Capítulo 2

2313 Words
Lady Ruttland era una mujer que rozaba ya los cincuenta años, pero ante todo intentaba aparentar diez o quince menos. Su vestido no era el que una mujer de su edad y su posición, ademas siendo la anfitriona de la fiesta, debía llevar según el dictamen de las normas de protocolo de la sociedad. Sus ropajes eran extremadamente chillones. El tocado de la cabeza era cuanto menos increíblemente extravagante, de un color verde lima que se distinguía entre la multitud de cabezas. Cualquiera habría pensado que esa noche se proponía coquetear descaradamente con todos los hombres de la fiesta, a pesar de ser viuda. Sin embargo, la simpatía y la amabilidad que tanto la caracterizaban conseguían ocultar esa imagen tan estrambótica que siempre mostraba. Nada más ver a John Hamilton, el padre de Margaret, caminó deprisa a recibirlos antes de entrar al gran salón. -¡Has venido! -gritó dirigiéndose a ellos.- Pensé que te quedarías en casa, otra vez. -dijo, enfatizando en el último enunciado. -Estoy muy contenta de verte, John. -entonces se fijó en la joven mujer que lo acompañaba, pero antes de poder gesticular palabra, el hombre la presentó. -Es mi hija, Margaret. -puso una mano en la espalda de su hija para que se adelantara y saludara a la marquesa. -Te hablé de ella. ¿Recuerdas? -¿Cómo no voy a acordarme? ¡Bienvenida, querida! Ya veo que tus padres hicieron un buen trabajo. -añadió con una sonrisa.- ¿Por qué nunca la habías traído, John? ¿Tienes miedo de que la desposen? -prosiguió con una sonora carcajada. Margaret, que hasta ese instante se había mantenido en silencio, consiguió hablar. El carácter de Lady Ruttland, al igual que su semblante, la habían paralizado en un estado de sorpresa y admiración a la vez. Podía ver cómo detrás de ella se desencadenaba un gran baile al son de una polka ligera que un grupo de músicos tocaba de manera exquisita. Delante de sus ojos, tan solo unos metros más al fondo, varias parejas se movían con una sincronía digna de ver. Solo deseaba poder entrar para internarse en ese paraíso. Cómo se había equivocado Grace... ¡Para nada resultaría tedioso! Y en cuánto a ese conde... La sala estaba llena de hombres que conversaban o bailaban junto a sus parejas. Ninguno parecía querer aprovecharse de ninguna mujer. Puede que todavía no hubiera llegado. Fuera como fuera, no le importaba en absoluto, ese tal Norfolk no le estropearía la velada, puede que ni siquiera viniera. -Es la primera vez que asisto a una fiesta, milady. -dijo- Supongo que conociendo a mi padre sabrá que sus reglas son muy estrictas. -finalizó con una sonrisa hacia el señor Hamilton. -Lo sé, querida. -recalcó la marquesa arqueando las cejas. Después miró al hombre. -Voy a llevarme a Margaret un rato. Antes de que John pudiera replicar, Lady Ruttland le puso el dedo índice ante los labios y le obligó a tener la boca cerrada. -Estaré bien, papá. -¿quién no lo estaría? -Lo sé. -contestó él, volcando toda su confianza en la mujer de labios rojos. Suspiró mientras observaba como su hija se alejaba hasta desaparecer entre la gente. Margaret se sentía como un niño en una tienda de golosinas. No podía haber estado mejor en ningún otro lugar. La marquesa la estaba arrastrando hasta el fondo de la sala, donde se habían congregado todas sus amigas, con vestidos más sobrios -incluso demasiado- que el de la anfitriona que se abanicaban con energía. Los ventanales que daban a la terraza estaban abiertos y por ellos corría un aire fresco veraniego que propinaba a los bailarines cierto alivio cada vez que sus pasos los llevaban a pasar por delante de la salida. Llegaron hasta el grupo de mujeres que las recibieron con simpatía, aunque no con tanta efusividad como la había recibido la anfitriona. -¿Cuántos años tienes? -le preguntó una dama. Lady Northumber, viuda del duque de Northumber desde hacía tres años, pero todavía no había abandonado el luto; su vestido era totalmente n***o, a excepción de un broche dorado en el escote. Parecía algo más mayor que la marquesa, pero se conservaba divinamente, pensó Margaret, su rostro redondo le recordó a Grace, también desprendía esa familiaridad. -Eres mayor para ser la primera vez que asistes a una fiesta. ¿Nunca has sido presentada en sociedad como es debido? -Hace dos meses que cumplí los veintitrés, milady. Mi padre me ha inculcado una educación rigurosa. He asistido a actos y reuniones pero nunca a fiestas de este tamaño. -añadió después con una tímida sonrisa. -Ya eres mayor de edad, cielo. -dijo otra. Ésta era más alta, con el pelo recogido en un rígido moño y un sencillo tocado violeta. Sus palabras denotaban cierta irritación, un tinte irónico que Margaret, con su patente ingenuidad, tan solo pudo interpretar con malicia. -Lo sé, pero desde que murió mi madre solo le tengo a él. -Pero no hace falta que estés bajo sus órdenes. -dijo la misma. Lady Stafford. Cara ovalada, tez pálida y ojos desafiantes. Seguro que su marido debía ser un hombre bajo y calvo que se emborrachaba todas las noches para no soportarla. Hablaba con tanta altanería que a Margaret se le ocurrió la brillante idea de que podría golpearla con su propio ego. Una triunfante sonrisa asomó en su interior. -No me importa estarlo. -contraatacó alzando la barbilla.- Él quiere lo mejor para mí. -Cuando quiera encontrarte un marido no vas a pensar lo mismo, cielo. -¿Por qué la llamaba cielo? La verdad es que no había pensado en esa posibilidad. Siempre había pensado que ella podría elegir a su esposo, pero tampoco se había presentado la oportunidad... hasta ahora. ¿Qué diría su padre si ella le dijese que le gustaba un hombre para ser su marido? ¿Lo aprobaría? ¿Puede que fuese precisamente por eso por lo que no quería llevarla a fiestas? Un vals empezó a apoderarse del salón principal. Lady Ruttland se apartó a un lado para dejar espacio a las parejas, Margaret vio como su padre se acercaba bordeando el salón para interferir tampoco en el baile. Con una ligera inclinación, la invitó a bailar y padre e hija se colocaron junto al resto de parejas. -No quería perderme el primer baile de mi hija. -dijo John Hamilton mientras se colocaban para empezar. Ella correspondió con una jovial sonrisa. Podían decirle cualquier cosa, Margaret amaba a su padre incondicionalmente, y sabía que era un hombre indulgente, que no impondría sus propias reglas si eso impedía su felicidad. Intentaba prestar atención a todo, a cada detalle, los gestos de los invitados; todos parecían divertirse, a excepción de algún anciano experimentado, harto ya de fiestas y ruido. Echó un vistazo al jardín, varias personas paseaban alrededor de las selectas y exóticas plantas que Ruttland tenía dispuestas por todo el jardín. La noche era muy oscura, la luna se encontraba oculta y se veían pocas estrellas. Cuando quiso darse cuenta, la canción ya había terminado. Margaret se decepcionó un poco al no haber prestado la atención suficiente a su padre mientras bailaban. Menos mal que no le había reprochado nada, sino se hubiera sentido peor. Lady Ruttland apareció de repente. -Baila conmigo, John. -dijo cogiéndolo del brazo. El hombre dudó en dejar a su hija sola, pero ella le hizo saber con una fugaz mirada que estaría bien, que disfrutara de la noche. Margaret se apartó de la pista y observó con alegría como su padre se movía al son de la música. Por primera vez, vio como su rigidez se alejaba para dar paso a un hombre relajado, sin normas ni restricciones, centrado en su pareja de baile, que a pesar de que estaba segura de que Lady Ruttland no era el tipo de mujer que le gustaba, le proporcionaba un gran placer bailar con ella, o cuando no, al menos pasaba un buen rato. Aprovechando que nadie podría detenerla, salió a la terraza acompañada nada más que por la brisa estival. Bajó unas escaleras y enseguida estuvo pisando un amplio camino de grava en el que había dispuestos varios bancos de hierro forjado. Al lado de éstos, se elevaban varios tipos de árboles así como flores aportando una preciosa mezcla de color. Había varios senderos que salían del principal, decorados con arcos repletos de lirios blancos, acabando en grandes pérgolas de metal, algunas más escondidas que otras entre arbustos. Más allá, a lo lejos, descansaban algunos invernaderos entre el césped, protegiendo y cuidando plantas de todo tipo. No se parecía en nada a la pequeña parcela de tierra que ellos tenían en casa; ni siquiera podía llamarse jardín. Ni su padre ni ella se habían encargado nunca de hacer de ese espacio un lugar acogedor. Margaret creyó que era el jardín más bonito que había visto en su vida. Siguió caminando hasta que ante ella apareció una reja de hierro que detuvo su paso. No quería marcharse de allí, así que decidió escabullirse por uno de los pequeños senderos que se ramificaban entre los arbustos. Recordó las palabras de Grace, que no estuviese sola con ningún hombre, pero no dijo nada de estar sola, completamente. Anduvo hasta encontrar un árbol de magnolias. Las ramas parecían estar cubiertas de nieve. Se apoyó en el tronco y miró hacia el salón; veía las siluetas en movimiento, aunque desde su posición no podía distinguir quienes eran. A pesar de la conversación con Lady Stafford, Margaret se sentía libre. Nunca había tenido necesidad ni ganas de desobedecer a su padre, ¡ni que fuera un tirano! ¿Por qué querría hacerlo ahora? Era un hombre de principios que se había ablandado con el paso de los años y seguro que cualquier cosa que ella quisiera pedirle él se la concedería. Ambos se merecían ser felices. Quizá sí había sido una alternativa algo extrema el hecho de que se hubieran encerrado tanto en casa desde que murió su madre, pero ¿cómo podía culparle por eso? ¿Cómo puede culpar nadie a una persona tras la muerte del ser amado? Sus padres se habían querido con tanta devoción que Margaret no podía a aspirar a nada más que no fuera a eso en su vida. John Hamilton había vivido para su esposa, y cuando ella enfermó apenas se separó de su cama, incluso cuando Grace o Margaret hacían su turno para velar por ella y cuidarla. Él seguía ahí, en el butacón, al lado de la chimenea, sin dejar de mirarla. Creyó que en el momento que apartara la vida, ella partiría para siempre. Un ruido la asaltó de repente. Giró sobre sí misma varias veces y a gran velocidad mientras intentaba descifrar el origen. Oyó la risita de una mujer, pero no sabía muy bien de dónde procedía. A diez metros de ella se encontraba un pequeño invernadero. Se acercó lentamente mientras volvía a escuchar otra vez la voz estridente producir una carcajada. Suspiró tranquila. Por un momento había pensado que estaba en peligro. Tan solo era una risa femenina que al igual que ella, quizá también había salido a explorar. Invadida por la curiosidad, se acercó más a la pequeña caseta. A pesar de que las paredes eran transparentes, había cantidad de plantas que ocultaban lo que pudiera haber en el interior. Sus piernas caminaban solas hacia la puerta, que permanecía entreabierta, mientras que en su conciencia había cierta voz de alarma que le aconsejaba precaución. Había vivido precavida desde que era una niña, no le apetecía en absoluto serlo en ese momento. Sin embargo, cuando se arrepintió de ello, ya era tarde. Al poner los dos ojos en el interior, vio a la mujer, que era besada por un hombre al que Margaret no podía verle la cara. Ella estaba casi medio desnuda, sus pechos estaban a punto de salir del vestido y estaba sentadas a horcajadas sobre él, quien ahora se dirigía a su cuello. Margaret reaccionó instintivamente, apartándose de la puerta y tapándose la boca con una mano. Tenía los ojos muy abiertos y el corazón latiéndole a mil por hora. Solo temía que la hubiesen escuchado. No deseaba un momento tan incómodo como aquél a nadie. ¡La gente era capaz de algo asi! ¡En un sitio tan concurrido! Se sintió tan puritana con semejante escándalo que no pudo dar cabida siquiera a su propia reacción. En un intento por escapar de allí, salió corriendo con tan mala suerte de tropezar y caerse de bruces contra el suelo. Por suerte, la frondosa hierba que cubría los alrededores del invernadero no le hizo mucho daño, aunque la humedad le dejó el vestido ligeramente mojado. Gracias a Dios, había quedado oculta por algunos arbustos. La pareja salió sorprendida de allí, ninguno de los dos la vio. Entonces, Margaret pudo divisar el rostro del hombre, y creyó que iba a quedar hipnotizada por él. Sus ojos azules, casi grises, recorrían el perímetro buscándola a ella, aunque en realidad él no fuera consciente, mientras se pasaba las dos manos por el pelo totalmente azabache y revuelto, echándoselo hacia atrás. Desde su distancia, y la poca luz que lo iluminaba, no pudo distinguir con claridad su facciones, pero parecían duras, con la mandíbula cuadrada y un apariencia imponente. Margaret no tenía experiencia de ninguna clase con hombres, pero podía estar segura de que era uno de los hombres más atractivos que había visto en su vida. La mujer lo cogió de la camisa y lo obligó a girarse, entonces lo besó con intensidad como si no hubiera un mañana. -Vamos, Will. -dijo ella en tono seductor- Seguro que no ha sido nada. Él se dejó convencer, más por la lujuria que por cualquier argumento que ella pronunciase, la agarró de la cintura y la llevó dentro de nuevo. Margaret, sin embargo, no sabía qué hacer. Observó el sitio que había quedado vacío por ese tal Will, cuestionándose si en realidad había querido que la viera, para cruzarse con esa mirada celeste.
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