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El amor que fue tormenta

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intro-logo
Blurb

Victoria y Miguel crecieron entre ruinas: hogares rotos, secretos familiares y cicatrices invisibles. Desde niños, compartieron la tristeza del abandono y el deseo de algo más que sobrevivir. Él, con la fama de chico malo que lo precede; ella, con un corazón que insiste en ver más allá de las máscaras.

Lo que comenzó como una amistad de infancia se transformó en una historia de amor tan intensa como peligrosa, donde las lealtades se confunden, los límites se cruzan y las heridas del pasado amenazan con devorarlo todo. En un mundo donde nadie cree en el amor que se construye entre sombras… ellos deciden aferrarse el uno al otro, cueste lo que cueste.

Pero no todo lo que se siente está destinado a perdurar.

¿Y si ese amor, en vez de salvarlos… los destruye?

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Capítulo 1 – El amor no entiende razones
(Perspectiva de Victoria) No había pasado ni una semana desde que Miguel y yo formalizamos nuestro noviazgo, cuando, una tarde en mi departamento, Mina ya estaba lanzando sus comentarios malintencionados sobre lo nuestro. —¿Entonces es oficial? ¿Tú y Miguel? —preguntó Mina, con una ceja alzada y esa sonrisa venenosa que solo usaba cuando estaba a punto de soltar algo desagradable. Asentí, aún con el corazón latiendo rápido. No sabía si por emoción... o por miedo a lo que diría después. —Vaya… —Mina se cruzó de brazos y me miró con desdén—. No entiendo cómo terminaron siendo novios, si él siempre dijo que solo te veía como una hermana. De hecho, una vez me dijo que tú no le gustabas para nada. Me quedé helada. Era difícil saber qué dolía más, lo que decía… o cómo lo decía. Claro que no todos aprobaban lo evidente que se había vuelto que Miguel estuviera ahora siempre detrás de mí. Mi mamá y mi hermano fueron los primeros en levantar la ceja y advertir que me alejara, que no me dejara envolver por él, sabiendo la fama que arrastraba. Después de todo, la fama de chico malo no se gana en vano. —Seguro está jugando contigo —continuó Mina—. ¿O será otra de esas apuestas estúpidas que hace con los chicos? —¡Basta, Mina! —saltó Nina, visiblemente incómoda—. No es la forma... —¿La forma? Estoy siendo sincera —respondió Mina, sin apartar la mirada de mí—. Alguien tiene que decirlo, ¿no? Las inseparables hermanas Marelle, Mina y Nina, las más populares desde que entramos a la preparatoria. Eran gemelas, y aunque cada una tenía su propio modo de brillar, esa actitud de divas las ponía siempre en el centro de todas las miradas. Ambas tenían esas facciones perfectas, casi sacadas de una portada de revista, tan iguales que bastaba verles el rostro y esos ojos verdes aceitunados para saber que eran gemelas. Ahí terminaban las similitudes. Nina, con su hermoso cabello pelirrojo —un tono vibrante entre anaranjado y rojizo— que le caía lacio hasta la cintura, realzaba aún más su figura perfectamente curvilínea y bien proporcionada. Mina, en cambio, había cambiado su pelirrojo natural por un rubio llamativo, también lacio, que apenas le rozaba los hombros. A diferencia de su hermana, ella era muy delgada, con una cintura diminuta y pechos pequeños, lo que hacía que sus caderas redondas y bien formadas destacarán aún más. A veces me preguntaba por qué me habían elegido como su amiga. Siempre me sentí fuera de lugar junto a ellas. Me sentí como la sombra de un espectáculo de luces, sin estar a su altura. Pero al verlas ahí, discutiendo por mí, recordé que más de una vez me habían demostrado que su amistad era sincera. Y eso… era suficiente para quedarme. Yo tragué saliva. Sabía que no sería fácil, pero no pensé que su reacción dolería tanto. —Mina, no sabes nada de lo que hay entre nosotros. —dije, apretando los puños con fuerza, tratando de mantener la calma. —¿Y tú sí? —me dijo, con los ojos entrecerrados—. Sólo no te ilusiones demasiado. Porque cuando él te rompa el corazón… no digas que no te lo advertí. —Basta, Mina —intervino Nina, visiblemente molesta. Luego se volvió hacia mí con una expresión preocupada—. Yo tampoco estoy del todo de acuerdo con esa relación, Vic. Mina no se equivoca, Miguel es súper mujeriego, y dudo mucho que se tome algo en serio contigo. Escúchame… no quiero que termines lastimada. Hizo una pausa, bajando un poco la voz. —Además… no creo que te convenga. Su mamá y su hermana viven rodeadas de violencia y carencias, y su papá está metido en ese mundo horrible de drogas. Incluso dicen que él mismo las vende. A diferencia de Mina, Nina sí parecía preocuparse de verdad por mí. No era que intentara entender lo que yo sentía… más bien quería abrirme los ojos. Y tal vez tenía razón, en el fondo, yo también sabía quién era Miguel y para ella, él no era alguien en quien se pudiera confiar. Pero para mí, él era distinto… Nuestras madres se hicieron amigas cuando yo apenas balbuceaba y Miguel ya hacía de las suyas. Con los años se hicieron inseparables, siempre ahí la una para la otra, aunque fuera con lo poco que podían. Mi mamá la quería, sí… pero eso nunca le impidió advertirme lo problemático que era su hijo. —Es que… ustedes no lo conocen como yo —susurré, bajando la mirada, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con traicionarme—. Conmigo… él es distinto. Me encogí un poco en mi asiento, sin atreverme a levantar la vista. —Y… y no, no tiene que ser como lo de sus papás. Yo confío en él… aunque… aunque no debería. —susurré al final, casi para mí misma —Está bien, Vic. No te lo decimos para molestarte, simplemente nos preocupas… ya te lo he dicho —murmuró Nina, posando una mano suave en mi hombro, como queriendo calmarme. —Piensa lo que quieras, Victoria —intervino Mina, cruzándose de brazos con su típico aire de superioridad—. Pero no te engañes… Miguel no es de los que cambian por amor… ni por nadie. Y tú no eres la excepción, por más que te esfuerces. Él es así, y siempre lo será… aunque no lo quieras ver. Su tono fue seco, casi hiriente. —Pero bueno… haz lo que quieras. Al final, la que va a hacer el ridículo serás tú —remató antes de levantarse de golpe y salir, azotando la puerta tras de sí. Me quedé paralizada, sorprendida por su actitud. No entendía por qué me dolía tanto lo que decía… quizá porque, en el fondo, tenía miedo de que tuviera razón. Después de todo, llevábamos casi tres años siendo amigas y nunca me había dicho algo solo para herirme. Y, aunque intentara negarlo, sus palabras seguían resonando en mi cabeza, sembrando la duda: ¿y si Miguel solo estaba jugando conmigo? ¿Y si ellas tenían razón y yo no quería verlo? —No le hagas caso —dijo Nina, intentando suavizar el ambiente—. Sabes cómo es… impulsiva y sin filtro. A veces no mide lo que dice, pero te aseguro que se preocupa por ti… igual que yo. Mina y Nina no dejaban de mostrarse preocupadas, pero incluso conociendo un poco de nuestra historia, no lograban entender por qué Miguel y yo estábamos juntos. Para ellas, solo era una relación equivocada, con fecha de caducidad. Pero lo que no sabían era todo lo que habíamos compartido desde niños. La vida nos puso en el mismo lado desde el principio, en escenarios parecidos, con heridas parecidas. Antonia, mi madre, enviudó cuando aún era muy joven. Mi papá se vio rebasado por las deudas y una hipoteca imposible de pagar. Perdimos la casa y, un día, no pudo más con la presión: decidió terminar con su propia vida. Mamá quedó sola, con un hijo de nueve años y conmigo, que apenas era una bebé. Por un tiempo vivimos con mi abuela Isabel, en el pueblito que vio nacer a mamá. Pero para ella, esa casa nunca fue un verdadero hogar. —¡Esa señora no sabe hacer otra cosa que juzgarme! —me acuerdo de oírle decir más de una vez—. ¡Parece que ni siquiera es mi madre! Así que no lo pensó dos veces. Hizo las maletas, consiguió un empleo como ayudante de cocina en un restaurante de lujo y nos mudó a San Miraya. Era una ciudad hecha para los ricos, llena de edificios brillantes y calles impecables… pero lo único que ella pudo pagar fue un apartamento en el lado más gris, tan miserable como barato. El centro siempre deslumbraba. Era el corazón de la alta sociedad, donde la ciudad mostraba su mejor cara. Ahí estaban los museos más exclusivos, los parques impecables donde todo parecía diseñado para una postal, los chefs más reconocidos sirviendo platos imposibles, clubs de golf donde se mezclaba la gente más selecta. Bares y antros tan exclusivos que para entrar necesitabas más que dinero, necesitabas apellido. Todo allá olía a caro, a éxito, a un mundo que no nos pertenecía. Al caminar por el centro, era imposible no notar los edificios altísimos de cristal y acero. Ventanales relucientes, recepciones con pisos de mármol, terrazas privadas llenas de gente elegante tomando cócteles. Y en los últimos pisos de los rascacielos, los restaurantes de lujo como en el que trabajaba mamá. Pero bastaba con avanzar unas cuadras y doblar en la calle para encontrarte con un mundo completamente distinto. La zona sur. Nadie presumía de vivir en la zona sur. Los barrios marginados eran el rincón olvidado de la ciudad, el que la gente acomodada evitaba a toda costa. Nuestro edificio, igual que todos los de la zona, era viejo. Se alzaba en una calle estrecha y agrietada, con banquetas sucias y rotas, faroles amarillos que apenas alumbraban al caer la noche. Las paredes estaban cubiertas de grafitis y parches de pintura descascarada. Los balcones torcidos servían más para colgar ropa que para mirar el paisaje. El interior no era mucho mejor. Las escaleras de madera, astilladas y viejas, crujían bajo los pies; las paredes estaban manchadas de humedad, los techos agrietados, y los pasillos siempre olían a cigarro y comida rancia. Todos los apartamentos eran pequeños, de techos bajos y ventanas que apenas dejaban entrar la luz del día. Por las noches, el barrio parecía tranquilo… hasta que no lo era. Se colaba el sonido de disparos a lo lejos, perros que no dejaban de ladrar, alguna pelea en la esquina y voces ebrias perdiéndose entre las sombras. Todo eso, sobre un silencio extraño, incómodo. Era absurdo. A unas cuadras, la ciudad relucía como una promesa. Aquí, en cambio, todo parecía una advertencia. Miguel y yo vivíamos en el mismo piso, uno frente al otro, separados apenas por un estrecho pasillo. Y fue ahí donde conocimos a Ángeles, la mamá de Miguel. Se ofreció a cuidarnos mientras mamá trabajaba, y sin muchas opciones, ella aceptó. Con el tiempo, dejaron de ser solo vecinas. Se convirtieron en mejores amigas. Dos mujeres solas, con vidas igual de rotas, encontrando en la otra un refugio. Quizá por eso quería creer en Miguel… porque, después de todo lo que habíamos vivido juntos, me gustaba pensar que él no me lastimaría… que él era diferente. Y, porque en este rincón roto del mundo, su mamá y la mía también aprendieron a confiar la una en la otra.

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