Capítulo 8 – Bailando con el diablo

1767 Words
(Perspectiva de Victoria) —Hay que ser muy tonta para caer en las mentiras de Miguel —dijo Mina con su típico tono mezquino, entrecerrando los ojos como si me diseccionara con la mirada—. De verdad que no puedo creer que seas tan ingenua, Victoria. ¿Cómo llegué hasta aquí? Ahí estaba, lidiando con lo que menos esperaba: Mina echándome en cara lo ingenua que decía que era, Nina en medio intentando bajarle el veneno a su hermana, pero aun así también queriendo que entrara en razón, y yo… yo tratando de defender lo que apenas empezaba. Sosteniendo una relación que se sentía tan frágil como inevitable. Miguel y yo habíamos acordado ser discretos hasta que llegara el momento de hablar con mi mamá y con mi hermano. No queríamos que se enteraran por terceros, ni que las cosas explotaran antes de tiempo. Por eso, las únicas a quienes yo misma se los había contado eran Mina y Nina… lo hice buscando contención, un poco de apoyo. Aunque ahora, viendo la forma en que lo tomaban, no podía evitar arrepentirme de haberlo compartido con ellas. Nunca había sentido algo así… Había intentado resistirme, convencerme de que no… de que Miguel no debía cruzar esa línea conmigo. Me repetía que era peligroso, que mi miedo tenía razón de ser. Aun así, en lo más profundo, me moría porque me besara. El miedo me detenía con fuerza, hasta que dejó de importar. El momento en que sus labios tocaron los míos, todo en mi cuerpo se congeló… excepto mi corazón. Ese sí parecía querer salirse del pecho. Me temblaban tanto las manos que tuve que aferrarme a su camisa, como si soltarlo me fuera a hacer caer. Mi primer beso estaba siendo con Miguel, y me besaba con algo que no esperaba… con ternura. Y yo… yo respondí, como si todo dependiera de ese instante. No pensé, no dudé. Simplemente me dejé llevar por él, por sus palabras, por su calor, por sus brazos rodeándome, por la sensación de estar justo donde debía estar. En cuanto el beso terminó y nuestras frentes quedaron juntas, sentí una punzada de miedo. ¡¿Qué había hecho?! Miguel no era cualquier chico. ¡Era Miguel González! El mismo del que mi mamá decía: “ni se te ocurra”. El mismo al que mi hermano le dedicaba miradas de advertencia. El mismo del que todo el mundo hablaba… y no precisamente bien. Pero cuando él logró silenciar todas las voces en mi cabeza y me volvió a besar con esa hambre desesperada, nada más importó. Solo existíamos él y yo… y esa parte de mí que explotaba de emoción, como si acabara de descubrir lo que era realmente estar viva. Miguel era el tipo de hombre que no pasaba desapercibido. Alto, fornido, con músculos bien definidos; caminaba con una seguridad que imponía. Su espalda ancha y su pecho amplio parecían rendir homenaje a los vikingos. Llevaba la cabeza rapada al ras, con esa facha de chico duro que siempre lo acompañaba, aunque aún así se notaba el tono de su cabello: n***o, oscuro como su aura. Ese detalle, sutil pero evidente, contrastaba con su piel blanca, que hacía resaltar aún más los tatuajes que decoraban sus brazos, su cuello y la parte del pecho que a veces se asomaba bajo sus camisetas. Eran tatuajes como cicatrices elegidas: símbolos, nombres, frases rotas… cada uno parecía contar una historia silenciada. Sus facciones eran duras, toscas… y eso no hacía más que aumentar su atractivo. Una mandíbula marcada, firme, que se tensaba cada vez que contenía la rabia. Sus labios no eran gruesos ni delgados, sino de un tamaño perfecto, bien dibujados, con esa forma alargada que se volvía irresistible cuando sonreía de lado; esa sonrisa torcida suya tenía un poder extraño, descarado, coqueto, capaz de desarmar cualquiera de mis resistencias. Sus ojos, grandes y negros, de mirada pesada e imponente, estaban enmarcados por cejas pobladas y rectas. Y su nariz, sin finura, tosca, pero lejos de restarle, le sumaba fuerza al rostro, dándole un aire varonil. Era un rostro que dominaba: rudo, marcado, lleno de historias sin contar, pero con una intensidad magnética que me atraía más de lo que quería aceptar. Su voz, grave y ronca, tenía también ese poder de hacer que todos prestaran atención cuando hablaba. Había en él algo salvaje, peligroso… como si llevara la violencia dormida bajo la piel. Pero también una calma rara, profunda, como quien había sobrevivido a demasiadas tormentas. Siempre alerta, siempre desconfiando del mundo. Vestía como vivía: con rebeldía. Chamarras de cuero, pantalones de mezclilla y camisetas que abrazaban su cuerpo musculoso. Miguel era fuego contenido. Y aunque muchos le temían, había algo en él que me hacía querer acercarme más. Su sola presencia impactaba, y si a eso le sumabas su aroma… era imposible que pasara desapercibido. Ese maldito olor suyo hacía que, a donde fuera, las mujeres se dieran vuelta a mirarlo. Miguel olía a colonia amaderada, con toques de cuero y humo que se quedaban flotando en el aire mucho después de que él se había ido. A veces lo único que quería era abrazarlo, hundir el rostro en su pecho y en ese aroma suyo que me enloquecía, tan embriagante y envolvente que el mundo entero dejaba de existir por unos instantes. Lo odié en secreto por hacerme sentir tantas cosas. Y lo odiaba aún más porque siempre conseguía a la chica que quisiera… y yo no había sido la excepción. Tenía un poder absurdo sobre mí, una facilidad cruel para doblegar mis defensas, para hacerme rendir con apenas un roce. Y sabía, muy dentro de mí, que si algún día me rompía… también lo haría con esa misma facilidad. Esa noche, después de aquel primer beso, el camino a casa fue en silencio; éramos dos cuerpos caminando juntos, pero con la mente aún perdida en lo que había pasado. Yo no podía dejar de tocarme los labios, de recordar el calor de su boca sobre la mía, su respiración acelerada, el modo en que sus manos, tan seguras siempre, esa vez temblaban al tocarme. A veces sentía que todo había sucedido demasiado rápido, que seguía atrapada en ese primer beso como si aún estuviera temblando entre sus brazos. Y ese pensamiento me mantenía entre el cielo y el infierno. Cuando llegué, mi mamá me esperaba en la sala. —¿Dónde estabas? —preguntó sin levantar la voz, pero con ese tono que no admitía mentiras. —Con Miguel —respondí, apenas audible. —¿Otra vez? Asentí. Su expresión cambió. No dijo nada más, pero el cruce de sus brazos, el apretar de sus labios y, sobre todo, su mirada me gritaban lo que no se atrevía a decir en voz alta: Ten cuidado, Victoria. Y por primera vez… comenzaba a considerar las consecuencias que todo esto me traería con mamá. Esa incertidumbre se me quedó colgada en la piel, como una sombra que me amenazaba con alcanzar. Fui a mi cuarto en silencio, con el corazón agitado y la mente revuelta. Me quité el pantalón y la blusa, quedándome en ropa interior, y me dejé caer en la cama, abrazando una almohada como si eso pudiera calmar lo que sentía. Comenzaba a preocuparme, era consciente de que en cuanto esta noticia llegara a los oídos de mi mamá, podría poner en riesgo su salud. Su presión había estado inestable últimamente; cualquier disgusto podía afectarla y lo último que necesitaba era un motivo más para afligirse. El doctor había sido claro: “Vida tranquila. Nada de sorpresas, ni disgustos.” No quería ser yo quien le causara un problema. Pero, esto con Miguel se sentía tan bien, tan vivo… Aunque todos dijeran que estaba mal, aunque el mundo entero pensara que estaba cometiendo un error… ¿Por qué algo que se sentía tan bien debía ser un pecado? Tal vez me estaba volviendo loca. Tal vez sí me iba a romper el corazón. Pero esa noche, por primera vez en mucho tiempo, aceptaba abiertamente lo que sentía por Miguel. Y aunque todavía había miedo, también había deseo… Y había esperanza. De pronto pensé en Alberto, mi hermano. Prácticamente ya era un adulto responsable, a punto de graduarse con honores como Médico Cirujano. Se encontraba en los últimos meses de prácticas en uno de los mejores hospitales de la ciudad, donde incluso había asegurado un puesto importante gracias a la simpatía que había generado entre sus superiores. Tenía una novia que, siendo honesta, nunca me cayó bien: Morgan Armstrong. Para mí, era una oportunista que solo buscaba sacar ventaja casándose con la nueva promesa en medicina… y eso, inevitablemente, provocaba discusiones constantes con Alberto. —Morgan me comentó que fuiste grosera con ella otra vez. Es la última vez que… —me reclamó con la voz dura y el ceño fruncido. —¿La última vez que le digo interesada? ¿Entonces cómo quieres que la llame? ¿Arribista? —lo interrumpí, con la voz cargada de hostilidad. Alberto se exaltó enseguida. —Es la última vez que dices algo así sobre Morgan. No voy a permitir que te expreses de esa manera. Tú eres la menos indicada para hablar de “buenas compañías”. Mamá ya me dijo que últimamente estás demasiado cerca de Miguel… y sabes perfectamente lo que pienso de él. Le torcí la boca con molestia y desvié la mirada, evitando su juicio. —¡VICTORIA HERRERA! —alzó la voz, pronunciando mi nombre con ese tono autoritario que usaba cuando quería imponerse—. Estoy hablando muy en serio. Sabes que mamá está delicada de salud. Si algo le pasa por un disgusto… por tus “amistades”… te juro que lo vas a lamentar. No pienso repetirlo. Alberto había sido lo más cercano que tuve a una figura paterna. Siempre al pendiente de mí, marcando qué sí y qué no, cuándo sí y cuándo no. No obedecer su palabra tenía consecuencias que mi mamá se encargaba de hacer respetar. En el fondo sabía que lo hacía porque quería protegerme, porque me amaba. Tal vez por eso sus palabras dolían más que un simple regaño: me calaban como si lo estuviera traicionando. Esa vez, su voz no fue solo dura; me cayó encima como una sentencia imposible de esquivar. Todos estaban en contra de esta relación. Mamá, Alberto, mis amigas… era como cargar una bomba de tiempo entre las manos, sabiendo que en algún momento explotaría. Lo tendría que afrontar… aunque eso implicara hacer temblar los cimientos de mi casa.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD