El reloj sonó como un maldito recordatorio de que no había tiempo que perder. Roberto llevaba horas frente a los monitores, los ojos rojos, la espalda hecha mierda, pero la concentración era de un puto soldado en zona de guerra. Desde que habían recibido los documentos de Lucas, la presión no hizo más que crecer. Salazar y su banda no estaban dispuestos a quedarse de brazos cruzados y ellos lo sabían de sobra.
Roberto comenzó a notar algo raro en el sistema: bits y bytes que se movían en un puto patrón extraño, conexiones simultáneas que no tenían nada que hacer ahí, accesos que debían estar bloqueados. Era el típico olor a traición digital, a alguien que estaba con la mierda colgada al viento y que no dejaba de escarbar en la mierda para encontrar datos.
—No puede ser… —masculló, con la
