Capítulo 5 – Donde se quiebra el orgullo

1493 Words
(Perspectiva de Miguel) Abrí los ojos esa mañana con la estúpida esperanza de que todo se sintiera distinto. Que el nudo en el pecho se hubiera ido, que ese recuerdo se hubiera esfumado con el amanecer. Pero no. Ahí seguía. Amanecí con la cruda moral más pesada que había sentido en mi vida. La sensación de perder el control me carcomía, esa misma que siempre había odiado, porque me hacía sentir débil. No fui a la escuela. No porque no quisiera verla… sino porque no sabía con qué cara iba a enfrentarla. Porque sabía que la había cagado, que me había pasado de la raya. Lo sabía. Pero, al mismo tiempo, la rabia me quemaba por dentro, recordando su cuerpo moviéndose con ese cabrón, como si yo no existiera, como si cualquier idiota pudiera acercarse a ella. Me quedé tirado en la cama, brazos cruzados tras la cabeza, mirando el techo mientras el eco de mi rabia se mezclaba con una culpa que me pesaba en el pecho y me quemaba por dentro. Y entonces, su imagen se coló en mi cabeza como una puñalada. Victoria con las mejillas empapadas, rompiéndose frente a mí. Después, alejándose sin regalarme ni una última mirada. La mandíbula se me tensó, los dientes apretados hasta doler y los puños clavados en las sábanas, con los nudillos blancos de tanto contenerme. Me maldije en silencio una y otra vez. Me odié por cada palabra que le había lanzado, por cada maldito grito que había salido de mí. Por ser yo quien la hizo llorar. Necesitaba hacer algo. No podía seguir así, hundido en este maldito torbellino de pensamientos. Algo dentro de mí gritaba que debía moverme, aclarar las cosas con ella, pero otra voz me susurraba que lo dejara pasar, que le diera su espacio, que el tiempo lo arreglaría todo. Por un momento me engañé creyendo que sería mejor dejarlo así, que ella siguiera con su vida y yo con la mía. Pensé en alejarme, en convencerme de que podría olvidarla… como si fuera tan fácil. Pero entonces, solo de imaginarla alejándose de mí, solo de pensar que otro cabrón pudiera tenerla, algo dentro de mí tronó. ¡No! A la mierda el orgullo. Por primera vez en mi vida, sentí que mi maldito orgullo no servía de nada. Todo en mí era un caos: la necesidad de verla, de pedirle perdón, de decirle que era mía y que nadie más tenía derecho a tocarla… y el miedo a que, cuando la volviera a ver, ella me mirara con esos mismos ojos de dolor que ya una vez me atravesaron y me hiciera sentir de nuevo como un maldito desconocido. Yo, que nunca corría tras nadie, que siempre me mantenía firme mientras las mujeres eran las que venían a mí… esa vez estaba hecho mierda, con las manos temblando y la cabeza llena de ella. Si no iba por ella, la iba a perder. Y no podía permitir que pasara eso. Me levanté de golpe y me metí a la ducha, dejando que el agua fría me despejara la cabeza, como si pudiera arrancar de golpe todo el maldito caos que llevaba dentro. Salí, me sequé rápido y me vestí: unos jeans oscuros, botas, la chamarra de cuero, un poco de colonia. Lo de siempre… pero esa vez me aseguré de que todo quedara en su lugar. No iba a verla hecho un desastre. Si iba a plantarme frente a ella, al menos que me viera bien. Encendí un cigarro apenas crucé la puerta. El humo me llenó los pulmones, pero no me calmó. Cada calada solo parecía encender más la ansiedad que me quemaba. El sol bajaba lento, sin llegar a quemar, dejando un clima fresco que hacía que el día se sintiera tranquilo, casi como una broma de mal gusto comparado con lo mierda que me sentía. Le di otra calada al cigarro, soltando el humo con rabia. Caminé despacio, pensando en qué demonios iba a decirle. ¿Debía pedirle que fuera mi novia, así, sin rodeos, aunque existiera la mínima posibilidad de que me rechazara? Nadie nunca me había rechazado… pero ¿y si ella sí? ¿O solo confesarle que me gustaba y dejar que fuera ella quien decidiera si quería algo más? ¿Y si yo no le gustaba de la forma en que yo la quería a ella? Esa maldita falta de control y la incertidumbre me pesaban más que cualquier pelea callejera que hubiera tenido. El cigarro se consumía rápido entre mis dedos, igual que mi paciencia, mientras buscaba el valor para enfrentarla. Doblé la esquina y, a lo lejos, vi el colegio. Sentí el pecho apretarse, cada paso era un recordatorio de que estaba a punto de enfrentar algo para lo que no estaba hecho. Estaba más cerca de ella, más cerca de tener que desnudarme por dentro, mostrarme vulnerable… algo que siempre odié, algo que jamás había hecho por nadie. Pero por ella… lo iba a hacer. Crucé las rejas de la escuela sin molestarme en buscar a mis amigos en las canchas. No estaba para saludos. No hoy. Esto tenía que hacerlo solo. Me fui directo a su edificio, buscando un lugar desde donde verla venir… un punto donde, le gustara o no, tendría que cruzarse conmigo. Ahí me quedé, apoyado contra la pared y las manos enterradas en los bolsillos. Tiré el cigarro apagado con el que había llegado y, por inercia, busqué otro en el bolsillo… pero me detuve. En su lugar, saqué una pastilla de menta y me la llevé a la boca, preocupado por mi aliento. —¿Qué carajos me pasa? —pensé, mascando con rabia contenida—. Nunca me había importado esto con nadie. La campana sonó y los salones empezaron a vaciarse. Los estudiantes salían en grupos, unos riendo, otros hablando a medias, y unos cuantos caminando solos, con la cara pegada al celular como zombis. El murmullo de voces y pasos llenó el aire, pero todo me sonaba lejano. Esperando ahí confirmé, una vez más, que atraer chicas siempre había sido pan comido para mí. Mientras pasaban los minutos, no una, ni dos, sino tres intentaron llamar mi atención. Una caminó frente a mí contoneándose más de la cuenta, otra se acomodó el cabello con una sonrisa insinuante, y la última se detuvo apenas un segundo, mirándome directo. —Hola, Miguel —dijo, mordiéndose el labio con descaro. Ni siquiera levanté la cabeza. Ni una mirada. Ni media sonrisa. Por primera vez no me importaba, porque no estaba ahí para nadie más. Era la primera vez que yo esperaba, dispuesto a ir tras una chica. Y no era cualquier chica. Era ella. Solo por ella estaba ahí. Y entonces, entre todo ese movimiento, la vi. Victoria. Salía de su salón con la barbilla en alto, caminando erguida, con esa determinación orgullosa que pocas veces mostraba… y que ahora mismo me estaba restregando en la cara. Pero yo la conocía demasiado bien: bajo esa fachada altiva, sus pasos tenían un leve temblor, un nerviosismo que solo yo podía notar. Y entonces la sentí. Esa punzada en el pecho, esa maldita descarga que siempre me atravesaba las entrañas cuando la tenía cerca. La misma de siempre… solo que ahora me dolía más. Victoria caminaba entre Mina y Nina, pegadas a ella como si fueran su escolta personal, flanqueándola como si yo fuera el enemigo del que tenían que protegerla. Y ahí lo entendí. Ellas estaban tratando de alejarla de mí. Como si tuvieran algún puto derecho. Ese asunto con sus amigas me picaba los nervios, como una espina que necesitaba sacar. Algo me decía que podían meterse más de la cuenta y complicarlo todo… pero no pude seguir pensando en eso. Mi atención era arrastrada, casi a la fuerza, hacia Victoria. La observé mientras caminaba. No podía no hacerlo. Su cabello rizado caía en ondas sobre los hombros, enmarcando ese rostro que siempre había sido hermoso, pero que en ese momento me parecía incluso más. Cada vez que la veía, me gustaba más. Sus labios, sus ojos… todo en ella me arrastraba, me jalaba, me perdía. Y esa forma de caminar, con las caderas balanceándose con naturalidad, sin que ella se diera cuenta de lo jodidamente sensual que podía ser. Y yo, ahí, atrapado en cada detalle, sin poder dejar de mirarla. Como un idiota… pero un idiota ya perdido en ella. La seguí con la mirada mientras avanzaba entre la gente, tan jodidamente hermosa, tan ella, que me cortó el aire. Y ahí lo entendí todo. Todas las malditas dudas que me destrozaron la cabeza durante la mañana se deshicieron como polvo. No había espacio para más vueltas. La quería solo para mí. Ya no podía hacerme pendejo. La deseaba completa, sin medias tintas. Y no iba a permitir que otro cabrón se atreviera a tocarla. Y si tenía que romperme por dentro para tenerla, lo haría sin dudar.
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