Prólogo

1331 Words
Prólogo El enorme ciervo avanzó con cautela por el bosque. Hizo una pausa, mirando a su alrededor. Un escalofrío estremeció su pelaje tostado y las orejas se agitaron de un lado al otro intentando detectar el ligero sonido que no formaba una parte natural de su hábitat. Sus grandes ojos castaños buscaron entre los matorrales cercanos aquel peligro que podía percibir pero no ver. Avanzó un paso indeciso antes de girar de repente y saltar rápidamente sobre un tronco, desapareciendo en el bosque que lo rodeaba. A la figura que yacía en silencio en el suelo se le escapó una maldición explosiva de entre los labios. El hombre se levantó lentamente de su escondite, con un gran cuchillo de caza en la mano. Llevaba tres días sin comer. Al ponerse en pie rozó las hojas y ramas con los hombros y las piernas y sintió un fuerte impacto en el centro de la espalda que lo tiró hacia adelante. Se quedó quieto, a sabiendas de que acababan de matarlo. ―Último objetivo derribado ―musitó Trisha en voz baja contra su micrófono. Guardó el arco con calma en el arnés que le colgaba del costado y empezó a descender del árbol en el que había estado. Resultaba casi imposible distinguir su pequeña forma, ni siquiera cuando se movía, con la forma en la que se ocultaba en las sombras y se cubría con las ramas. Saltó el último metro que la separaba del suelo y se acercó al hombre que yacía tumbado boca abajo sobre el húmedo suelo del bosque, con la pistola sujeta con fuerza entre las manos. Examinó el color rojo que le cubría la espalda. «Una muerte limpia», pensó. Columna seccionada; la flecha había atravesado el corazón sin provocar el más mínimo ruido. ―Buen trabajo, pequeña ―contestó una voz grave y llena de orgullo―. Con este tienes diez de diez. Marca al objetivo y vuelve. Trisha sonrió de oreja a oreja, inclinándose para tocar al objetivo. ―Marcado, te toca pillar ―dijo. El hombre gimió, dándose la vuelta y alzando la vista hacia los brillantes ojos castaños de la chica que se erguía sobre él. Su única consolación es que había sido el último en ser atrapado; lo malo es que lo había hecho una cría de doce años. Los demás hombres del escuadrón nunca le dejarían olvidarlo. ―Papá dice que ya podemos volver ―dijo Trisha, tendiéndole la mano para ayudar al soldado que estaba siguiendo el intensivo entrenamiento de supervivencia en la naturaleza que ofrecía su padre. ―¿Qué es lo que me ha delatado? ―gruñó el hombre, poniéndose de nuevo en pie poco a poco. ―Tu estómago ―respondió Trisha con una amplia sonrisa―. Deberías haberte comido esos bichos de hace dos días, o algo del pez que se dejó ayer el oso. No eran comidas tan malas. El hombre simplemente volvió a gruñir, moviendo los hombros en un intento de aliviar el dolor allí donde Trisha le había disparado con la flecha. Las puntas estaban diseñadas con un cojín de tinta en su interior, de tal modo que cuando alcanzaban su objetivo dejaban una marca claramente visible para los instructores. El único problema era que seguían siendo bastante dolorosas; el soldado luciría un moratón del tamaño de una pelota de goma durante al menos una semana. ―¿Cómo has sabido lo de los bichos y el pez? ―preguntó mientras intentaba mirar por encima del hombro qué clase de forma tendría la marca que le hubiera dejado si la niña le hubiera disparado con una flecha de verdad. ―Oh, encontré tu rastro una hora después de que salieras del campamento. Has dejado algunas marcas bastante buenas, no ha sido difícil seguirte. Pero bueno, te estuve observando mientras decidías si te los comías ―contestó Trisha, pasando sobre un tronco―. Por cierto, te he seccionado la médula espinal y la flecha te hubiera atravesado el corazón. Te hubiera matado al instante. El hombre sacudió la cabeza, maravillado. ¿Qué clase de padre le enseñaría a su niña a rastrear, cazar y matar por diversión? Ya había oído hablar del grupo que constituían padre e hija de labios de otros SEALs de la marina que ya habían pasado por el entrenamiento; ninguno de ellos había logrado superar la prueba a la primera sin que los matasen, y muy pocos lo habían conseguido durante su segundo o tercer intento, si es que había habido alguno. En cuanto lo hacían, el padre los volvía a enviar a la espesura, pero esta vez enviaba a su hija tras ellos. Ninguno había sobrevivido jamás. ―¿Por qué no me has matado antes? ―preguntó el soldado. Seguía a la pequeña figura que avanzaba frente a él sin cuestionar si sabía hacia dónde iban, mucho menos a dónde era que estaban yendo. ―Oh, me gusta estudiar a mis presas para ver cómo piensan. Papá dice que uno puede aprender mucho sobre una persona estudiando cómo reaccionan a las cosas que suceden a su alrededor. Has hecho un buen trabajo en cuanto te has dado cuenta que te estaba rastreando; me ha gustado la manera en que has usado el río para intentar cubrir tus huellas ―respondió Trisha, girando hacia un pequeño sendero de animales. ―Gracias ―volvió a gruñir el hombre. Dante Rodríguez prestó atención mientras Trisha le explicaba todas las cosas que le había visto hacer, indicándole algunas de las que había hecho mal. Sacudió la cabeza, pensando en lo difícil que resultaba creer que estuviera oyendo hablar a una niña de doce años. Parecía mucho mayor. Se movía con una elegancia grácil y una confianza que dejaban entrever sus conocimientos, experiencia y comodidad con el paisaje que la rodeaba. Recordó cómo se había reído con los otros nueve hombres de su escuadrón cuando su comandante en jefe les había dicho que iban a participar en un campamento de supervivencia en la naturaleza organizado por Grove Wilderness Guides, una empresa privada que operaba en Wyoming. Todos los chicos habían bromeado con que, si habían podido sobrevivir al entrenamiento básico y al campamento Coronado, podían sobrevivir a cualquier cosa. Estaba claro que los SEALs de la Marina de Estados Unidos nunca habían esperado tener que enfrentarse a las habilidades de una niña de doce años con mucho talento. ―¡Papi! ―chilló Trisha, y echó a correr. Dante se quedó mirando mientras su delgada figura era engullida en un abrazo de oso propinado por un hombre gigantesco. Más tarde aquella misma noche, Trisha se encontraba tumbada sobre el tejado que había justo al otro lado de la ventana de su dormitorio. Su padre se estaba despidiendo de los últimos clientes, y lo estaba esperando en el lugar preferido de los dos. Se le iluminaron los ojos cuando la figura grande y musculosa de su padre se arrastró a través de la pequeña ventana sin el más mínimo ruido. Un momento después tumbó su enorme cuerpo junto a ella, y ambos alzaron la vista en silencio hacia el cielo nocturno. ―Lo has hecho muy bien pequeña ―dijo su padre con voz grave―. Tu madre y yo estamos muy orgullosos de ti. Trisha sonrió mientras miraba las estrellas. ―¿Cuál es mamá esta noche? ―preguntó en voz baja. Su padre señaló uno de los brillantes puntos. ―Esa ―contestó igual de bajo―. Tu madre está esta noche en esa estrella, mirándote. ¿La oyes? Me está diciendo que te estás convirtiendo en una jovencita preciosa, y lo orgullosa que está de ti. Trisha le sonrió a la estrella que le señalaba su padre. ―Me alegro. Algún día volaré hasta ahí arriba y la encontraré ―dijo, antes de girar la cabeza para mirar a su padre―. Y cuando lo haga, te llevaré conmigo. El padre de Trisha, Paul, mantuvo la mirada fija en la estrella que había elegido aquella noche. No dijo nada; no podía. Tenía la garganta cerrada por el esfuerzo de contener las lágrimas ante la inocencia de la promesa de su única hija. Habían pasado a ser únicamente ellos dos desde que su esposa había muerto de un aneurisma cerebral, cuando Trisha solo tenía un año, y cada noche se tumbaban bajo las estrellas y él escogía una diferente. Tomó la pequeña mano de Trisha en la suya, bastante más grande. ―Hazlo, pequeña. Hazlo, y será un placer ir contigo ―dijo al fin.
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