Capítulo 9

2153 Words
Norfolk la miraba expectante, con las comisuras ligeramente levantadas en una media sonrisa. Sin duda, pensó Margaret, se estaba divirtiendo con la situación. Sus ojos celestes la escrutaban, de arriba a abajo, tan sorprendidos como cualquier hombre en su situación. Pero, a diferencia de cualquier hombre, no parecía contrariado por el hecho de que una muchacha casadera hubiera perseguido su carruaje en mitad de la calle. Tendría que haber sucedido un milagro para que la muchacha no viera su reputación comprometida tras aquello. ¿Qué acababa de hacer, por Dios? Su padre no iba a perdonarle jamás algo así; Grace probablemente nunca la volvería a mirar a la cara. Abrió la cortina para que el aire entrara, y se pegó a ella como si se tratara de un oasis encontrado después de haber estado horas caminando en medio de un desierto abrasador. No estaba en condiciones para responder de manera creíble esa pregunta. -No sé a qué se refiere. –dijo, haciéndose la sorprendida mientras se alisaba la arrugada falda. –Acabo de escaparme de mi casa. De lo último que debería preocuparse es el nombre por el que lo he llamado. –exigió, fatigada. Hacía mucho tiempo que no había hecho un ejercicio físico de tales medidas. Sin mirarlo, oyó una irritante risa por parte de él. -No intente evitar mi pregunta. –dijo, con cierta soberbia- Además, siempre puedo ordenar al cochero que vuelva a su casa, le pago yo. -Ni se le ocurra, no puedo volver, ahora mismo no. Mi padre me mataría. -¿Y qué le hace pensar que no va a matarla después? -era evidente que para Norfolk no era más que un entretenimiento para pasar el rato. ¡Menudo bribón! -¿Prefiere que me quede toda la noche en la calle? –preguntó, visiblemente alterada. -Por supuesto que no, y deje de evadirme. ¿Va a decirme por qué me ha llamado Will? ¿Sabe que solo mis amigos me llaman así? –pero entonces pareció dudar- Bueno, y alguna que otra mujer, digamos que amigas, también. Margaret supo a qué se refería. Esa mujer del jardín era una de ellas. Sintió como el corazón bombeaba la sangre a una velocidad de vértigo. ¿Qué le diría? Si no fuera porque aún llevaba parte de la adrenalina que había sentido al salir de casa, no hubiera dicho lo que estaba a punto de decir. -Una mujer lo llamó por este nombre en el jardín de lady Ruttland. –lo soltó de golpe y rápidamente, poniéndose rígida de repente. Esperó algo asustada su reacción. -¿Nos vio? -fue lo único que pronunció. Gracias a Dios que no se había enfadado. Ella asintió, ruborizada. ¿Con qué cara se le decía a un hombre que lo había visto besar a otra mujer escondidos en un jardín? ¿Y si la tomaba por una depravada? Will la miró intensamente, intentando descubrir sus secretos. Lo había visto mientras estaba con Evelyn en el invernadero. Entonces recordó haber oído algo, y después salir para comprobar si había alguien. Debió de esconderse bien. Fuera como fuera, esa joven le había guardado el secreto, pues si se lo hubiera dicho a su padre, y sabiendo la amistad que compartía con lady Ruttland, se lo habría contado a ella también, y cuando él fue a saludar a la tía de Evelyn no le comentó nada, y menos su hijo, Berkley, ese sí que la habría liado en medio de la fiesta. Pero ¿qué garantizaba que su secreto seguiría siéndolo? Vio sus mejillas teñidas por un intenso color rosado. A ella no le gustó para nada lo que vio, por eso se mantuvo callada, no para hacerle un favor. Al ser una chica inocente y virginal, ver aquello le supuso algo descabellado. Si ella supiera lo que él podía hacer… Alejó de golpe todo pensamiento libidinoso relacionado con ella. Debía recordarse constantemente que era más pura que la nieve que cae del cielo, es decir, un fruto prohibido. Y como prohibido, realmente apetecible. No podía negar la belleza discreta de la señorita Hamilton. Delicada, como los pétalos de las flores cubiertos del rocío de las mañanas, tan inocente como tentadora. -Debo agradecerle que no dijera nada a la marquesa. –le dijo, honestamente.- Supongo que Berkley le habrá informado acerca de mi reputación, y no me arrepiento de ella, pero esa no fue una de mis mejores noches, bebí demasiado. –admitió. Margaret se preguntó por qué le contaba todo aquello. Él no tenía por qué darle explicaciones. -No se preocupe, milord. Su vida privada no es de mi incumbencia. –contestó. Un incómodo silencio, al menos por parte de ella, se apoderó del pequeño espacio. Una punzada de culpabilidad le atravesó el pecho. Su padre debía estar desesperado en estos momentos, y Grace a punto de darle un infarto. ¿Se arrepentía? ¿Qué pasaría cuando volviera a casa? Lo mejor que podría pasarle sería que su padre decidiera que no pisara la calle hasta el día de su muerte, y Grace estaría de acuerdo en ello. -¿Todavía quiere ir a la ópera? –preguntó Will, inclinándose hacia delante. -¿Eh? –contestó, desprevenida.- Por supuesto. Usted dijo que me invitaba. -Lo recuerdo. Pero no quiero causarle más problemas de los que ya tiene. Todavía soy un caballero ¿sabe? Aunque haya gente diciendo que no soy más que un libertino. -No me extraña, si va por ahí besando a las mujeres de esa forma. Solo cuando Norfolk la miró sorprendido, ella supo que no debería haber sido tan directa. De la forma en que se lo había dicho parecía que se lo estaba reprochando. Y no lo conocía en absoluto para hacer semejante cosa. -¿Esa forma? –dijo, inquisitivamente. -Ya sabe a qué me refiero. –contestó ella, sonrojándose de nuevo. Debía tomarla por una niñita estúpida, estaba todo el tiempo avergonzándose. A su lado se sentía extrañamente intimidada. –No voy a darle los detalles. –necesitaba urgentemente un cubo de agua fría. La brisa que entraba por la ventanita ya no le servía para nada. Will, lentamente, se acercó hasta que ella pudo notar su aliento cálido sobre la piel. Su corazón latía enloquecido al compás de su respiración entrecortada. El conde estaba demasiado cerca, podía ver cada una de sus largas pestañas separadas, sobre esos ojos azules que la miraban sin descanso. -¿Disfrutó del espectáculo? -susurró pegado a su oreja. Margaret notó como se le erizaba el cabello de la nuca y un escalofrío le recorrió la columna. Su voz aterciopelada la había acariciado con una delicadeza exquisita. Dio gracias a que estaba sentada, pues notaba como le temblaban las piernas bajo las enaguas. -No diga tonterías. –consiguió articular.- Los vi por casualidad. –añadió con un hilo de voz, apagado. El conde se había cambiado de asiento, ahora estaba sentado junto a ella, y le cogía la barbilla con una mano, haciendo ladear su rostro para mirarlo. -¿Sintió curiosidad? -olía a whisky, a jabón y aún llevaba esa colonia tan embriagadora que había llevado por la mañana. Will la soltó al no recibir respuesta, pero solo para acercar sus labios al cuello de ella y rozarlo levemente, apenas unos segundos. Ese simple gesto provocó en Margaret un abanico de nuevas sensaciones. Todos su cuerpo había reaccionado, y notaba en lo más bajo de su vientre como si un nido de mariposas revoloteasen en sus entrañas, provocándole deliciosas cosquillas con aleteos suaves, al igual que los besos del conde. Ya se había preguntado alguna que otra vez como sería que él la besara, y la realidad había mejorado toda fantasía que ella pudiera albergar. Claro que había sentido curiosidad, pero se negaba a admitirlo delante de él. Una mano se colocó en la parte baja de su espalda, implacable y poderosa, mientras la otra rodeaba su cintura y ascendía hacia su escote. -No… debería… hacer eso. –dijo, entre suspiros.- Es… indecoroso. -Pero te gusta. –su boca siguió por su mejilla, tentadora e imparable, aunque Margaret no hizo muchos esfuerzos para detenerla. Se posó sobre sus labios, al principio con la dulzura de dos ángeles bailando al son de la música sobre nubes de algodón, pero después comenzó a moverse salvajemente sobre ellos, provocando una ola de calor en ella como si fueran del mismísimo infierno. Y no le sorprendería que el diablo tuviera el aspecto de Norfolk. Con unos dedos diestros le acarició la parte superior de los pechos y subió por el cuello, y le sostuvo la mejilla con la palma de la mano. Los labios de Will se amoldaban perfectamente a los suyos, invitando a los de Margaret abrirse. Inexperta como era, se dejó llevar, y los entreabrió ligeramente, oportunidad que aprovechó él para lamer su labio inferior antes de introducir la lengua para acariciarle la boca con fiereza. La joven soltó un grito ahogado que quedó silenciado por el beso, pues aunque ese gestó llegó a asustarla, no se despegó del conde. -Mi querida Margaret… -murmuró William, separándose un poco. Volvió a cogerla de la barbilla y le pasó el dedo pulgar por esos labios tan deliciosos. ¿Qué acababa de pasar? Ah, pero esa mujer había sacado su lado lascivo al exterior. Esa exquisita inocencia… Terriblemente seductora, con esa boquita jamás probada hasta hoy, o eso había pensado al ver su expresión de horror al besarla de “esa forma” que ella había considerado tan escandalosa. Solo con saber que él había sido el primero en besarla sintió que la excitación se adueñaba de él nuevamente. Ahora ella se removía nerviosa sobre el asiento, sin saber hacia dónde mirar ni qué decir. No había sido ningún sueño, aunque pareció haberlo sido. Aún notaba la boca caliente de Will sobre la suya, y la añoraba, en el fondo de su ser anhelaba que volviera a hacerlo. -¿Por qué ha hecho eso? –preguntó casi con una voz infantil, sin encontrar explicación ninguna para lo que había ocurrido. -¿No te ha gustado? -Will la miró con una sonrisa triunfante, la misma que lucía en el jardín de Lady Ruttland. Su cara enrojeció, y ladeó la cabeza a un lado para que él no la viera. -Eso no importa. –contestó, respirando hondo. -¿Ah, no? ¿Qué importa, Margaret? Que ella había vuelto a la realidad. Una realidad donde el conde de Norfolk tenía fama de sinvergüenza, que no dudaba en besar a una mujer cuando tenía oportunidad, por desgracia, cualquier mujer. Ella no tenía nada especial, era una más del gran harén que ocultaba bajo esa fachada de caballero decente. -Yo no soy como esa mujer. No dejaré que me utilice de esa manera. Will se apartó y se colocó de nuevo en el asiento de enfrente, sin tocarla. Cuando habló, pareció disgustado. -¿También crees que soy como dicen? ¿Un hombre que no tiene piedad de las mujeres? Margaret titubeó. ¿Lo creía? Lo había defendido ante Berkley y Grace porque pensó que no se merecía un trato tan irrespetuoso por su parte, pero cuando lo hizo era porque tanto el marqués como su ayudante de cámara se habían equivocado. -No lo sé. No lo conozco. –contestó, mirándose las manos. –Solo quiero saber por qué me ha besado. Era la primera vez que una mujer le preguntaba algo como tal. ¿No era obvio? Porque había querido, porque había deseado hacerlo. Pero ¿cómo explicabas eso a una muchacha que quiere encontrar el amor verdadero? Un amor que él no podía ofrecerle. Aunque, mejor ir con la verdad que engañarla con una burda mentira. -No me has dicho que me detuviera. –soltó, contento de su respuesta. Pero esa chica no se andaba por las ramas, no le dejaría escapar. Y es que si se lo hubiera dicho hubiera hecho cualquier cosa para hacerla cambiar de opinión. ¿Qué tenía esa chica? Nunca se había sentido tan atraído por alguien como ella. ¿Sería por la forma en que había desafiado a Berkley? Desde luego había sido todo un espectáculo. -Creo que debería marcharme. –dijo ella entonces, para su sorpresa.- Quizá ha sido un error irme con usted. Un golpe de decepción le cruzó el rostro a Will. No quería que se fuera a pesar de saber que posiblemente era lo mejor para los dos. Pero no, quería pasar con Margaret un rato más. -Deja que te lleve a la ópera. –dijo.- Te gustará. “¿Al igual que me ha gustado su beso?” Pensó para sus adentros. -Está bien. –contestó, y la boca de Norfolk se curvó en una sonrisa. –Pero llámeme señorita Hamilton. -Como desees, Margaret. Si las miradas matasen, Will estaría agonizando sobre su asiento, pensó ella. Ladeó la cabeza para fijarla en el exterior del carruaje, estaban cruzando el Támesis. No habría ningún momento en que no pensara en lo que acababa de pasar, por muy buena que fuera la ópera, Margaret todavía estaría saboreando los labios de William Lowell.
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