los pies.
Roberto se quedó un largo rato sentado, mirando el móvil, viendo el nombre de Damián una y otra vez en la pantalla sin tener el valor de marcarle. Afuera, los primeros rayos de sol pintaron la oficina de una claridad estridente, casi insultante.
Sabía que cuando un hombre decide quemar todos sus puentes, no hay advertencia ni amistad que pueda salvarlo de lo que viene. Pero dentro de él también ardía la rabia, la lealtad y el presentimiento brutal de que esta guerra no solo decidiría el futuro empresarial de la ciudad, sino el alma de todos los que estaban al lado de Damián Castillo.
El amanecer ya colaba su luz entre los persianas cuando Roberto volvió a abandonar el despacho, esta vez con los bolsillos más pesados de preocupación.
Caminó por los pasillos vacíos como un espectro, mientras su mente no cesaba de darle vueltas a las palabras que había dejado flotando junto a la puerta cerrada. La guerra que Damián había desatado no era una simple batalla de poder, era un incendio que podía devorarlos a todos, y aun así veía con claridad la luz obsesiva en los ojos de su amigo.
Roberto sabía que aquella era una guerra de vida o muerte. No solo una batalla entre empresarios, sino el choque brutal entre dos hombres dispuestos a destrozarse sin importar lo que quede en el camino. Pero lo que más le dolía —y le quitaba el sueño— era ver a Damián desnudarse ante esa sed insaciable de venganza, como si no quedara nada más allá del odio que consumía su alma.