La mañana llegó como una bofetada fría y la oficina de Vértice olía a nerviosismo. El café estaba clavado en mil tazas vacías, pero el silencio entre ellos cargaba más que cualquier ruido maldito: había una sospecha que crecía y corría como virus entre quienes intentaban mantener el equilibrio del puto tablero en este infierno de mierda.
Fernando no podía hacerse el boludo más tiempo. Había algo podrido en toda esa alianza que Sofía y Damián estaban formando con Clara, y su instinto de viejo lobo olfateaba el peligro como un perro marcando la nueva jodida ruta de ataque.
Sentado al borde de su silla, con la mirada fija en la pantalla y el ceño fruncido por primera vez en semanas, Fernando encendió un cigarrillo con manos que temblaban apenas, no por miedo, sino por la rabia contenida.
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