Cuando Gavin cruzó los brazos frente a ella, supo que estaba perdida. Esa mirada de acero, tan cargada de autoridad y determinación, significaba que él no iba a ceder. —No te quedarás en este… agujero —sentenció, recorriendo el departamento con una mueca de disgusto—. Aquí no tienes nada, Emilia. Ni seguridad, ni espacio, ni comodidad. —Es mi casa, Gavin. No necesito nada más. Voy a estar bien —replicó, alzando el mentón con rebeldía. Él se inclinó hacia ella, tan cerca que pudo sentir la calidez de su respiración. —Lo que necesitas es alguien que se asegure de que no te rompas de nuevo. Y yo no pienso dejarte sola. —¡No puedes obligarme! —espetó, intentando apartarse cuando él se agachó para tomar su bolso. Pero Gavin no solo podía: lo hacía. En un movimiento rápido, recogió sus poc

