Capítulo dos

1319 Words
Un esfuerzo en vano Laura estaba en shock y fue tarde cuando quiso reaccionar. Andrés la llevaba como si ella fuera un bulto o una paca de paja. —¡Bájame, Andrés, porque te juro que vas a arrepentirte! —gritó al tiempo que Andrés la depositaba en el piso del estacionamiento. —Cálmate, Laura, no creas que me hace gracia venir a la ciudad para verte. Pero… tu abuelo se está muriendo —insistió. —Ya lo has dicho antes, y sigo pensando que es solo un juego de mi abuelo para atraparme en la hacienda, para evitar mi boda con Manuel, pero no va a conseguirlo —Laura era testaruda y Andrés estaba tentado a darle unas buenas nalgadas para hacerla entrar en razón, Laura era muy difícil de tratar. Ni siquiera todos los años que llevaba tolerando su carácter engreído y caprichoso, le habían hecho acostumbrarse. Parecía que con los años empeoraba más y más. —Ninguna mentira, ¿juzgas que vendría a la ciudad, vestido como lo estoy? Estaba trabajando en el campo, no te miento —pronunció con voz más calmada y fría. Laura sintió un nudo crecer en su garganta, hasta sentir una nueva opresión en su pecho. —Mientes, él es un hombre sano —susurró. —Es lo que él nos ha hecho creer todo este tiempo, Laura, lamentablemente no es así, tiene un problema cardiaco, fue detectado hace tres meses luego de que dejaras la hacienda de manera tan abrupta. No sé lo que sucedió entre ustedes, pero sea lo que sea que pasó, empeoró la enfermedad de Roberto —pronunció abriendo la puerta del copiloto para que ella se subiera por voluntad propia—. Tú eliges ir, Laura, no obstante, si no vas lo lamentarás por el resto de tu vida. —Te juro que, si me estás mintiendo, Andrés, te arrepentirás toda la vida —aseguró Laura subiéndose al auto. Andrés no respondió ante la amenaza, era poco lo que Laura Quintana podía hacerle en la vida, entre esas pocas cosas era el despedirlo de la hacienda, apenas Roberto muriera, y claro que él no se opondría, conocía otros hacendados que estarían más que dispuestos a ofrecerle un puesto de trabajo. —¡Cuidado! —gritó Laura al ver como el camión se dirigía a ellos a gran velocidad. Andrés esquivó el vehículo de carga pesada y casi terminó empotrado contra un árbol. —¿Estás bien? —preguntó Andrés luego del pequeño susto. —¡No te distraigas, maldita sea! —gritó Laura fulminándolo con la mirada. Andrés apretó los puños sobre el volante, jamás comprendía esa aversión que Laura sentía por él. Ni siquiera podía explicar en qué momento inició ese resentimiento de Laura por él y si era sincero consigo mismo. A estas alturas de la vida ya no le importaba. Tenía muy claro que él y Laura jamás serían amigos, o se llevarían medianamente bien. Sabía muy bien que, con la muerte de Roberto, su destino estaría lejos de la hacienda Miramar. Y que sucedería en breve, el viejo no iba a librarla y por mucho que le dolía saberlo, no había nada que él pudiera hacer… —¡Andrés! —gritó Laura para llamar su atención de nuevo. El capataz ni siquiera se molestó en responder o siquiera verla, encendió el motor del auto y retomó la carretera pisando el acelerador a todo lo que daba. Laura lo miró de reojo y evitó que los recuerdos volvieran a su cabeza. Ella era Laura Quintana, la nieta de Roberto, ama y señora de la hacienda Miramar, mientras Andrés no era más que un simple capataz. Alguien que jamás sería de su clase o círculo social. Aquellos malvados pensamientos envenenaron el alma de Laura una vez más, como lo hacía desde hace muchos años, y no había manera de que ella olvidara la afrenta que Andrés le había hecho. El auto se detuvo abruptamente sacando a Laura de sus pensamientos. —¿Qué sucede? —preguntó. —Tenemos problemas con una de las llantas, no te bajes, lo arreglaré enseguida —ordenó Andrés. Una orden que Laura no pensaba cumplir, porque él no era nadie para darle órdenes. Andrés sacó la caja de herramientas y todo lo que iba a necesitar para cambiar el neumático pinchado. No fue algo tan difícil de hacer, él estaba acostumbrado a este tipo de trabajo. Una vez guardó las herramientas volvió al auto para encontrarse con la cabina vacía. —j***r —gruñó al ver que Laura no estaba por ningún lado. —¡Laura! —gritó cerrando la puerta y caminando a la pequeña arboleda que estaba unos metros de él. »—¡Laura Quintana Arredondo! —gritó con más fuerza que antes. Había urgencia y desesperación en su voz. Miró su reloj y el tiempo le apremiaba. Andrés no había creído que Laura le pusiera las cosas fáciles, pero tampoco había creído que fuera tan incrédula y que pensara que era él quien se estaba inventando la enfermedad de su abuelo. Era inconcebible, no obstante, era la manera de pensar de Laura. —¡Laura! —gritó insistente. —¿Qué pasa, porque gritas? —Laura salió de detrás de unos árboles como si no pasara nada, como si Roberto no estuviese luchando contra la muerte para ganarle unos cuantos segundos o minutos solamente para volver a verla. —¿Se puede saber a qué mierda estás jugando? —preguntó furioso—. ¡Te dije que no te movieras del maldito auto! —explotó con furia. La mujer sacaba lo peor de él y sabía que eso estaba mal, pero no podía evitarlo. Era simplemente desesperante. —Pues, lo siento, pero tú a mí no me das órdenes. Además, tenía ganas de orinar, ¿habrías preferido que lo hiciera dentro de tu preciosa camioneta? —preguntó medio divertida. Andrés respiró profundo y evitó responder, caminó detrás de ella para volver al coche. Cerca de la una de la madrugada la camioneta Chevrolet arribó a la hacienda, Andrés bajó del auto y rápidamente dedujo que algo andaba mal. Todo estaba en completa calma. —La gente decente duerme a esta hora —pronunció Laura como si adivinara los pensamientos de Andrés. La mujer bajó del auto y caminó con calma. Andrés apresuró el paso e irrumpió en la sala de la casa grande, todo estaba en calma, los empleados más cercanos estaban sentados en los sillones y en el último escalón estaba Margarita, ella lloraba desconsolada y él no tenía que ser adivino para saber que todo su esfuerzo había sido en vano. Roberto se había marchado… Laura miró a su nana llorar y un nudo se formó en su garganta, miró de nuevo a la gente sentada en los sillones de la sala. Todos apreciaban mucho a su abuelo y tarde entendió que Andrés no estaba mintiendo, no estaba jugando con la salud de su abuelo. —Lo siento, Laura —pronunció Andrés apartando el sombrero de su cabeza en señal de duelo. Laura caminó lentamente, tan lento que sintió sus pasos llevarla hacia atrás y no a la habitación de su abuelo. Gruesas lágrimas se derramaron de sus ojos mientras una fría mano apretaba su corazón dentro de su pecho. Andrés se acercó a ella, él sabía que podía ser despreciado por Laura, sin embargo, ella estaba devastada por la noticia que no dijo nada cuando la ayudó a subir escalón por escalón. Margarita se apartó de su camino, se enjutó las lágrimas y siguió a la pareja hasta la habitación principal. Laura cayó de rodillas frente a la cama de su abuelo, él tenía los ojos cerrados, ya no había vida en su cuerpo. Roberto Quintana había muerto sin cumplir su último deseo. Volver a ver a Laura. —Perdóname —susurró antes de sentir su corazón romperse en miles de pedazos.
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