Sor Caridad llegó al convento en completo silencio, algo que no era típico de ella. La puerta principal rechinó al abrirse, y aunque varias de las hermanas la vieron entrar con su hábito impecable y el semblante severo de siempre, no hubo ni una sola palabra de saludo, ni un comentario ácido sobre la limpieza del lugar o sobre las caras cansadas de las demás. La hermana mayor se limitó a caminar directamente hacia su habitación, cerrando la puerta tras de sí con un suave pero firme golpe. —¿Está bien la hermana Caridad? —preguntó Sor Inés, la más joven del convento, mientras observaba la escena desde el comedor. Sor Teresa, quien llevaba años lidiando con las reprimendas de Caridad, levantó la ceja con evidente extrañeza. —Debe estar planeando una reprimenda grupal más grande de lo

