Capítulo 11 – Sombras del pasado

1952 Words
(Perspectiva de Miguel) Lo que siento por Victoria no nació de un día para otro. Mis amigos fueron los primeros en darse cuenta, incluso mucho antes que yo siquiera entendiera lo que me estaba pasando. Wolfgang fue el primero que lo notó. Se burlaba de lo rápido que me hervía la sangre cuando cualquier idiota la volteaba a ver. —Te estás viendo lento, hermano —me soltó una vez—. Pa’ no quererla, bien que la cuidas bastante. Estoy seguro de que el muy maldito disfrutó verme así, enganchado sin quererlo, sin admitirlo. Al principio, solo soltaba comentarios sueltos, burlas escondidas entre risas, nada directo. Pero cuando Victoria aceptó estar conmigo, ya no pude negar lo evidente. La besaba frente a ellos sin ninguna pena. No tenía por qué ocultarlo. Entonces empezó el circo. Las bromitas, los codazos. Todo muy inocente… según ellos. Lo suficiente para joder, sin que pareciera que lo hacían a propósito. Yo podía hacerme el duro, aparentar que seguía siendo el mismo de siempre… Podía dejar que dijeran lo que quisieran y fingir que me reía con ellos. Pero por dentro… mi mente volvía a ella una y otra vez. Victoria. Con ese cabello medio desordenado. Esos ojos que se llenaban de emoción con las cosas pequeñas de la vida. Y su maldito corazón bueno. Ella era la única que tenía ese poder. Capaz de poner todo patas arriba con solo existir. La única que se me metía en la cabeza sin permiso, sin aviso. Y la culpable de esa ansiedad constante… por querer estar con ella, por tenerla cerca, por no soltarla jamás. Salí rumbo a las canchas con ella metida en la cabeza. Recordaba pequeños detalles que me hacían soltar sonrisas como un idiota. La forma en que se ponía nerviosa cuando le besaba el cuello… Cómo arrugaba la nariz cuando algo la molestaba… Así llegué, con el corazón todavía acelerado, buscando a los chicos para distraerme un rato. En cuanto me vieron entrar, empezaron como siempre… —¡Miren quién viene! —soltó Wolfgang con su voz burlona—. Pensé que ya te tenían amarrado, cabrón. —¿Te soltaron un rato o qué? —añadió Manolo. Los dos cabrones se carcajearon al mismo tiempo, felices de tener algo nuevo para chingarme. Luis solo sonrió, tranquilo como siempre. —Qué bueno que viniste, bro —dijo, dándome una palmada en la espalda—. Tenemos que hablar de chamba. Yo apenas alcancé a abrir la boca cuando vi cómo los tres, al mismo tiempo, levantaron la mirada hacia algo detrás de mí. Los tres se quedaron callados. Ese tipo de silencios yo los conocía muy bien… significaban problemas. Me giré apenas, y ahí venía ella. El problema. Rebeca Montenegro. La niña rica que jugaba a ser del barrio… Rebeca era una niña nacida en cuna de oro, criada en una mansión del oeste, rodeada de lujos, reglas y buena educación. Pero aún así, le fascinaba venir al sur “a convivir con la gente”, como decía ella, a divertirse en el barrio por un rato… hasta que se metía en problemas y salía corriendo a esconderse detrás de su papi. Insolente, caprichosa, mustia, pero con una habilidad impresionante para meterse donde no debía. Y sí, era hermosa. Cabello largo y castaño claro, ojos color miel, con ese tipo de cuerpo que hacía voltear a cualquiera. Femenina hasta en la forma de caminar. Una tentación ambulante… la clase de mujer que todos querían y que muy pocos lograban tener. Pero para mí siempre fue diferente. Las “inalcanzables”, esas que todos veían como trofeos imposibles… nunca me impresionaron. Siempre tuve el camino fácil con cualquier mujer. Demasiado fácil. Bastaba un guiño, una sonrisa torcida, un comentario en el tono correcto… y terminaban comiendo de mi mano… aunque muchas veces yo ni siquiera movía un dedo, ellas solitas venían. Y Rebeca no había sido la excepción. Ella y yo teníamos historia. En algún momento quiso algo más, algo formal… pero fui claro desde el principio: no quería nada serio. Ni promesas ni compromisos. Solo encuentros esporádicos, cuando los dos queríamos jugar un rato, y después cada quien por su camino. Y ella aceptó. Sin preguntas. Sin reproches. Sin deberle nada a nadie. Pero se convirtió en problema cuando empezó a salir con Samuel, uno de los cabrones más pesados del barrio contrario. Territorial, agresivo, con más músculo que cerebro. Samuel ya me odiaba desde antes, pero lo que hubo entre Rebeca y yo terminó de prenderle la mecha. El vato se enteró de lo que pasaba entre nosotros y desde entonces me quería ver muerto. La última vez que la vi había sido en una fiesta. Él cayó de sorpresa. Solo platicabamos, pero a Samuel no le hizo falta ver más. Me amenazó, diciéndo que no me acercara más a su “mujer”. Desde ese día, el cabrón quedó obsesionado conmigo, y a mí me dio flojera seguir en ese desmadre con Rebeca. Se convirtió en una bomba con el seguro flojo… una que, honestamente, ya no tenía ningún interés en volver a tocar. Wolf se cruzó de brazos y soltó un bufido. —No jodas… —murmuró lo bastante bajo para que solo yo lo escuchara—. Ahí viene la hija de papi… Yo solo apreté la mandíbula. Rebeca caminó hacia nosotros con esa seguridad de quien sabe que tiene a medio barrio babeando. Vestidito corto y ajustado, tacones altos y los labios pintados de rojo. Una entrada calculada. De esas que hacía solo para llamar la atención… y lo lograba. Se detuvo frente a mí con esa sonrisa peligrosa que sacaba cuando quería jugar. —Hola, Miguel —saludó, ladeando la cabeza—. ¿Podemos hablar? Yo negué con la cabeza, fastidiado. —Ay, ¿sigues enojado? —me rozó el brazo con los dedos—. Ya extrañaba ese carácter tuyo. Me tomó del antebrazo, apretando suave, como si de esa forma me pudiera convencer. Yo no me moví. —¿Qué quieres? —solté, sin adornos. —Hablar… a solas —susurró. Wolfgang dio un paso adelante y levantó la voz. —Vete a tu barrio de ricos, Rebeca —escupió—. Llévate tu show a otra parte antes de que aparezca tu simio. Wolf no olvida. Y desde lo que pasó en aquella fiesta, tenía atravesado ese asunto. Si ella se ponía de intensa, él era capaz de contestarle igual… o peor. Y yo no podía permitir un pleito por sus caprichos. Rebeca me jaló del brazo mientras decía: —No va a pasar nada. Solo quiero hablar contigo un minuto… por favor —me dijo, con su mirada suplicante. Respiré hondo. Firme, pero sin armar escándalo, me dejé llevar unos pasos. No porque quisiera. Sino porque era mejor alejarla antes de que Wolfgang perdiera la paciencia. —Un minuto, Rebeca. No más —le solté con seriedad, dejando claro que no estaba para sus juegos. Ella sonrió, triunfante. Me tomó de la mano y me jaló hacia un costado de las canchas, a un rincón medio escondido. Ahí me empujó suavemente contra la pared, arrinconándome con su cuerpo. Rebeca aprovechó ese instante para levantar la mano y tratar de acariciarme la mandíbula. Me hice a un lado antes de que me tocara y ella frunció el ceño, molesta. —¿Qué te pasa? —murmuró—. ¿No me extrañaste?. —No —le respondí, tajante. Se rió, burlona. —¿Ya no quieres jugar? —preguntó, incrédula—. Pensé que querías volver a verme. —Deberías irte, Rebeca —dije tranquilo, sin levantar la voz—. No es buena idea que te quedes por aquí. Frunció los labios, sorprendida por mi resistencia. —Yo si te extrañe. Intentó provocarme de nuevo. Me rodeó el cuello con ambas manos, rozando mi mentón con las puntas de los dedos. Podía oler su perfume caro, dulce y absurdo en un lugar como ese, mientras vi cómo sus labios buscaban los míos sin disimulo. Le puse la mano en la boca, deteniéndola antes de que avanzara más. —¡Basta! —le dije, firme, sin moverme ni un centímetro—. Ve a que tu novio te quite lo caliente. Pero ella no se detuvo. Se pegó más, presionando su cuerpo contra el mío como si pudiera obligarme a reaccionar, como si insistir fuera a cambiar mi respuesta. —¿Estás celoso, es eso? —susurró, usando esa voz suave que siempre sacaba cuando quería manipular—. Lo que hacíamos tú y yo antes… no se compara con nada. Ven… acaríciame. Intentó tomar mi mano para llevarla a su cuerpo, pero la detuve al instante. Le sujeté la muñeca con firmeza y la aparté de un tirón. —¿Qué carajos quieres, Rebeca? ¿Que luego llegue tu noviecito y armemos un desmadre aquí mismo? ¿Eso te divierte? ¿Ese es tu jueguito? Ella abrió la boca para responder, pero no la dejé. Sin suavizar nada, le clavé la mirada. Esa mirada seca, dura… la que incomoda, la que deja claro que ya no estás jugando. —Ya me cansé de tus pendejadas —solté, despacio, como si cada palabra fuera un golpe—. Y ni siquiera me interesa si tu dueño viene a ladrar. Honestamente… ya me aburriste. Ya te disfruté. Ahora eres las sobras que mis enemigos se tragan. No tienes nada nuevo que ofrecerme. Rebeca se quedó rígida al instante. Se le borró la sonrisa y la expresión le cambió por completo. Pasó del coqueteo al orgullo herido en un segundo. Me miraba fijamente, con los ojos bien abiertos, ofendida, herida… sin decidir si empujarme, gritar o tragarse el coraje. Perfecto, justo lo que quería provocar. —Eres un pendejo —escupió, alzando la barbilla—. Cuando se te pase lo digno, vas a venir arrastrándote y… Levanté la mano frente a su cara, firme, cortándole la palabra y obligándola a tragarse la frase. No hizo falta tocarla; el gesto bastó para frenarla en seco. —Ya cállate, Rebeca —murmuré, la voz baja pero tensa, conteniendo el enojo—. Te estás humillando sola. Respiré hondo para no explotar. —Me tienes fastidiado. Lárgate antes de que esto se haga más grande… no me provoques. Rebeca retrocedió de inmediato, y en sus ojos vi cómo se encendía esa rabia suya. No estaba acostumbrada a que la mandaran a la chingada… y mucho menos alguien del barrio. —Te vas a arrepentir… lo juro… —escupió. Se dio media vuelta, indignada, caminando rápido, como si necesitara alejarse de mí para no romperse ahí mismo. La vi irse sin decir nada más, con el orgullo hecho mierda. Sentí un golpe seco en el pecho. Ese recordatorio de que no importa cuánto avance, hay cosas que no se borran. Que, por más que intente cambiar, el pasado siempre encuentra la forma de alcanzarme. Antes me importaba un carajo… pero ahora ya no se trataba solo de mí. Ahora había alguien a quien sí podía lastimar con todo esto. Y ese maldito miedo a perderla… cada día crecía más. Me pasé una mano por la nuca, intentando sacudirme la tensión. Solo podía pensar en Victoria. Y rogaba a un dios, al universo o a quien fuera —como un pendejo, sí— que ella nunca se enterara de este desmadre. No quería que nada jodiera la confianza que le costaba tanto darme; y esto… esto podía romperla. Debía asegurarme de que nada de esto nos separara. No podía permitir que las sombras del pasado, las mismas que todavía me siguen a donde vaya, nos alcanzaran.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD