Salazar no era un hijo de puta cualquiera. Era el lobo viejo, el que ya había olido sangre y sabía dónde buscar más. Cuando le llegó la noticia del primer asalto de Damián, no se sorprendió, ni se cagó de miedo. Al contrario, se le dibujó una sonrisa macabra en la cara. Que el pendejo creyera que podía mover el mercado así de fácil era la muestra de cuán jodidamente ingenuo estaba. Se levantó detrás de su escritorio, con las manos apoyadas en la madera barnizada, y clavó la mirada en la ciudad que nunca dormía, como si estuviera planeando su próxima putada. —¿Creen que con comprar unas miserables acciones van a sacarme de esta mierda? —Gruñó para sí—. Vamos a darle vuelta a este juego. Que Damián y sus cabrones sepan quién manda de verdad. Mandó llamar a sus más fieles sicarios de la fi

