capítulo 20

2356 Words
Tumbado sobre su cama, Adam sentía los problemas de su familia sostenidos en peso sobre él, cual Atlas condenado a cargar el inmenso globo terráqueo o la bóveda celeste en su totalidad. A pesar de ser conflictos ajenos a su voluntad, le preocupaban en demasía. Una sensación de pequeñez ante un universo tan vasto se había vuelto una constante en su interior; se sentía una pieza insignificante en el engranaje familiar. Deseaba con fervor solucionar las discrepancias entre sus padres y su hermano, mas, no obstante, nada de lo que hiciese podía cambiar una situación que había llegado a su hogar como una lluvia repentina, empapándolo todo, sin que nadie advirtiera que aquella llovizna se tornaría en una tormenta capaz de arrasar con todo a su paso. Su voz interna era un arma de doble filo. Por un lado, era un bastión de positivismo, una voz que le otorgaba inmunidad ante los malos momentos; un susurro de palabras alentadoras, una terapia psicológica que él mismo se administraba. Sin embargo, por otra parte, podía convertirse en su peor enemiga, creando imágenes catastróficas que poco a poco veía materializarse: una ola de pensamientos intrusivos invadía su espacio de cordura, empujándolo hacia una locura sin control. Sacó el celular de su bolsillo para acallar aquellas voces contrarias a su optimismo y buscó en su lista de contactos. El nombre de Bram apareció en la pantalla como primera opción, exceptuando los números de su familia. Se sentó a la orilla del blando colchón y miró el nombre de su amigo por varios segundos, sin atreverse a posar el pulgar sobre el cristal; su dedo temblaba de forma casi imperceptible. Aspiró hondo, presionó la pantalla y se llevó el móvil a la oreja, dispuesto a escuchar la voz de Bram. El teléfono dio tono un par de veces. Al no obtener respuesta inmediata, retiró el aparato para mirar el contador de la llamada y volvió a presionarlo con fuerza contra su oído. —Ho... hola, Bram —titubeó, con la respiración agitada y cerrando los ojos inconscientemente. —¿Adam? Hola, qué sorpresa. No esperaba tu llamada. ¿Ocurre algo? —Su voz sonaba amigable y enérgica, un tono que solo podía asociarse a una persona genuinamente bienintencionada. —Quiero disculparme por mi actitud de hace algunas horas en la cafetería. He andado algo intolerable, a veces ni yo mismo me soporto. ¿Te gustaría salir a algún lugar? —Pronunció estas últimas palabras haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad. Bram chasqueó la lengua y soltó un quejido de lamento. —Amigo, en este momento no puedo. No estoy en Amersfoort, estoy fuera de la ciudad. Llegaré algo tarde. Adam dudó antes de responder. —Está bien, será otro día. Nos vemos en el colegio —mencionó antes de colgar. Soltó un suspiro al viento, exhalando su decepción. Deslizó el dedo por la pantalla hasta llegar al nombre de Luke. Un gesto de pesimismo se dibujó en su rostro; se mordió los labios y presionó el botón de llamar. La voz de Luke surgió después de un largo y monótono «bip». —Hola, Luke. Soy yo, Adam. Espero no molestar. Quería saber si quieres hacer algo, ya que he estado un poco ausente y me disculpo por ello. Su amigo le confesó que no se encontraba en casa y que, por lo tanto, no podía salir con él. El joven se sintió profundamente desilusionado. Se disculpó por la inoportunidad y colgó, dejándose caer de nuevo sobre la cama con el celular sobre el pecho. De pronto, se encontró inmerso en un dilema lacerante: se preguntaba por qué, cuando él necesitaba a alguien cercano, nunca había nadie disponible; sin embargo, cuando los demás lo necesitaban a él, su presencia era obligatoria. Una decepción oscura fue creciendo en su mente y, armado de un valor repentino, se dispuso a eliminar de sus contactos a aquellas personas que nunca tenían tiempo para él. Entró a sus r************* y comenzó a hurgar entre su extensa lista de "amigos", donde figuraban Luke y Bram. Empezó con el perfil de este último. Miró por un momento sus fotografías y esbozó una triste sonrisa al ver la imagen de perfil: Bram aparecía con sus padres y su hermanita en la playa, felices. A un lado de dicha fotografía se dibujaba el icono de opciones. Presionó la pantalla y apareció la opción de "Bloquear usuario". Adam, sin pensarlo más, la seleccionó. Una ventana emergente confirmó: «Usuario Bloqueado». Lo había eliminado de su vida. Hizo lo mismo con Luke. Lanzó entonces un suspiro cargado de amargura y cerró los ojos, con los brazos extendidos sobre la cama, sintiendo la decadencia de su entorno y de su familia. A pesar de ser un menesteroso de amistad, de compañía, de una mano amiga o un abrazo consolador, tomó la decisión de eliminar a sus únicos dos amigos sin vacilar. Hurgando en lo más íntimo de su ser, llegó a la conclusión de que la amistad era algo que debía entregarse sin esperar nada a cambio más que la reciprocidad: una amistad sincera. Hacía varios años que había adoptado un estilo de vida que, aunque incómodo, se había convertido en rutina. Las amistades habían mermado tras la adolescencia y, al llegar a la edad adulta, los problemas familiares lo habían convertido en un eremita en una tierra desolada, un árido desierto donde ni la lluvia ni la más mínima señal de vida germinaban. Había estado tanto tiempo en soledad que ya no recordaba la última vez que había disfrutado de un fin de semana con compañeros, o incluso con su hermano. Se había enclaustrado en su habitación, pasando las horas muertas frente al televisor o la pantalla del celular, leyendo algún libro o escuchando una canción hasta el hastío. Aquel aislamiento se había convertido en un bucle, un infinito enorme que ahora constituía su vida. A veces anhelaba retornar a los días de antaño, que se le antojaban lejanos; anhelaba volver a balancearse en los columpios, andar en bicicleta por la plaza, bromear, reír, desahogarse, correr... Pero todo aquello le resultaba ahora una hazaña imposible. Le aterraba hablar con otras personas que no fuesen su hermano o sus padres; le robaba el aliento la idea de ser despreciado, de ser visto como un cero a la izquierda, tal como hacía tiempo las personas lo hacían sentir: la criatura más insignificante. Insultos e improperios habían erosionado su amor propio, lastimando su alma como si cada palabra fuera un proyectil de roca impactando contra él, dejando solamente una masa informe y oscura. Se había apropiado de ese sentimiento. Estaba tan acostumbrado a la soledad y al dolor que le parecía que solo era digno de eso, y no de la felicidad. Había mentalizado su vida en completa reclusión. No obstante, en su mente persistía la remota idea de que algún día algo cambiaría; algo que lo hiciera sentir vivo nuevamente, motivado a superarse. Cerró los ojos con fuerza, como intentando despertar de un sueño indeseado, pero al abrirlos vio el mismo techo raso, los mismos muebles, la misma lámpara en la mesilla de noche. Descubrió que esa era su única verdad. Unas ganas inmensas de llorar surgieron como un sollozo desgarrado; una lágrima que no alcanzó a salir formó en su garganta un nudo imposible de deshacer, tan doloroso como letal. Sus ensoñaciones pasadas se le antojaban ahora un bello sueño inalcanzable. Centró su mirada en un punto fijo del techo. Decenas de diminutas partículas, como hilillos y orbes, pasaban por su retina. Intentaba seguirlas con la mirada, pero desaparecían, parecían huir de él tal como había huido la buena fortuna. Se sentía poco merecedor de un amor, de una amistad verdadera o de un sueño tangible. La frustración crecía, sumergiéndolo cada vez más en sus propios tormentos; tormentas que él mismo había creado y que intentaba atenuar con medicación. Se levantó aletargado del lecho, pensando en romper el aburrimiento y la inercia que lo mantenían preso, pero un pálpito espontáneo lo hizo detenerse hasta perder el aliento. Sintió cómo el aire no llenaba sus pulmones, provocándole una asfixia que se acrecentaba con cada respiración. Puso la mano derecha sobre su corazón; este parecía correr como una máquina de tren. Apoyó los antebrazos sobre sus rodillas, inclinado, intentando recuperar el aliento, pero su corazón no mermaba su latido. Latía tan vorazmente que sentía que en cualquier momento estallaría por sus sienes. Conocía bien esa sensación que lo aquejaba desde hacía años, motivo de su letargo intermitente. Dio un brinco y puso los pies en el suelo. Se dirigió a la mesilla de noche y cogió el frasco de medicinas. Tomó una píldora; pensó en partirla a la mitad, no obstante, la colocó entera en su lengua. La garganta se negaba a dejarla pasar, así que juntó un poco de saliva y tragó con fuerza, forzando la entrada de la pastilla a su estómago, esperando que el efecto surgiera pronto. Miró la pantalla de su celular: una notificación surgió de improviso. Su hermano estaba transmitiendo en vivo. Presionó el icono y el video se abrió. La música sonaba fuerte entre gritos y risas; varios jóvenes se encontraban dentro de un coche. Su hermano grababa a una joven muchacha que traía cervezas mientras conducían por la ciudad. Una sonrisa triste se dibujó en el rostro de Adam. Sentía empatía por su hermano, pero también nostalgia. Recordaba los tiempos en que ambos eran buenos amigos, compartían escuela y grupo. Todo eso había cambiado abruptamente. Sabía que no había vuelta atrás, sin embargo, anhelaba recuperar esa cercanía, ese amor de hermandad. Parecía que lo único que los unía ahora era el lazo sanguíneo, sin vínculo amistoso ni afectivo; se veían como completos desconocidos. Sumido en una profunda tristeza por la situación de sus padres y su hermano, miró hacia el cielo y elevó una plegaria a Dios, pidiéndole que cuidara de su hermano, que Su santa mano lo acompañase a cada paso y le brindase misericordia, concluyendo con un «Amén» que resultó un breve suspiro esperanzador. Parte II: Humo y Ambiciones en la Casona A un kilómetro de ahí, en una vieja casona que parecía a punto de derrumbarse, se encontraba Christopher rodeado de jóvenes de su edad y adultos de no más de cuarenta años. Hacían corro en la sala, ocupando todo el enorme sofá y tres sillones pequeños, entre bolsas de frituras, cerveza, tabaco y cigarrillos cuyo aroma impregnaba las yemas de los dedos. Carcajadas, palabras malsonantes y conversaciones cruzadas se transformaban en un murmullo constante dentro del hogar. El padre de Christopher (a quien todos llamaban Cristoff) sostenía a una mujer sobre su regazo; ella inhalaba el humo del cigarrillo y lo expulsaba por las fosas nasales, llenando el espacio con ese aroma característico y convirtiendo la sala en un incensario de olor acre. El joven se encontraba al lado de uno de los amigos de su padre, cuya edad era considerablemente menor a la del dueño de la casa. Lo miró de reojo y, al ver que este no le prestaba atención, golpeó su pie con el suyo, capturando su mirada. Aquel muchacho tenía ahora toda la atención de Cristoff, quien le hizo una seña para que se alejaran de allí para hablar. Cristoff se puso de pie y se dirigió hacia el pasillo que daba a la cocina. El hombre le siguió. Al llegar, se apoyó contra la pared. El amigo le confesó haberse enterado de su "nuevo proyecto de trabajo" y le pidió dos pequeñas bolsas del material que el joven vendía. Cristoff carraspeó, se tronó los dedos como si de algo indebido se tratara, e indicó con la cabeza que lo siguiese. Subieron las escaleras hasta llegar a las habitaciones. El joven se dirigió a su clóset y sacó una mochila con algunas bolsas de aquel polvo blanco. Los ojos del otro muchacho se iluminaron y se abrieron como platos. Parecía haber tenido una visión del Nirvana. Se relamía los dientes y frotaba sus manos con ansiedad, como si estuviese viendo ambrosía de dioses y él fuera un Prometeo hambriento, privado de todo alimento. —Me da gusto que hayas obedecido a la palabra de tu padre —dijo el cliente emocionado, sentándose a la orilla del lecho, mientras Cristoff permanecía apoyado sobre su mesilla de noche. —No he hecho tal cosa, y no quiero hacerlo. Mi padre insiste en que abandone mi trabajo formal para poder vender esto —mencionó, señalando con la cabeza la mochila y las bolsas que ahora yacían sobre la sábana. —Con solo un poco de esto que vendas al día ganarías lo de toda la semana. Lo sabes, ¿verdad? —El joven chasqueó la lengua. —¡Vaya que lo sé! Pero, ¿sabes tú el riesgo que eso conlleva? Imagínate que mañana amanezco en pedazos en un lote baldío, tal y como Jackov y Raskon. ¿Acaso ya los olvidaste? —replicó Cristoff, sentándose al lado del joven que manoseaba las pequeñas bolsas de cocaína. Miraba con poca paciencia cómo aquel drogadicto se agasajaba con el plástico y le dio una palmada en el dorso de la mano. —¿Cómo piensas pagar eso? El otro lo miró con sorna. —Me ofende tu pregunta. ¿Me cuestionas cómo podré pagarte por unos cuantos gramos de cielo? —No pretendo ofenderte —intervino Cristoff—, solo es que tú no trabajas. Vives prácticamente en un cuartucho en el terreno de tus padres, quienes ya se deslindaron de ti por causa de tus vicios. El joven agachó la cabeza, como si le pesaran las palabras de Cristoff. —Pero no han dejado de ser mis padres. Y quizás mi padre ha dicho que ya no tenemos relación alguna y que, si fuera por él, dejaría de compartir lazos sanguíneos conmigo... pero la verdad es que una madre jamás abandona. —Guiñó un ojo a Cristoff—. Así que, buen amigo, puedes tener total confianza en que te pagaré cada céntimo que valga cada gramo de mi blanco cielo. Concluyó cogiendo tres sobres que ya estaba ansioso por ingerir.
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