Capítulo 9 – Mi manada

1963 Words
(Perspectiva de Miguel) Había quedado de verme con mis amigos en las canchas. Podía retrasarme lo que quisiera, siempre estaban ahí, esperando entre risas y humo. Wolfgang, Manolo y Luis. No había nadie mejor para estar en problemas… ni para salir de ellos. Wolfgang Lang, puro músculo y tatuajes, la bestia brava del barrio, era el que siempre estaba listo para partirle el hocico a cualquiera. Era el tanque del grupo: brutal, leal y peligroso. No hacía falta que hablara, porque sus puños eran su tarjeta de presentación. Lo conocí a los diecisiete, en una esquina maldita, cuando una bola de cabrones armados con navajas lo acorraló. Eran siete contra él y aunque fuerza le sobraba, la desventaja era brutal. Observé cómo resistía, como todo un campeón, pero cuando lo vi sin salida, me metí a la pelea sin pensarlo. Repartimos madrazos hasta que solo quedamos él y yo de pie. Esa noche lo salvé de acabar en un hospital… o en una caja. Wolfgang escupió sangre al piso, se rió como si no le doliera nada mientras dijo: —Estás loco, nadie se mete así en un pleito que no es suyo. —Pues ahora ya es mío… —le respondí, limpiándome la ceja abierta. Él soltó otra carcajada ronca mientras estrechábamos las manos con fuerza, como sellando un pacto de camaradería, de esos que no necesitan promesas ni discursos. Desde entonces me tuvo una fe ciega y decidió que yo era el único al que seguiría sin chistar. Con el tiempo también se volvió un pesado del barrio, temido y respetado, y bastaba con que apareciéramos juntos para que hasta los cabrones más duros apartaran la mirada sin decir nada. Entendí que Wolfgang no era solo músculo; era astuto, mañoso e instintivo. Y cuando se trataba de negocios, sabía mover sus fichas con ese colmillo que solo da la calle para hacer todo más fácil: guardias distraídos, rutas despejadas, favores cobrados. No era de discursos, pero siempre encontraba la forma de abrir camino. Si yo daba un paso al frente, él ya estaba ahí, firme como un muro. Y aunque nunca lo dijéramos en voz alta, yo sabía que él apostaba su vida por la mía… y yo la mía por la de él. Manolo Del Monte era el niño rico con cara de modelo, la oveja negra de una familia de abolengo. El tipo de rostro que vendía revistas, pero que él transformaba en la fachada perfecta para negocios turbios que necesitaban credibilidad, la clase de tratos donde una cara bonita abría más puertas que un billete. Su sonrisa elegante disfrazaba el dinero sucio. Ya lo habían corrido de varias escuelas de paga. Al final su familia lo mandó a una pública como un intento por “enderezarlo”, y justo ahí fue donde lo conocí. Todos lo miraban como a un bicho raro, rodeado de rumores absurdos sobre lo que había hecho. A nadie le importaba si eran ciertos o no, lo juzgaban igual. Le tiraban la comida, lo empujaban en los pasillos, le robaban sus cosas solo para echarlas a la basura, le gritaban “lárgate hijo de papi”. Parecía que lo odiaban solo por ser rico. Y aun así se mantenía firme, terco, sin darles el gusto de verlo quebrarse. Admiraba esa resistencia silenciosa. Pero el día que le plantó cara a Wolfgang, se ganó mi respeto. Se metió en una plática que no era suya, ofreciendo dinero para un negocio en el que nadie lo había invitado. El grandote se encendió al instante, con los puños listos, porque no confiaba en él ni tantito. Manolo, en vez de echarse para atrás, le sostuvo la mirada. No tembló. Me dio risa verlo ahí, parado frente al más bravo, jugándosela. Y contra todo pronóstico, aguantó. Se aferró a nosotros como lo había hecho con todo lo demás… Le di un lugar en la manada; desde entonces, nadie volvió a molestarlo. Estar con nosotros lo blindó y él poco a poco se ganó la confianza de todos, incluso la mía. Su cartera familiar terminó financiando movimientos discretos que yo me encargaba de poner en marcha. Yo ponía la idea, él ponía el dinero… y su cara bonita hacía que todos firmaran sin preguntar. Luis Solís era el más discreto. Bastaba con su apellido para que todos entendieran quién era. Su padre tenía “amistades poderosas”, tan influyentes que nadie en su sano juicio se atrevía a decirle que no. No necesitaba ensuciarse las manos. No presumía, no hablaba de más; una sola llamada bastaba para que un reporte desapareciera, para que un expediente se perdiera, para que un testigo “olvidara” lo que había visto. Tenía un aura callada, densa, que imponía más que cualquier grito… y justo eso lo hacía más peligroso. Lo conocí en medio de una bronca que se salió de control frente a un billar. Wolfgang ya había mandado a dos al suelo, yo tenía a otro contra la pared, cuando las sirenas comenzaron a escucharse a lo lejos. En menos de un minuto los policías nos tenían rodeados, revisándonos y lanzando preguntas como si ya nos dieran por arrestados. Luis, que hasta entonces había estado callado en la esquina, observándome en silencio, se acercó con esa calma suya. Murmuró algo al oficial, le deslizó unos billetes doblados y todo cambió. Las sirenas se apagaron, las luces se esfumaron y nos soltaron como si nada hubiera pasado. Encendió un cigarro con la misma tranquilidad con la que acababa de comprar nuestra libertad. Me miró fijo y dijo, sin titubear: —Me recuerdas a mi hermano mayor. —Bajó la mirada un instante, como si tragara recuerdos que todavía dolían—. Lo mataron en una balacera. Tenía la misma forma de plantarse ante cualquiera, el mismo fuego en los ojos. No supe qué contestar, pero tampoco hizo falta. Sonrió apenas, como si ya se hubiera respondido solo. Comenzó a juntarse con nosotros, a meterse en nuestro mundo, así como nosotros en el suyo. Entre él y yo nació un lazo que se forjó a punta de anécdotas y vivencias. Yo jamás reemplazaría a su hermano, pero conmigo tenía a alguien que nunca le fallaría… y yo sabía que de él recibía lo mismo. Juntos éramos una combinación letal: violencia, dinero e influencias. Cuatro piezas distintas que, aunque parecíamos imposibles de encajar, funcionábamos como engranajes oxidados: listos para quebrarnos… o para quebrar a alguien más. Yo era el que marcaba el ritmo; ellos me seguían. Con nosotros no había medias tintas; cualquier bronca podía escalar en cuestión de segundos, porque ninguno sabía retroceder. A veces salíamos bien librados, otras hundidos hasta el cuello, pero nunca solos. Estaba por llegar a las canchas cuando ya se escuchaban las risas rebotando contra las gradas. El humo del cigarro me alcanzó incluso antes de verlos. —¡Mírenlo! —gritó Manolo apenas me vio—. Aquí viene el rompecorazones del barrio. —Ya era hora, cabrón —agregó Wolfgang, haciéndome un pase con la pelota—. ¿Qué pasa? ¿Ahora eres niño bien? —O niño mandilón —rió Luis, encendiéndose un cigarro con calma—. Siempre supe que tarde o temprano una te iba a amarrar. Sonreí de lado mientras atrapaba el balón con una mano. —No digan tonterías —solté, con la misma tranquilidad de siempre—. Nadie me amarra. —Ajá… —se burló Wolfgang, dándome una palmada fuerte en la espalda—. Para no estar amarrado, bien que te tuvieron ocupado todo el día. Luis soltó el humo por la nariz y dibujó una sonrisa torcida. —Si así te pierdes por un día, cuando de verdad te amarren, no te vemos en un mes. Las carcajadas no tardaron en estallar entre todos. Incluso a mí me daba risa la situación en la que me veía comprometido, aunque no pensaba darles el gusto de admitirlo. Negué con la cabeza y, sin darles más importancia, tomé el balón de básquet y lo lancé hacia la canasta oxidada. Me dejé caer en la banca junto a ellos, abriendo la lata que Luis ya tenía esperándome. El primer trago bajó amargo y helado por mi garganta mientras escuchaba cómo empezaban a hablar de lo de siempre: negocios. Siempre traíamos algo entre manos. Un par de “movidas” aquí y allá; admito que no era nada limpio ni legal, pero servía para llenar los bolsillos rápido y vivir como si el mañana no existiera. Tocaba ir hasta la zona industrial del este, donde las embarcaciones descargaban en silencio a media madrugada. Recogíamos paquetes sin nombre, con la indicación de moverlos a otros puntos de la ciudad. No preguntábamos, no hacía falta. Con que pagaran bien, bastaba. El dinero se nos evaporaba en las manos. Se nos iba en lo de siempre: tragos caros, fiestas largas, mujeres bonitas y esa sensación adictiva de creernos dueños del mundo por una noche. —El paquete llega la próxima semana —dijo Manolo, sacudiéndose el polvo de la ropa como si lo que decía fuera lo más natural del mundo—. Misma hora, misma bodega de siempre. Yo pongo el transporte. —Ya está cuadrado el transporte —añadió Luis, apagando el cigarro contra la banca—. Esta vez no usaremos tu carro, bro. Conseguí otro, para no quemar el tuyo ni meterte en broncas. —Yo me encargo de los guardias, el camino va a estar libre —dijo Wolfgang, tronándose los nudillos con una sonrisa torcida—. Y si alguien se atraviesa, lo callo antes de que abra la boca. A veces todavía me sorprendía —y hasta me daba gracia— vernos tan organizados. Éramos una bola de cabrones que, en vez de buscar un empleo formal o estar estudiando, nos movíamos como si fuéramos una empresa clandestina: armando planes de transporte, guardias, entregas… todo por unos billetes rápidos. —Perfecto —dije alzando la voz—. Pero esta vez pediremos el doble. Si todos están de acuerdo, así queda. Estábamos metidos en la plática cuando los vi pasar frente a las canchas. Cuatro cabrones del barrio contrario, caminando lento, como si les sobrara el tiempo. No dijeron nada, pero esas miradas clavadas en nosotros bastaban para encender la chispa: su sola presencia ya era una provocación. De inmediato todo cambió. Luis se puso de pie, Manolo se quitó la chaqueta y Wolfgang se cuadró con calma. Yo me adelanté al frente, como siempre, dando la cara por mi manada. Ellos se plantaron detrás, firmes, listos para lo que fuera. Los contrarios se detuvieron unos segundos, midiendo la distancia. El silencio pesaba, con todos tensos, como si cada uno esperara la mínima provocación para accionar. Al final, siguieron de largo, despacio, como dejando claro que volverían. El ambiente se relajó apenas se alejaron, pero nadie rió esta vez. —Cada vez se meten más en nuestras calles —dijo Wolfgang, con la mandíbula tensa. —Capaz que quieren tantear terreno —añadió Manolo, inquieto. —Es lo más seguro, desde hace rato están sobre esta zona —soltó Luis, con esa mirada seria que lo caracterizaba. Yo solo asentí, con la vista aún clavada en la dirección por donde se habían marchado. —Pues que lo intenten… —solté con una sonrisa torcida. Ellos siempre estaban listos, firmes, antes incluso de que yo abriera la boca. Yo lo tenía claro. Si ellos apostaban su cuello por mí, yo no podía darles la espalda. Nuestra regla no escrita era simple: si uno caía, caíamos todos. Así funcionaba nuestra manada. Sin discursos, sin promesas. Solo hechos. Esa era la única regla que valía. Éramos más que una pandilla. Éramos una manada… Éramos una familia.
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