Capítulo 1. La esposa del Monstruo
Una vez me enamoré de un monstruo.
No me persiguió… fui yo quien caminó hacia él, quien le ofreció mi corazón sin pedir nada a cambio.
Y mientras le daba cada pedazo de mí, él bebía de mi alma hasta dejarla vacía.
Aun así, me quedé.
Porque a veces, el amor no nace para salvarnos… sino para consumirnos lentamente.
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Las puertas de la capilla se abren con un chirrido que rompe el silencio. Lucía se sobresalta un poco ante el movimiento repentino. El ramo de rosas rojas tiembla entre sus manos. Las flores pesan más de lo que deberían.
—Vamos, él te está esperando —dice su padre, con la voz tosca y apurada. No hay otra emoción en su voz, solo fastidio.
Le ofrece el codo, y ella lo toma con la sumisión que aprendió a fingir desde que volvió a la familia Montclair. Camina despacio, sin levantar mucho la vista.
El sonido de sus tacones contra el suelo de mármol resuena en el lugar vacío. El vestido es bonito, pero ajeno. Blanco, sin mangas, con un escote discreto en forma de corazón que deja ver todas sus pecas sobre los hombros. Ella no lo eligió. Nadie le preguntó qué quería. Solo se lo entregaron esta mañana, junto con un velo sencillo y un anillo en una caja.
La capilla está casi vacía. En los bancos hay muy pocos invitados, y aun así el aire pesa, como si cada mirada llevara un juicio distinto. Reconoce a los familiares del novio en el lado derecho: el anciano patriarca Magnus Corvinus, de gesto pétreo; un hombre y una mujer de mediana edad que deben ser los tíos; y un joven delgado con un brillo arrogante en los ojos, que no disimula el desprecio.
Del lado de los Montclair solo está Oliver, su hermano, de pie junto a una mujer que Lucía nunca ha visto. Debe ser la asistente del novio, Felicity Royce, esa de la que todos hablan en voz baja.
Lucía siente el nudo en la garganta crecer. No debería temblar, pero lo hace. Cada paso la acerca al altar y la aleja un poco más de sí misma.
En la mañana todavía pensaba que podría escapar. Recuerda con claridad la escena: su padre entrando en su habitación sin golpear, dejando una caja sobre la cama. Dentro, el vestido.
—Te casas esta noche —dijo él, sin mirarla siquiera.
Lucía no respondió. No tuvo tiempo. Edmond Montclair ya se daba la vuelta, cerrando la puerta tras de sí como si todo estuviera decidido desde siempre. Y lo estaba. En esa casa, nada era una elección.
Desde que la trajeron de vuelta del pueblo, entendió su papel. No la habían recuperado por cariño, sino por necesidad. Una hija perdida convertida en moneda de cambio. Su misión era clara: obedecer, sonreír y servir.
Pero Lucía también sabía observar y jugar a su propio juego. Y aunque callaba, escuchaba más de lo que ellos imaginaban. Sabía que la empresa de su padre se sostenía con hilos, que Oliver había jugado mal sus cartas, que lo que estaban haciendo hoy era venderla, literalmente, a cambio de un rescate disfrazado de matrimonio.
No iba a negarse. No por miedo, sino porque, paradójicamente, este matrimonio podía ser su única salida. Casarse con Alexander Corvinus —el hombre al que todos llaman “el monstruo”— podría ser su prisión, pero también su forma de escapar de la de verdad. Todo iba a depender de cuánto sabía jugar… y ganar.
Cuando los pasos de Edmond se detienen, Lucía levanta la vista por primera vez. Y lo ve.
Alexander Corvinus. Su futuro esposo.
Está sentado en una silla de ruedas, vestido completamente de n***o. Guantes, traje, camisa, todo impecable. Y la máscara. Roja. Brillante. Cubriéndole todo el rostro, dejando visibles apenas los ojos tras las aberturas oscuras.
Lucía siente un escalofrío que le recorre la espalda. No porque él luzca terrible, sino porque no parece humano. Inmóvil. Silencioso. El aire a su alrededor es distinto, pesado, como si la habitación se adaptara a su presencia.
Dicen que sufre de una enfermedad terminal, que el fuego destruyó su rostro y casi todo su cuerpo, que vive aislado, rodeado de rumores. Pero nada de lo que ha escuchado coincide con lo que ve. A pesar de su aparente fragilidad, hay algo en él que impone. Como si el poder no necesitara gritar para hacerse sentir.
Los murmullos se disuelven cuando Lucía y su padre se detienen frente al altar. El sacerdote comienza a hablar, pero sus palabras suenan lejanas. Ella apenas escucha. Su mente está en otro lugar, tratando de comprender cómo ha llegado allí, frente a un hombre que no ha dicho una sola palabra, que ni siquiera la mira. O quizás sí lo hace.
Por un instante, siente su mirada fija sobre ella, atravesando la máscara. Le tiemblan las rodillas. No por miedo, exactamente, sino por una sensación nueva, difícil de nombrar.
El silencio se alarga. Edmond le da un pequeño empujón, y Lucía parpadea, dándose cuenta de que debe avanzar el último paso. Su padre la suelta y se retira. Ella queda sola frente a Alexander. El oficiante continúa, leyendo los votos. Las frases caen una tras otra, impersonales.
—¿Acepta usted, Lucía Montclair, a Alexander Corvinus como su legítimo esposo?
El tiempo se detiene. El corazón le late tan fuerte que cree que todos pueden escucharlo. Sabe que no hay vuelta atrás. Levanta la vista. La máscara roja brilla bajo la luz. Y en los ojos detrás de ella —esos ojos que apenas alcanza a distinguir— hay algo que no entiende: calma. O tal vez resignación.
Traga saliva.
—Sí, acepto.
La palabra sale baja, pero suficiente. El oficiante asiente. Continúa con los votos de él, pero Alexander no responde de inmediato. La pausa es tan larga que todos contienen la respiración. Entonces, con una voz profunda, serena y distante como de ultratumba, él pronuncia:
—Acepto.
La unión queda sellada con un intercambio simbólico de anillos. No hay beso. Ni sonrisas. Ni aplausos. Solo silencio.
Cuando el sacerdote da por concluida la ceremonia, Edmond y Oliver se estrechan la mano, satisfechos. Ella los observa de reojo, sintiendo una punzada de desprecio. Ni siquiera se despiden. Para ellos, ya cumplió su función.
Alexander permanece allí, estático. Felicity, la mujer que la acompañará a partir de ahora, se acerca.
—Señora Corvinus, por aquí —dice con voz neutra—. Un auto la llevará a la mansión Corvinus.
Lucía asiente. Da media vuelta, pero antes de salir, vuelve la mirada hacia él. La máscara sigue inmóvil, los ojos ocultos. Y aun así, por una fracción de segundo, jura que él también la observa. No sabe si lo imagina. No sabe si hay humanidad o amenaza en esa mirada. Solo sabe que algo está cambiando en su vida.
Mientras cruza las puertas, el ramo se le escapa de las manos. Las rosas rojas caen al suelo, rojas, deshechas.
Lucía no se detiene a recogerlas. Ya no le pertenece nada. Ni su nombre ni su destino. Ahora, solo es la esposa del “monstruo”.