Capítulo 2. Me das lástima

1600 Words
Lucía sigue a Felicity hasta el auto estacionado justo frente a la capilla. Un chofer con guantes y uniforme impecable abre la puerta trasera y espera sin decir palabra. —Adelante, señora Corvinus —indica Felicity, con su tono medido, casi impersonal. Lucía obedece. Se sienta en silencio. Felicity entra después y cierra la puerta con un clic firme. El auto arranca sin demora. Nadie habla durante el trayecto. El paisaje va cambiando: primero las calles tranquilas de la ciudad, luego los caminos rodeados de árboles, cada vez más oscuros, más cerrados. Lucía no pregunta a dónde van; no lo necesita. Sabe muy bien cuál es el destino. La mansión Corvinus. Había escuchado hablar de ella incluso cuando vivía en el pueblo. Un lugar enorme, apartado, donde solo unos pocos tienen permiso para entrar. Nadie del exterior ha visto al dueño desde hace años, salvo su asistente, su médico personal y algunos de los guardias más leales. Y ahora ella también será parte de ese pequeño círculo. La esposa invisible del monstruo. Aprieta el puño hasta que sus uñas se clavan en su palma. No siente dolor. Solo cansancio. Casi una hora después, el auto se detiene frente a una reja de hierro forjado. Dos guardias la abren y el vehículo avanza por un camino de piedra que parece interminable. Cuando al fin la casa aparece ante sus ojos, Lucía contiene la respiración. La mansión es inmensa, elegante y sombría a la vez. Las luces de la fachada iluminan columnas de mármol y ventanales altos. Es demasiado para un hombre que vive solo. Demasiado para cualquiera. El chofer se adelanta a abrir la puerta. Felicity desciende primero, luego le ofrece la mano a Lucía. —Por aquí, señora —dice con la misma calma que ha tenido desde que la conoció. Suben los escalones de piedra y atraviesan la entrada principal. El interior la abruma: techos altos, cuadros antiguos, una alfombra tan gruesa que apenas se escuchan sus pasos. Felicity la presenta brevemente a los empleados que esperan en fila, todos con expresión neutral y movimientos medidos. —Ellos atenderán cualquier cosa que necesite —dice la asistente, sin detenerse demasiado. Lucía asiente. No sabe qué decir. No conoce a nadie, no entiende cómo funciona ese mundo donde el silencio parece la norma. Llegan al pie de una escalera ancha, flanqueada por un ascensor de cristal. Felicity nota cómo Lucía observa el elevador. —El señor Alexander puede caminar —explica, sin que ella haya preguntado—, pero cuando su salud se debilita, prefiere usar la silla. Por precaución. Lucía asiente otra vez, aunque no sabe si creerle. Hay algo en la forma en que lo dice, una frialdad que no deja espacio a la curiosidad. Suben al segundo piso. El corredor es amplio, con paredes color marfil y cuadros de paisajes antiguos. Todo luce impecable, demasiado ordenado. —La habitación del señor Alexander es esta —dice Felicity, señalando una puerta doble al final del pasillo—. Y esta será la suya. —Indica la puerta justo enfrente. Lucía se queda mirando los pomos dorados, relucientes. Tienen el mismo brillo que los barrotes de una jaula de oro. —Todas sus pertenencias ya fueron trasladadas. Pero el señor pidió que entre a su habitación apenas llegue —añade Felicity. Lucía se sorprende. —¿Él ya está aquí? —Por supuesto. Llegó antes que nosotras. No pregunta más. Nada tiene sentido, pero empieza a entender que en esta casa las cosas suceden bajo reglas que poco a poco necesitará comprender. Felicity abre la puerta de la habitación del señor Corvinus. —Puede acomodarse. Enseguida él la llamará. Lucía entra, y antes de que pueda responder, la asistente se retira, cerrando la puerta detrás de ella. La habitación es enorme, más parecida a un apartamento que a un dormitorio. Hay una sala de estar amplia, una chimenea encendida y dos puertas más que conducen, tal vez, al dormitorio y al baño. El silencio es absoluto. Lucía se sienta en el sofá, con el cuerpo pesado, la cabeza llena de pensamientos que se cruzan sin orden. Trata de no pensar en su padre, ni en Oliver, ni en la ceremonia tan absurda que acaba de suceder. Pero las imágenes la persiguen: la máscara roja de su esposo, los ojos detrás de ella, la voz grave diciendo “Acepto”. No sabe cuánto tiempo pasa. Quizás una hora, quizás más. El cansancio la vence y, sin darse cuenta, se queda dormida. Un sonido la despierta. El crujido de una puerta al abrirse. Se incorpora de golpe, desorientada. La luz del fuego tiembla, proyectando sombras en las paredes. Sus ojos se ajustan poco a poco, hasta que lo ve. Un hombre está de pie frente a ella. No lleva máscara. Lucía se queda inmóvil frente al desconocido. El sonido de la puerta aún resuena en la habitación, y por un instante cree que está soñando. El hombre frente a ella no puede ser Alexander. No lleva máscara, no está en silla de ruedas y no parece enfermo. Viste una camisa blanca, arremangada hasta los codos, con los primeros botones desabrochados. Es alto, de complexión fuerte, y tiene un rostro que resulta casi imposible de ignorar: atractivo, seguro, con una expresión tranquila que contrasta con la tensión que ella siente. En una mano sostiene una pequeña maleta de médico; en la otra, un estetoscopio cuelga descuidadamente. —Así que tú eres la novia —dice el hombre, con una sonrisa apenas dibujada. Lucía lo mira, confundida. —¿Y tú quién eres? —pregunta con un hilo de voz, aunque ya imagina la respuesta. Él tarda unos segundos en responder, observándola con un interés que la incomoda. —Mi nombre es Adrián Vale —responde al fin—. Soy el médico personal y amigo de Alexander. Mucho gusto, Lucía. El tono en que pronuncia su nombre tiene algo extraño, como si lo saboreara. Da un paso hacia ella, intencionalmente. Lucía retrocede. No le gusta la forma en que la mira, tan de cerca, tan directo, como si intentara descifrarla. —Me temo que Alexander no podrá recibirte esta noche —añade, con una sonrisa de lado que parece disfrutar—. Mucho menos cumplir su papel de marido en la noche de bodas. Lucía siente un leve temblor en el estómago. No sabe si es por el comentario o por la forma en que él lo dice. —¿Qué quiere decir con eso? —pregunta, tratando de mantener la voz firme. Adrián inclina la cabeza, casi divertido. —Solo digo que es una lástima. Una mujer joven, casándose con un hombre como él... —Sus palabras caen despacio, con un tono casi burlón—. ¿Te das cuenta de que acabas de arruinar tu vida? Lucía lo mira con una mezcla de sorpresa e indignación. —Eso no es asunto suyo. Él ríe bajo, sin perder la compostura. —¿No hay más hombres que quisieran casarse contigo? —insiste—. ¿O solo te interesan su dinero y el poder que viene con el apellido Corvinus? Las palabras la golpean como bofetadas. —Dices que eres su amigo —responde Lucía, conteniéndose—. Si es cierto, no entiendo cómo puedes hablar así de él… y de su esposa. Los tratos que tengamos, los motivos, solo nos conciernen a nosotros. Adrián la observa un instante en silencio, evaluándola. Luego se pasa una mano por el mentón con un gesto relajado. —Entonces tengo razón —dice, con un dejo de burla—. Te casaste por dinero y por poder. Me das lástima. El tono despreocupado, casi divertido, le enciende la sangre. Lucía siente cómo el calor sube por su cuello hasta sus mejillas. Está furiosa, pero se obliga a mantener la calma. Su respiración se acelera y sus manos se crispan a los costados del vestido. Adrián parece disfrutar de su reacción. Su sonrisa se curva con una mezcla de desprecio y curiosidad. —Aunque debo admitir algo —añade con suavidad—. No esperaba que fueras así. Felicity dijo que eras una muchacha tosca, sin modales. Pero resulta que incluso tu rabia te sienta bien. Lucía parpadea, sin saber si ha escuchado bien. Él continúa, sin darle tiempo de responder: —Tienes ese tipo de belleza que no depende de vestidos ni joyas. Aunque, claro, eso no te servirá mucho aquí. Ella aprieta los dientes. Adrián sonríe con satisfacción, como si hubiera conseguido exactamente lo que quería. —Espero que su falso matrimonio te dure, al menos unos meses —dice, mientras guarda su estetoscopio en la maleta—. Así podrás saborear los placeres del buen vivir. Algo que no tuviste en el pueblucho donde creciste. Lucía siente el golpe de la palabra pueblucho. Quiere gritarle, decirle quién es en realidad, recordarle que no necesita de nadie. Pero se contiene. Si algo aprendió en la vida es que el silencio a veces puede servir más que cualquier respuesta. Adrián la mira una última vez, sus ojos brillando con algo que ella no logra descifrar. Luego toma la maleta y se dirige hacia la puerta. —Buenas noches, señora Corvinus —dice antes de salir, con una ligera inclinación. La puerta se cierra. Lucía queda sola, respirando con dificultad. Siente un nudo en la garganta y una furia fría creciendo en su pecho. No sabe por qué, pero algo en ese hombre le deja una sensación amarga. Hay algo más detrás de su sonrisa. Algo que no logra entender todavía. ﹏﹏﹏﹏﹏﹏﹏﹏﹏ 🎭 ﹏﹏﹏﹏﹏﹏﹏﹏﹏
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