1
Trisha Grove hizo una mueca ante las ligeras cicatrices que le cubrían el plano del estómago. Había una grande y una media docena más pequeñas que se extendían en todas direcciones. Volvía a bajarse la camisa del uniforme para cubrirlas y le dio la espalda al espejo. Se imaginó un archivador de metal, resplandeciente y robusto, y en cuanto tuvo una visión clara de él metió dentro todos sus malos recuerdos y lo cerró a cal y canto, tirando la llave. Aquella maldita cosa siempre encontraba la manera de abrirse por sí mismo, pero cada vez le costaba más, pensó con satisfacción.
Sacó su bolsa de lona con el logo de Boswell International y guardó dentro dos mudas de ropa, una para trabajar y una para divertirse. Aunque no es que últimamente se divirtiera demasiado. «Ups», pensó para sí con una sonrisa reprobadora; se había olvidado de guardar aquel mal recuerdo.
Fue hacia el espejo en cuanto hubo acabado de preparar la bolsa y se recogió el cabello castaño claro, trenzándolo. Su cabello tendía a rizarse de manera extrema desde la raíz a las puntas; en una ocasión había intentado cortárselo, y había descubierto el terrible error que constituía aquel peinado. ¡Había acabado con un afro que habría hecho que el cómico Carrot Top se sintiera orgulloso si hubiera sido pelirroja! Tras aquella desastrosa decisión de estilo lo había dejado crecer, creyendo que el peso del cabello mismo al menos le permitiría trenzarlo o recogérselo con una coleta trenzada, su estilo favorito.
Se estudió el rostro por un momento con un suspiro. Debía admitir que no tenía tan mal aspecto con sus veintiocho años, al menos siempre y cuando no se quitase la ropa. Medía metro setenta y su figura estaba bien proporcionada. La parte superior de su cuerpo era algo voluminosa, pero no tanto como para ser un problema cuando ocupaba su puesto en la cabina del piloto. Su cabello, largo hasta casi la cintura, le enmarcaba la cara delgada y alargada, con una nariz recta y unos labios que no eran ni demasiado gruesos ni demasiado finos.
Su rasgo más destacable eran los ojos, de un color chocolate oscuro. Eran tan profundos que la mayor parte del tiempo resultaba difícil incluso distinguir las pupilas, y su padre todavía seguía diciéndole que eran tan oscuros como la nada cada vez que Trisha se ponía seria con él, recordó con una sonrisa. Su mirada se oscureció al percatarse de que ya iba siendo hora de volver a visitar a su padre. Debería haber ido el mes pasado, pero se le estaban agotando las excusas que daba para explicar por qué no salía todavía con nadie.
Lo siento, papi, no voy a poder darte esos nietos que has estado deseando, los médicos dicen que es demasiado peligroso. No, no estoy saliendo con nadie. He estado demasiado ocupada con el trabajo. No, no he oído nada de Peter desde el divorcio… y desde la pequeña conversación privada que tuviste con él. Sí, sé que hay más hombres ahí fuera que… Trisha cerró de un golpe la puerta de su mente. «¡Basta!», se dijo con fiereza. «Han pasado años. ¡Supéralo de una vez!».
Se imaginó un agujero n***o y lanzó todos aquellos malos recuerdos en su interior, sellándolo con una enorme tapa metálica. Volvió a abrirlo tras pensarlo un segundo, y metió a Peter también dentro antes de volver a cerrarlo. Así estaba mucho mejor, pensó riéndose entre dientes.
Trisha recogió su bolsa y miró a su alrededor para ver si había algo que se estuviera olvidando. Alzó una mirada hacia el cielo de camino hacia su coche; sí, parecía encajar con su estado de ánimo. Salió del aparcamiento subterráneo que había bajo su bloque de apartamentos y sonrió de oreja a oreja. Al menos iba a volar. La previsión del tiempo había dicho que se esperaba que las nubes se aclarasen a lo largo de la tarde, y tanto ella como sus mejores amigas, Ariel Hamm y Cara Truman, tenían previsto llevar a una artista hasta el otro lado del país con un jet de negocios experimental que estaba a punto de entrar en plena producción.
Ariel y ella habían estado haciendo vuelos de prueba por todo el mundo, y era una belleza, una obra de arte en cuanto a navegación e instrumentos. El diseño elegante se había construido con la velocidad en mente, y hasta el momento había soportado toda una variedad de condiciones climáticas de manera magnífica.
Le sonó el teléfono justo cuando entraba en la autopista, de camino al aeródromo privado propiedad de los Boswell. Trisha frunció el ceño y murmuró para sí cuando un coche estuvo a punto de rozar el parachoques izquierdo; el mal tiempo siempre parecía invocar a los peores conductores.
Apretó el botón del volante para conectar la llamada.
―Hola, Ariel.
―Ey, Trish ―la saludo esta. Trisha sonrió de oreja a oreja al notar la falta de aliento de su voz. Parecía que había vuelto a apagar el despertador demasiadas veces aquella mañana.
―¿Te has saltado la alarma? ―preguntó con una sonrisa. Ambas habían dormido hasta tarde tras haber pasado buena parte de la noche en el simulador de entrenamiento que había en el laboratorio de investigación Boswell, y no le hubiera sorprendido que Ariel hubiera ido directa desde el laboratorio a la protectora de animales en la que hacía de voluntaria. Debería haberse decidido por la profesión de veterinaria, pensó mientras cambiaba de carril.
―Mis malditos despertadores no dejan de averiarse. No sé ni por qué me molesto en seguir comprándolos; no me duran ni una semana antes de dejar de funcionar ―refunfuñó Ariel en voz baja―. Pero bueno. Estaba mirando la previsión del tiempo y parece que nos darán luz verde a eso de media tarde. Sé que Abby se moría de ganas de volver a casa, y no he oído nada de Cara, pero también debería venir con nosotras. Sé que estaba en Detroit o en Filadelfia, no consigo recordar qué ciudad era. En fin, ya sabes cómo es durante los vuelos. Tendremos suerte si no intenta desmantelar el maldito avión a treinta mil pies de altura simplemente porque sí. Oh, y Carmen también viene ―añadió rápidamente al final.
Trisha contuvo una risita; sabía que Ariel no apreciaría su humor en aquel momento. El tema de Carmen seguía siendo una herida abierta. Si tenía que ser sincera, Trisha en realidad se sentía identificada con lo que sentía Carmen. Esta había perdido a su marido tres años antes de manera traumática, y a Trisha le parecía que lo estaba llevando bien considerando por todo por lo que había pasado. Volvió a concentrarse al oír la pausa que se hizo al otro lado del teléfono y supo que Ariel estaba esperando a que contestase.
―¡Eso es genial! Llevo un par de meses sin ver a Carmen. ¿Crees que Cara nos habrá perdonado ya por la cita a ciegas que le preparamos la semana pasada? ―preguntó. Sonrió de oreja a oreja al oír el alivio en la voz de Ariel ante su cambio de tema, pasando a uno menos estresante.
―Eso espero, o puede que acabemos teniendo que agitar los brazos como si fueran alas para conseguir llegar a California ―dijo con una risotada. Habían aprendido una importante lección de aquello: no organizar nunca una cita a ciegas para alguien que no solo era hiperactiva y sufría déficit de atención, sino que también era más inteligente que Einstein, sobre todo si estabas borracha al hacerlo. El pobre tipo había acabado teniendo un ataque de asma en mitad del restaurante, y ni Ariel ni Trisha, que ya habían empinado demasiado el codo, se habían dado cuenta hasta que el chico había conseguido reunir el aliento suficiente para pedirle al maître que llamase a una ambulancia―. Bueno, yo estoy de camino y llegaré en unos veinte o treinta minutos ―siguió diciendo Ariel.
―Me parece bien. Me gustaría volver a revisar los controles. Sé que hemos pasado mucho tiempo en el simulador esta semana asegurándonos de que nos sintiésemos cómodas, pero quiero volver a echarle un vistazo a un par de cosas ―comentó Trisha.
Siguieron hablando durante unos minutos antes de colgar. Trisha sabía que tenía que hacer una llamada más antes de despegar; quería decidir un momento para visitar a su padre, y así poder explicarle al fin cuáles eran sus planes. Presionó el botón para llamar el número preprogramado y esperó a que sonase la voz grave de su padre.
―Hola, pequeña ―dijo Paul Grove con suavidad―. ¿Cómo estás?
Trisha sintió cómo una sonrisa le curvaba los labios. Quería tantísimo a su padre.
―Estoy bien, papi. Te echo de menos.
Paul Grove se rio.
―De acuerdo, ¿cuándo vas a venir para que podamos subir a las montañas durante unos días?
―¿Cómo puedes conocerme tan bien? ―respondió Trisha con un suspiro.
―Somos idénticos, pequeña. Danos la naturaleza con espacio para vagar y la paz y el silencio del mundo a nuestro alrededor, y podemos resolver todos los problemas del planeta ―contestó Paul Grove con una risa entre dientes―. Y, habiendo dicho esas palabras de sabiduría, ¿cuándo vas a venir?
―Tengo que hacer un vuelo de prueba hasta California para Boswell International. Debería volver a lo largo del día de mañana, y pediré vacaciones a partir del lunes. Llegaré allí en algún momento del lunes por la tarde ―dijo Trisha. Había usado la palabra «vacaciones» en lugar de «dimisión» para que su padre no se preocupase, y tampoco tenía tiempo de explicar su decisión. Algunas cosas era mejor decirlas en persona.
―Suena bien. No espero ningún cliente hasta final de mes; mantendré mi agenda vacía. ¿Cuánto tiempo planeas quedarte? ―preguntó Paul con brusquedad. No quería admitir lo mucho que echaba a Trisha de menos. Sabía que ella ahora tenía su propia vida, pero aquello no quería decir que no sintiera su ausencia.
―Estaré libre hasta finales de mes. Estaba pensando que podríamos hablarlo cuando llegue, quiero consultarte algunas cosas ―contestó Trisha en voz baja.
―Por supuesto, pequeña. Me muero de ganas de verte.
―Gracias, papi. Te llamaré antes de ponerme en camino el lunes. Te quiero.
―Yo también te quiero ―dijo Paul Grove―. Cuídate.
―¡Siempre! ―respondió Trisha jovialmente. Ya se sentía mejor.
Cortó la llamada y durante el resto del camino se concentró en conducir hasta el aeropuerto. Había muchas cosas en las que necesitaba pensar. Por un lado, tenía que hablar con Ariel. Había decidido que había llegado el momento de hacer un cambio; ya le había entregado su dimisión a Boswell International, e iba a unirse a su padre en Grove Wilderness Guides.
Tras su accidente se había percatado de que nunca conseguiría entrar en el programa espacial. Nunca sería capaz de tocar las estrellas. Había esperado que seguir estando activa con una profesión dedicada a volar sería suficiente para sentirse satisfecha, pero seguía faltándole algo. Y por fin había comprendido que echaba de menos las noches tranquilas junto a su padre y la libertad de explorar los bosques y las montañas. Pero lo que más echaba de menos era la sensación de que formaba parte de una familia. Era hora de volver a casa.