Capítulo 10 – El precio de sentir

1491 Words
(Perspectiva de Victoria) Mi mañana comenzó como cualquier otra. Ya estaba lista para salir rumbo al colegio: mochila al hombro, suéter puesto, el cabello aún medio húmedo. Pero ese aroma cálido me detuvo a mitad del pasillo. El olor a café llenaba el aire… pero no el fuerte y amargo que hacía Alberto, ni el instantáneo que yo preparaba cuando iba con prisa. Era ese olor suavecito, familiar, tibio, casi dulce, que solo mamá sabía lograr. Al llegar a la cocina, me quedé quieta. Ella estaba ahí. Era raro… a esa hora casi siempre seguía durmiendo. Estaba sentada frente a la mesa, la taza entre las manos. Con ese esfuerzo tranquilo de quien está recuperándose. La luz de la ventana le marcaba las ojeras. Parecía cansada y fuerte al mismo tiempo. —Mamá… —dejé la mochila en el piso— ¿qué haces aquí? ¿Por qué te levantaste tan temprano? Ella sonrió como si nada. Como si su corazón no hubiera estado fallándole durante meses. —Me he sentido mejor últimamente —respondió mientras removía el café—. El doctor me cambió el tratamiento, ¿recuerdas? Creo que por fin está funcionando. Si sigo así, quizá pueda volver al trabajo muy pronto. —¿Al trabajo? —fruncí el ceño—. Mamá, pero tú sabes que el doctor dijo que debemos llevar esto con calma. —¿Calma? —bufó, sin dureza, solo cansancio—. Calma es lo que ya me cansó. Me siento inútil aquí en casa todos los días mientras tú hermano carga con todo. ¡No es justo! Sentí el corazón apretarse. No era un reclamo. Era tristeza. Y eso dolía más. —Podemos arreglarnos sin que te esfuerces tanto —insistí, sentándome frente a ella—. Yo puedo buscar algo temporal después de clases y ayudar a Alberto… —Nada de eso —me interrumpió, levantándose para lavar su taza—. Lo último que quiero es que descuides tus estudios por mi culpa. Suspiré. —No es por tu culpa, mamá. Solo quiero cuidarte. Se giró y me miró un momento en silencio, con esa mezcla de ternura y cansancio que me rompía un poco cada vez que la veía. —Tú no tienes por qué cuidarme —dijo despacio—. Se supone que yo debo cuidar de ti. No me traten como si ya no pudiera hacerlo. Sonrió como quien se acostumbra a decir que está bien. —Además, ya te dije que estoy mejor. Solo necesito moverme un poco. Confía en mí. Como ladrón que irrumpe en un hogar, Miguel se coló en mis pensamientos, recordándome que tarde o temprano tendría que hablar de nosotros con mamá. Si ella estaba mejorando… quizá ya podía escucharme. Quizá ya era tiempo. Mamá me miró, con esa forma suya de mirar que siempre parecía ver más allá de lo que yo decía. —Victoria… hija… ¿estás bien? Mi pecho se tensó. Sentí el nudo formándose, como si las palabras quisieran salir… y yo las sostuviera entre los dientes. —Sí… —tragué saliva y apenas sonreí— solo me preocupo por ti, mami. Ella alzó una ceja, como si sospechara algo, pero no insistió. Me levanté de la mesa y ella se acercó para darme un abrazo lento, suave, que se sentía a hogar. Cuando se separó un poco, me sostuvo por los hombros y me miró de frente. —Victoria… estar enferma no significa que deje de ser tu mamá. Puedo protegerte igual que siempre, ¿sabes? No supe qué responder. Solo asentí, mientras ella me sonreía y me alisaba el cabello con los dedos. —Anda, vete o se te va a hacer tarde. Y cuídate, ¿sí? Tomé una rebanada de pan, la besé en la mejilla y salí. Pero su voz se me quedó dando vueltas en la cabeza, como un eco suave. Desde que Miguel y yo estamos juntos, mis días se sienten como una cuerda tensa entre la ilusión y la culpa. Entre el deber y el querer. Hasta ahora había tenido que ingeniármelas para que nadie en casa se enterara de mis salidas con Miguel. Aunque hablar de esto era lo que más quería. Quería dejar de esconderme, dejar de sentirme incómoda cada vez que él intentaba besarme en público. Pero sus palabras de mamá me hicieron ver algo que no quería admitir: la sola idea de que yo estuviera en peligro la afectaría profundamente. Y para ella, Miguel era sinónimo de problemas. Definitivamente no era el momento para hablar de Miguel. No todavía. Aun así, guardar silencio también dolía. Trato de no descuidar a mamá. De verdad lo intento. Pero no puedo negar que, mientras la ayudo, mi cabeza está en otra parte. Me cuesta concentrarme en las clases, en casa, en cualquier cosa que no sea él. Y aunque intento disimularlo, basta con que alguien diga su nombre para que se me note. Pienso en él. En cómo me mira. En cómo, cuando estoy con él, siento que todo lo que fui antes dejó de importar. El camino al colegio se sintió más largo de lo normal y, en cuanto crucé el arco de la entrada, lo primero que sentí fue el peso de las miradas. Un grupo de chicas estaba cerca del pasillo principal y, en cuanto me vieron, me recorrieron de arriba a abajo, como evaluándome. Intenté no hacer caso, fingir que no había notado nada, pero comenzaron a murmurar justo cuando pasé a un lado de ellas. Alcancé a escucharlo, aunque hubiera preferido no hacerlo. Sentí el estómago apretarse. —¿Es la de turno? —¿Pero no que eran amigos? —susurró otra, con un tono que juzgaba más de lo que preguntaba. Sentí la cara caliente y bajé la mirada, fingiendo que no las escuchaba. Mi cuerpo empezó a temblar; intenté controlarlo mientras caminaba hacia el salón, pero no pude. Me sentía expuesta, observada. Me alejé a toda prisa, dejando atrás ese mundo de murmullos. Crucé hacia el jardín interior, donde casi nunca había nadie a esa hora de la mañana. Me senté en un banco bajo un árbol. La brisa fresca no alivió el calor en mis mejillas, pero al menos el silencio era un bálsamo para mi corazón. Era lo único que se sentía amable en ese momento. Abracé la mochila y bajé la cabeza. Por primera vez, sentí miedo. No de la burla. Sino de que todo esto llegara a casa. ¿Qué iba a hacer ahora? La gente empezaría a hablar. Ya estaban hablando. ¿Cómo iba a enfrentar esto? Sabía que la noticia se podía esparcir como pólvora. En este barrio, los secretos no duran. Bastaba con que alguna vecina viera o escuchara algo para regar el rumor; en cuestión de horas llegaría a oídos de mamá. Y entonces todo se derrumbaría. No quería que se enterara de esa manera. Tenía que decírselo yo. Pero solo pensarlo me paralizaba. No era solo que mi madre tuviera que saberlo de mi boca… su salud estaba de por medio. ¿Cómo iba a soltarle una bomba como esta ahora? ¿Cómo le digo que estoy saliendo con el chico que ella cree que me va a arruinar la vida, justo cuando apenas está mejorando? Sacudí la cabeza, intentando despejar la nube espesa que se había formado en mis pensamientos. Abrí la mochila casi con torpeza y busqué el libro que estaba leyendo. Necesitaba un escape inmediato, algo que me sacara de aquí, aunque fuera por un momento. Quería perderme en otra historia, en otra vida que no fuera la mía. Lo saqué y lo abrí en donde lo había dejado marcado. Entonces, un pequeño papel perfectamente doblado cayó desde entre las páginas y aterrizó sobre mis piernas. Lo tomé entre los dedos, despacio, como si pudiera romperse o desvanecerse. Al desdoblarlo, mi respiración se detuvo. Dentro no solo había un mensaje. Había un billete. El recado, escrito con la letra firme e inclinada de Miguel, decía simplemente: "Para más libros o lo que necesites. Te quiero. — Miguel." En ese instante, todos esos murmullos y miedos en mi mente se silenciaron por completo. Una sonrisa genuina e imposible de contener se dibujó en mis labios. Me sorprendía lo mucho que había cambiado su trato conmigo; no era lo mismo que antes, cuando solo éramos amigos. Y esto era tan él. Tan Miguel. Miguel tenía una forma muy particular de demostrar amor. No eran grandes declaraciones públicas ni flores. Eran estos pequeños actos silenciosos que solo yo conocía. Sabía que amaba leer. Sabía que los libros eran donde yo escapaba cuando el mundo pesaba. Y él pensaba en eso. Pensaba en mí. Me recordaba que, a pesar del caos, él me cuidaba… él me quería. Guardé el billete y la nota en mi bolsillo. El aire ya no se sentía tan pesado. Miguel, sin querer, acababa de recordarme que no estaba sola.
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