El sol aún no salía en Milán cuando José Piacheli, el mayordomo leal de la familia Montenegro desde hacía más de dos décadas, cruzó el umbral de la mansión. Notó algo extraño al instante. Las luces de la sala estaban encendidas, y el aroma a vino mezclado con pólvora aún flotaba en el aire, como una advertencia invisible. —¿Señorita Karina? —llamó con cautela. No obtuvo respuesta. Avanzó con pasos temblorosos hasta el salón principal. Y allí, la vio. El cuerpo de Karina yacía inerte sobre la alfombra de mármol blanco, el vestido empapado en sangre y el rostro congelado en una mueca de sorpresa. La copa de vino rota a un lado. Silencio. Muerte. José retrocedió, ahogando un grito. —¡Dios Santo! Sacó su teléfono con manos temblorosas. Solo había un número que podía marcar. El de Luca.

