-Parece que no estuvo muy a gusto. –apostilló Lady Stafford recuperando sus aires de grandeza.
-En realidad. –contestó, armándose de valor.- fue espléndido, aunque lo podría haber sido más sin el salón tan concurrido, seguro que usted me entiende. –se atrevió a decir impulsada por sabe quién el qué.
Su interlocutora se limitó a mirarla amenazadora, casi con fiereza, como si Margaret se estuviera adentrando en su territorio con la intención de arrebatarle lo que es suyo. ¿Es que nadie había plantado cara a esa mujer nunca?
La muchacha tampoco podía explicar a qué se debía su atrevimiento, sin duda su padre no la reconocería. ¿El cachito de libertad que se le ofreció ayer le había insuflado esa osadía? ¿Descaro, incluso?
Lady Berkshire, quien ya había soltado el brazo del conde, pidió una silla al mayordomo, que no tardó en traer y en ser ocupada por el hombre. George Berkley, con la mano sobre el hombro de la señorita Hamilton, le dirigió una mirada cargada de ponzoña, que pasó desapercibida por su destinatario, quien parecía enfrascado en la conversación que le brindaba la anfitriona.
Margaret no reparó en la aparente aversión de lord Ruttland hacia lord Norfolk.
-No lo vi ayer en la fiesta, y tengo entendido que mi señora madre lo invitó. –“por desgracia” le faltó decir.
A diferencia de él, su madre tenía una debilidad por el conde, al igual que la mayoría de mujeres que lo conocían. Echó un fugaz vistazo a la señorita Hamilton. Debería mantenerla alejada de ese bribón antes de que cayese rendida ante sus métodos de seducción de los que se jactaba en cualquier acto social, aunque eso sobrepasara los límites de la decencia y el decoro de cualquier caballero. Pero William Lowell no era ningún caballero.
Margaret se sintió paralizada esperando la respuesta del conde, intentando no enrojecer cuando alzó la mirada hacia él. Solo ella sabía lo que había ocurrido. ¡Pero no podía decirlo!
El malestar incrementó e intentó aplacarlo con unos cuantos sorbos de té, un gesto en vano, pues poco logró hacer. Observó a Norfolk sonreír socarronamente y enseguida sustituirlo por un semblante serio. Margaret se sintió confidente de un secreto, quizá solo ella, y a parte del conde evidentemente, sabía lo que había ocurrido. Y sintió, a su vez, que no estaría bien delatarlo, fueran cuales fueran las consecuencias que podía derivar de aquel acto.
-Vine tarde, eran más de las doce. Ya le dije a Lady Ruttland que mi abuela estaba terriblemente enferma y me quedé en su casa esperando el médico.
Cuando acabó de excusarse, inclinó la espalda en el respaldo de la silla y cruzó una pierna sobre la otra. Se mostró tan pleno de confianza que Margaret no pudo sino tenerle una envidia desmedida. ¿Cómo podía alguien parecer tan apaciguado contando mentiras? ¿Qué clase de persona se muestra impasible mintiendo sin ningún tipo de descaro a todo un grupo de gente que en teoría te aprecian?
-¿Cómo se encuentra ahora? –preguntó lady Northumber.
-Mucho mejor. No es nada por lo que hayamos que preocuparnos.
Margaret pareció verlo vacilar ante la última frase. Norfolk no era ninguna estatua de mármol, sin sentimientos, sin emociones, sin sensación de ningún tipo. Era humano, al fin y al cabo, aunque sus ojos azules rozaran, para ella, lo sobrenatural.
-No voy a quedarme mucho. –dijo entonces.- Me esperan dentro de una hora en el White’s.
-¿Para qué quiere ir usted a ese club? Está lleno de gente respetable.
George no dudó en desafiarlo. Bajo su mano notó como Margaret se tensaba. Todos los rostros estaban mirando ahora a lord Ruttland, exigiéndole una explicación. Margaret se encontraba desconcertada. Por lo que había dicho Grace, era de sobra conocida la reputación del conde, pero las reacciones de los presentes ante el comentario del marqués le hicieron pensar que en público nadie se atrevería a ultrajarlo. Ruttland, al parecer, no era de esa clase de opinión, y demostró tener una lengua viperina como lady Stafford.
-Entonces ¿por qué no está usted en él?
Berkley hizo como que no lo había oído.
-¿Sabe? No entiendo como el vizconde de Dunhaim y el duque de Wiltishire pueden presumir tanto de ser amigos suyos. –contraatacó el marqués, cada vez más enfurecido, ocultando su estado de ánimo tras una fachada de intranquila pasividad.
-Y yo no entiendo por qué le interesan tanto mis amigos. Pero ya que insiste, –se levantó de la silla, y empezó a pasear alrededor de los congregados -al igual que yo, ninguno de ellos vacila a la hora de poner a raya a individuos como usted que no tienen otra intención que la de manchar reputaciones con sus impertinentes comentarios. Aunque claro, soy el menos indicado para enseñarle modales, como todos ya deben saber, sin embargo, si tuviera a mi cargo una mujer tan bella como la que acompaña hoy, no estaría perdiendo el tiempo discutiendo con un tipo como yo, poniéndome en evidencia delante de ella. Si tiene intención de cortejarla, le aseguro que no lo está haciendo bien.
Incluso Will se había fijado en que la señorita –pues no llevaba ninguna alianza- que estaba sentada al lado de Lord Ruttland era realmente bonita. Aunque estuviera fuera de su alcance, pues desde que había entrado y le había echado un ojo había visto que era una joven inocente y virginal con sueños de un buen matrimonio y posiblemente con la ilusión de encontrar un hombre que la amara por encima de todo. Aún así, no estaba ciego, y se había deleitado con esa imagen tan dulce nada más entrar. Sus facciones rebosaban inocencia por doquier, pulcritud, incluso ingenuidad, de esa que endulza el rostro de las mujeres convirtiéndolas, aunque fuera solo aparentemente, en ángeles sin maldad. Por supuesto, la realidad podía ser otra muy distinta, y él mismo podía decir que había conocido una infinidad de mujeres y ninguna se parecía a la anterior en cuanto a carácter.
Escrutó con un interés poco normal en él, como el marqués la invitaba a pasear por el jardín tras ignorar su comentario. William se sintió tentado a ofrecerse a acompañarlos, y aunque le hubiera gustado ver la reacción de Ruttland, se limitó a observar la figura de la mujer mientras se levantaba y aceptaba el brazo del hombre.
Margaret siguió a George entre los senderos del jardín de lady Berkshire, aún impresionada por las palabras de Norfolk. Desde luego, lo había puesto en su lugar. Eso había sido como una batalla para ver quién era el mejor, y el conde la había ganado con clara diferencia. Puede que la peor reputación también le perteneciera, pero no sabría decir quién de los dos parecía ser más de fiar. Si había aceptado ir a dar una vuelta con él, era precisamente para dejarle saber lo que no había tenido valor de decirle ayer por la noche, que no le interesaba en absoluto lo que él pudiera ofrecerle, ni que tan solo fuera un simple cortejo.
El jardín no era tan extenso ni tan exótico como el de lady Ruttland, era más bien sencillo y coqueto, con setos perfectamente podados en el borde de los caminos empedrados formando radios, uniéndose en una pequeña plaza circular precedida por una fuente de piedra presidida por una sirena, ajena a todo lo que la rodeaba.
-He pensado en su propuesta. –comenzó ella, antes de que soltara cualquier otro discurso para convencerla. –Y le rogaría, por favor, que lo olvidara.
Quería continuar pero enseguida la interrumpió con ciertos aires de prepotencia. Margaret pensó que ese hombre sería mejor compañía para lady Stafford.
-No va a encontrar nada mejor, señorita Hamilton. No le ofrezco tan solo cortejarla, sino la oportunidad de ser mi esposa. Yo quiero un buen matrimonio, y su padre ya me ha contado que usted es responsable y será una perfecta madre.
Margaret retrocedió instintivamente, como el animal que percibe un depredador a pocos metros de distancia. No se podía creer lo que le estaba diciendo. Hablaba de casarse como un negocio rentable en el que solo debían sopesarse los pros y los contras. ¿Y eso de que no encontraría nada mejor? ¡Menudo caradura!
-¿Qué se ha creído usted? No soy ninguna pobretona que va mendigando un esposo por los rincones. ¡No necesito su caridad!
Comenzó a alejarse en dirección a la terraza, con la firme intención de salir de la casa y marcharse a toda prisa a cualquier sitio donde no pudiera encontrar a nadie con unas ideas tan pobres sobre algo tan sagrado como el matrimonio.
Por desgracia, lord Ruttland no tardó en alcanzarla y le agarró el brazo.
-¡Suélteme!
-¿Quiere hacer el favor de no gritar? Podrían oírla.
-¿Eso es lo que le preocupa? ¿Qué me oigan? Escúcheme, nunca voy a casarme con usted, en la vida. ¿Me oye? Así que aléjese de mí de ahora en adelante o le contaré todo esto a mi padre. –intentó zafarse de la mano que dolorosamente le apresaba la piel, pero George era más fuerte de lo que aparentaba bajo ese traje hecho a medida.
-¿Cómo sabe que su padre va a creerla? Seguro que le ha contado más de una vez todos esos pájaros que debe tener en la cabeza sobre el amor y las bodas de ensueño ¿no es así? Así que cuando vaya con el cuento de que yo le he ofrecido la posibilidad de convertirse en mi mujer por interés y que la trato, como usted dice, como una pobretona, va a creer que lo dice por todos esos sueños ridículos de encontrar un hombre que la ame por encima de todo. Si no yo, su padre le abrirá los ojos. No es usted ninguna niña, la mayoría de mujeres de su edad ya están prometidas o casadas. El tiempo corre en su contra.
-¡No hable de mi padre como si lo conociera! Ya le gustaría ser como él. No tengo nada más que decirle, y espero no volverlo a ver nunca más, aunque me temo que será imposible. Al menos, tenga la decencia de no dirigirme la palabra en los futuros encuentros que tengamos. Yo seré educada con usted, si usted lo es conmigo.
Ruttland la miraba sin creerse nada de lo que salía de su boca, hecho que la enfureció todavía más. Caminó, ahora libre, hacia la terraza, sintiéndose insultada sobremanera pero con la cabeza bien alta. Cuando estuvo otra vez al lado de la mesa, ocupó la silla que aún permanecía vacía ante la mirada expectante de algunos congregados.
-¿Ruttland ya os ha soltado alguna impertinencia? –después de encontrar el abanico en su bolso y empezar a sacudirlo, miró al emisor de la pregunta.
De qué manera Norfolk había dado en el clavo, pero no sabía si sería capaz de contestarle aguantándole esa cautivadora mirada de depredador que habría adquirido tras años y años de práctica. O quizá era natural, quizá en la naturaleza de Norfolk estaba esa especie de atracción que imantaba a quien quiera lo mirara. Tenía los ojos algo más claros, le parecía, que anoche, quizá porque la luz del sol incidía en ellos.
-Más bien un par. –no tuvo reparos en soltarlo. ¿Para qué ocultar lo mal que la había hecho sentir? Se arrepentía de no haberlo abofeteado allí mismo.
-¿Dónde está? –preguntó Lady Stafford.
-Por ahí viene. –volvió a intervenir él.- Antes de que pueda oírnos. –se levantó un poco de la silla para acercarse a la chica y hablarle en voz baja. -¿Es muy grave lo que le ha dicho?
-Lo suficiente como para que no quiera ni verlo.
Había podido sentir la colonia que llevaba el conde encima, y la embriagó de tal manera que por un momento olvidó lo sucedido segundos anteriores. Ni siquiera sabía como había podido contestarle.
No quería marcharse a casa, pues no haría otra cosa que darle vueltas a todo y de ello no sacaría nada productivo. Si debía enfrentarse a él volvería a hacerlo, aunque después su nombre circulara por las calles de Londres durante semanas por haber montado un escándalo en una de las reuniones de té de Lady Berkshire. No le importaba en absoluto.
Cuando George estuvo de nuevo junto a ellos, volvió a colocarse tras ella, poniendo de nuevo su mano en el hombro de Margaret, quién no tardó en apartarla rápidamente.
-¿No he sido lo suficientemente clara, lord Ruttland? -comenzaba a dar una menor importancia al protocolo y las leyes de la alta sociedad, si tenía que darle una lección de respeto a ese señor, lo haría.
-¿Sabe lo que acaba de decirme su acompañante? –dijo Norfolk antes de que Ruttland pudiera replicar al comentario de Margaret. Acomodándose en la silla dramáticamente, continuó- Que no quiere ni verlo. –acabó susurrando, gesticulando excesivamente.- Así que, como su oportunidad ya ha pasado, me toca a mí. –se levantó, y ante la atenta mirada de ella y los demás, la invitó a la ópera de esta noche.
Los segundos que precedieron a su intervención se hicieron eternos. Margaret observó la sonrisa endiablada de William, a quien probablemente no le importaba en absoluto su respuesta, sino tan solo enfurecer a Ruttland. Entre estupefacción y asombro, intentó contestar, sin tener absolutamente nada que decirle. ¿Ir? ¿No ir? Por desgracia, George Berkley había elegido por ella, quien se interpuso entre los dos, visiblemente ofendido, para el triunfo de Norfolk.
-No se lo permito. No va a llevarla a ningún sitio. –sentenció, como si tuviera todo el derecho a darle órdenes sobre ella. –El padre de la señorita Hamilton confía en mí para que no tenga que conocer a tipos como usted, Norfolk.
-Seguro que la señorita Hamilton puede decidir por sí misma. –ignoró por completo al hombre y desvió su atención hacia Margaret, quien agradeció un trato de igualdad por parte del conde. Por supuesto, no necesitaba nadie como lord Ruttland para planificar su vida.
¿En qué momento había aparecido semejante carabina en su vida? ¡Ni siquiera Grace se comportaba así con ella! Posiblemente fue por lo furiosa que estaba con él y quería darle un escarmiento, pues de vuelta a casa, en el carruaje de Berkley, se preguntó la razón por la que había aceptado la propuesta de William Lowell. Temía haber hecho un error catastróficamente grave. A la vez, sin embargo, se le alzaron las comisuras. Se sintió ganadora de las riendas de su propia vida.