El puto reloj de pared pareció berrinchar con un tic-tac más fuerte esa mañana en la oficina donde Sofía esperaba, fumando un cigarrillo que se prendió más por nervio que por gusto. Afuera, la ciudad seguía su ritmo extraño, esos sonidos jodidamente caóticos que poco tenían que ver con el silencio de la guerra que llevaban adentro. Esa calma antes de la tormenta no iba a durar mucho más, Sofía lo sentía en cada músculo, en cada maldita pulsación de su corazón. Damián apareció con la cara llena de sombra y unos ojos que parecían querer decir mil cosas, pero que callaban como un puto cementerio. Llevaba una carpeta gruesa de documentos que olían a tinta fresca y a la mierda burocrática que les complicaba todo. Sabía que ese papel era más peligroso que cualquier balazo; acá, una firma

