Capítulo 2: Fantasmas del pasado

1180 Words
Damián Castillo despertó abruptamente, la respiración agitada, el cuerpo empapado en sudor frío. La habitación oscura parecía pesarle más que nunca, como si las sombras que la habitaban quisieran aplastarlo. Por un instante se quedó inmóvil, tratando de discernir la línea difusa entre el sueño y la realidad, pero la pesadilla apenas había terminado y ya comenzaba a invadir sus pensamientos. Esa maldita escena no se borraba de su mente: una sala de juntas, luces crudas y frías, y la mirada de Fernando Salazar clavada en él, una traición en su sonrisa y en el apretón de manos que acababa con el imperio de su vida. La sensación de haber caído en una trampa, de que lo habían pisoteado cuando más confiaba, ardía como un fuego bárbaro que no se apagaba con el tiempo, sino que crecía. —Maldita sea, Salazar —maldijo entre dientes, alzando el puño que golpeó la madera de la mesita de noche—. Te juro que voy a hacer que cada puto segundo de aquella traición te cueste caro. La tarde anterior, la tensión de la reunión estratégica aún latía en sus venas, pero era el peso de ese recuerdo reavivado lo que le pesaba en el alma. Una mezcla tremenda de rabia y tristeza que lo empujaba a actuar con una furia incontrolable, una furia que a veces desplazaba la razón. En la oscuridad, el reloj avanzaba con su tic-tac implacable. El silencio solo era roto por el eco de sus propios pensamientos y el ruido distante de la ciudad, que empezaba a despertar, indiferente al huracán que se cocinaba en su interior. Damián se levantó y caminó hacia la ventana, mirando las calles aún semivacías, pero sintiendo que bajo ese asfalto y esos edificios se libraba una batalla mucho más cruenta que la visible. A su lado apareció Roberto, silencioso como siempre, con la mirada preocupada pero también firme. —Nadie dijo que sería fácil, hermano —susurró Roberto—. Esos fantasmas te joden, sí, pero hay que usarlos como gasolina, no como lastre. Damián giró con los ojos marcados por la falta de sueño y le respondió con un gruñido frío: —La puta que los parió, Roberto. Cada vez que cierro los ojos, vuelvo a ver a Salazar sonriendo mientras me pateaba en la mierda. Es la misma historia que me repito todas las putas noches. Si no me vuelvo loco antes, será por puro aguante. Roberto apoyó una mano en el hombro de su amigo, pero no dijo más. Sabía que el camino de Damián era un filo de navaja entre la cordura y la autodestrucción, y que ninguna palabra podía salvarlo, solo acompañarlo. Esa mañana, mientras atravesaban el despacho rumbo a la sala principal, Damián sentía que cada paso era una lucha contra esos recuerdos que querían devorar su mente. Pero también sabía que la única forma de silenciarlos sería con el ruido sordo del poder, aplastando a quien lo traicionó, arrancándole la corona del castillo que alguna vez lo destruyó. Al llegar al ascensor, Damián encaró a Roberto: —¿Te acuerdas cuando Salazar me presentó como su pupilo? El día que creí que él iba a ser el viejo que me cuidaría, el que me guiaría… puta mierda, me metió la daga por la espalda. Me hundió hasta lo más hondo sin compasión. Roberto asintió con dureza. —Y por eso estamos acá, para joderle el juego. Pero no hay que perder la cabeza, hay que ser más cabrones que él, no solo más rabiosos. El ascensor se cerró y el reflejo en el espejo mostraba a un hombre que, pese a sus casi cuarenta años, parecía clavado en una pelea constante con su propia sombra, con el hombre que fue y el que tenía que ser. La mañana siguió exigiendo a Damián. La planificación avanzaba, pero el cansancio mental afectaba su juicio. En un momento dado, la figura de Clara Romero apareció en la sala. Ella, con su mirada fría y calculadora, era el antagonista perfecto para cualquier hombre razonable; para Damián, era un eco más en la guerra que se avecinaba, una rival que reflejaba el juego brutal que Fernando se había preparado para defenderse. Clara no perdió tiempo. Su primera frase fue un escalpelo para la moral: —No eres el primero que llega con odio en los ojos y termina enterrado en su propia mierda. Damián la miró sin parpadear. —Y tampoco seré el último en dejar a Salazar sin trono —sentenció—. Esta guerra termina cuando yo decida. Ella sonrió, sin alegría, porque en ese tablero de mentiras y medias verdades, la verdad era que ambos eran peligrosos y eran lo mejor que tenían sus respectivos bandos. Esa noche, cuando los demás se retiran a sus hogares, Damián se quedó solo en la oficina. La ciudad iluminada a sus pies era distante, opaca. Él era un hombre consumido por la venganza, por el recuerdo de un padre falso que lo destruyó sin piedad. Pero también era un hombre con una mente afilada, decidido a matar en cada jugada a quien le arrebató todo. Mientras miraba la ventana, la voz interior le susurraba que el precio de su obsesión podía ser su propia alma, pero el deseo de victoria era más fuerte. Porque si no ganaba él esta batalla, estaba condenado a perderse para siempre entre los fantasmas de su pasado. Y con ese pensamiento, Damián Castillo decidió que no habría vuelta atrás. Que esa guerra apenas comenzaba, y que él sería el que detuviera el reloj con su propia mano, aunque tuviera que romperse en el intento. La oscuridad de la noche parecía envolver el edificio en un manto que reflejaba el caos interno de Damián. Aquel silencio abrumador no era tranquilidad, sino el preludio de una tormenta que se avecinaba. Mientras sus dedos tamborileaban sobre el escritorio, la imagen de Fernando aparecía una y otra vez, con esa sonrisa implacable que lo había dejado en la ruina años atrás. Sabía que la venganza no sería limpia ni sencilla. La guerra que tenía por delante no permitiría margen para errores, y cada paso equivocado podría enterrarlo en su propia mierda, tal como Clara había advertido con frialdad implacable. Pero para Damián, renunciar no era una opción. La sombra de Salazar era demasiado grande, y su propia alma ardía con la necesidad de hacer pagar aquella traición. Miró por última vez la ciudad iluminada, consciente de que a partir de ese momento se convertía en un enemigo implacable no solo para su mentor, sino para sí mismo. La obsesión lo llamaba con un susurro oscuro, prometiéndole gloria si lograba dominar el tablero, pero también la amenaza constante de perderlo todo. Con esa mezcla de furia y determinación, Damián se levantó y apagó las luces de la oficina. Afuera, el mundo continuaba sin saber que en esa torre, un hombre estaba dispuesto a quemar sus últimos puentes para recuperar lo que una vez fue suyo. Y en esa noche negra, solo una certeza lo guiaba: no había vuelta atrás.
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