El Ultimátum
—¡Si no hay esposa, no hay presidencia! —sentenció Eusebio Santibáñez, su voz firme llenando cada rincón del despacho.
Álvaro Santibáñez apretó los puños, pero mantuvo la expresión impasible. Esa era la forma de su padre: lanzar bombas y esperar que otros lidiaran con el caos.
—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó, entre dientes.
Eusebio lo miró fijamente, como si hablara con un empleado incompetente, no con su propio hijo.
—Un presidente que no sabe comprometerse con una familia no merece liderar una empresa.
—¿Y el matrimonio es parte de la descripción del puesto ahora? —respondió Álvaro, con un tono cargado de sarcasmo.
—Es parte de la vida. Y si no lo entiendes, Arnaldo, mi ahijado, sí lo hará.
El nombre de Arnaldo era como un puñal. Álvaro sintió que la rabia le hervía bajo la piel, pero no podía dejar que su padre lo viera afectado. Desde la infancia, Arnaldo había sido una sombra incómoda en su vida: siempre dispuesto a ocupar el espacio que Álvaro descuidaba, siempre un paso atrás, esperando un resbalón.
—¿Crees que Arnaldo tiene más capacidad que yo para liderar? —preguntó, con su tono frío—. ¿Prefieres que un desconocido que no lleva tu sangre lidere los negocios de la familia?
—No, pero tiene algo que tú no tienes: estabilidad. Una familia. Y eso pesa más de lo que imaginas. En cambio tú… —Eusebio hizo una pausa deliberada—, tu vida personal es un desastre total. Cada semana hay un nuevo escándalo. ¿Crees que eso es lo que quieren los inversores?
El comentario no solo lo enfureció, sino que lo hirió en lo más profundo. ¿Acaso su padre seguía recordándole aquella traición de Carmina, su exnovia, que se había marchado sin una explicación?
"La familia importa", solía decirle Eusebio después de ese incidente, como si estuviera disfrutando de su fracaso.
Álvaro se rio sin humor, un sonido seco y cortante.
—Entonces, ¿qué? ¿Esperas que me case por conveniencia para cumplir con tu estándar moral?
Eusebio caminó hacia la ventana, mirando la ciudad que se extendía frente a él.
—Espero que demuestres que eres capaz de construir algo que no se mida en dólares y cifras. Tienes un mes para presentarme a tu prometida. Si no lo haces, Arnaldo será el próximo presidente.
—Esto es ridículo —espetó Álvaro, levantándose de su silla.
Eusebio giró apenas la cabeza, su voz tan fría como una sentencia.
—Lo que es ridículo es que aún tengas que demostrarme que estás listo, ah, pero no me vayas a salir con alguna sorpresita, como contratar a una de esas mujeres con las que te exhibes en tus escándalos para engañarme, no soy ningún imbécil y te conozco desde el día que naciste, tampoco aceptaré un divorcio precipitado. Te quiero casado por lo menos un año —enfatizó con dureza—. Ahora sal de mi oficina.
Álvaro se quedó un segundo más, su mirada fija en la figura inamovible de su padre, antes de girarse y salir, cerrando la puerta con fuerza. El eco de la conversación resonaba en su cabeza. Eusebio había mencionado "estabilidad", pero Álvaro sabía que lo que realmente buscaba era control. Control sobre su vida, como siempre lo había hecho.
«Perfecto padre, quieres una esposa, muy bien, pero las cosas serán a mi manera»
****
Horas más tarde, Álvaro estaba sentado en el exclusivo bar privado de su amigo Alfonso, con un vaso de whisky en la mano. El líquido ámbar reflejaba la luz tenue del lugar, pero su mirada estaba perdida. La conversación con su padre seguía repitiéndose en su cabeza como un disco rayado.
—¿Y bien? —preguntó Alfonso, inclinándose ligeramente sobre la mesa—. ¿Qué vas a hacer?
Álvaro se recargó en el respaldo de la silla, pasando los dedos por su cabello oscuro. Su expresión era una mezcla de fastidio y determinación.
—No tengo tiempo para esto, Alfonso. Casarme no estaba en mi plan, y no lo estará.
Alfonso soltó una carcajada corta.
—Tu padre no parece opinar lo mismo.
Álvaro apretó la mandíbula, ignorando el comentario.
—Necesito una solución. Algo que le cierre la boca a Eusebio Santibáñez, al menos por un año.
—¿Un año? —Alfonso levantó una ceja, divertido—. Suena como si quisieras alquilar a una esposa.
Álvaro alzó la mirada, una chispa de interés iluminando sus ojos.
—¿Por qué no? —cuestionó, su voz calmada pero firme.
Alfonso parpadeó, sorprendido.
—¿Hablas en serio?
—Totalmente. Esto no tiene que ser más complicado de lo necesario. Solo necesito a alguien que cumpla con las apariencias hasta que obtenga la presidencia. Después, cada uno sigue su camino.
Álvaro giró el vaso entre sus dedos, su mente trabajando con rapidez. Él no creía en el amor desde hacía tiempo. La idea de un matrimonio real era absurda, pero un trato era algo que podía manejar. Frío, lógico y sin complicaciones.
Alfonso se recostó en su silla, girando su vaso con una sonrisa incrédula.
—Déjame ver si entiendo… ¿Quieres contratar a alguien para que sea tu esposa temporal? —preguntó, enfatizando cada palabra.
—Exacto. Es un contrato, como cualquier otro negocio —respondió Álvaro, encogiéndose de hombros.
—Y supongo que tienes una lista de candidatas en mente, ¿no? —Alfonso sonrió de lado, claramente divertido.
—No quiero involucrar a nadie que conozca. Eso solo complicaría las cosas, y no puede ser una de las chicas que nos gusta contratar para las fiestas, mi futura esposa debe ser una mujer común.
—Entonces, ¿qué? ¿Vas a poner un anuncio en internet? Algo como… "Poderoso magnate busca esposa en alquiler". —Alfonso rio, aunque no parecía que estaba bromeando del todo.
Álvaro no respondió de inmediato. Su mirada fija en el vaso de whisky dejó claro que estaba considerando la idea. Finalmente, asintió, como si tomara una decisión definitiva.
—Hazlo. Escribe el anuncio. Sé específico. Quiero evitar a las oportunistas, pero por nada del mundo coloques mi nombre.
Alfonso se inclinó hacia él, apoyando los codos en la mesa, su sonrisa transformándose en una mueca de incredulidad.
—Esto va a ser divertido. —Alfonso tomó su teléfono, con una chispa de emoción en los ojos—. ¿Qué quieres que diga el anuncio?
Álvaro tomó un sorbo de whisky antes de responder.
—Directo y claro. Busco a alguien de veinticinco a veintiocho años, con buena presencia, estudios superiores y disponibilidad completa. Y asegúrate de mencionar la remuneración. Quiero que sepan que no es por amor.
Alfonso dejó escapar una carcajada.
—"No es por amor". Gran eslogan para un matrimonio.
Álvaro sonrió por primera vez en horas, aunque su expresión seguía siendo calculadora.
—Esto no es un matrimonio. Es un trato. Y nadie hace tratos mejores que yo.
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Amaya Ramírez se dejó caer en la vieja silla del comedor, con las manos temblorosas.
Frente a ella, una pila de sobres amenazaba con aplastarla: avisos de corte, notificaciones de desalojo y una factura del hospital con un gran "IMPAGO" estampado en rojo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Había trabajado doble turno en el café esa semana, y aun así, apenas había logrado reunir suficiente dinero para la comida de Lucas, su hermanito menor. No quedaba nada para los medicamentos ni para la consulta médica que tanto necesitaba.
"Necesitamos hacer más pruebas", le había dicho el médico hacía dos semanas. "Su corazón no resistirá sin el tratamiento adecuado. Si no conseguimos una cirugía pronto…". Las palabras se habían quedado grabadas en su mente como un eco constante.
Con las manos temblorosas, sacó su billetera y contó los billetes y monedas que había reunido. Apenas era suficiente para cubrir la comida de los próximos días. Soltó un suspiro y apoyó la frente sobre la mesa, tratando de encontrar una solución.
El timbre de su teléfono la sacó de sus pensamientos. Era Camila, una amiga que trabajaba en un bar de mesera.
—¡Amaya! —exclamó Camila con urgencia al otro lado de la línea—. El bar está lleno, necesitamos ayuda. Alfonso dijo que pagarían bien por unas horas. ¿Puedes venir?
Amaya miró los papeles en la mesa, cada uno un recordatorio de lo desesperada que estaba.
—Está bien, voy a buscar a la señora Piedad para que se quede con Lucas —respondió, tomando su abrigo.
La vecina, como siempre, accedió a cuidar al niño mientras Amaya trabajaba. Le agradeció con un nudo en la garganta y salió apresurada hacia el bar.
El bar estaba abarrotado cuando Amaya llegó.
La música, el ruido de los vasos chocando y las conversaciones superpuestas le provocaron un leve mareo, pero no era nada que no pudiera soportar. Alfonso la saludó con un gesto desde la barra y le lanzó un delantal.
—Perfecto, justo a tiempo. Camila te explicará lo que falta.
Amaya se arremangó los puños de la blusa y comenzó a trabajar de inmediato. El lugar estaba lleno de tipos ruidosos y parejas que reían, aunque muchos de ellos parecían hacerlo más por costumbre que por verdadero entusiasmo. Moviéndose entre las mesas con una bandeja llena de tragos, intentaba concentrarse en su tarea, pero su mente siempre volvía a Lucas y al hospital.
Mientras servía una mesa, sintió una mirada fija en su espalda. Se giró lo suficiente para notar a un hombre sentado en una mesa cercana, con un traje impecable y un vaso de whisky en la mano. Tenía el porte de alguien que no encajaba en el lugar, aunque parecía estar perfectamente cómodo. Apartó la vista rápidamente. No tenía tiempo para preocuparse por clientes extraños.
Cuando un hombre ebrio le hizo señas desde otra mesa, supo que la noche estaba por volverse más complicada.
—¡Hey, guapa! ¿Por qué no traes algo más interesante? —cuestionó el hombre, sonriendo de manera desagradable.
Amaya apretó los dientes y mantuvo la calma.
—¿Qué va a pedir? —preguntó con cortesía, aunque su voz estaba cargada de paciencia forzada.
El hombre rio, pero cuando ella intentó marcharse, le tomó del brazo. El contacto fue como una chispa de ira.
—Vamos, quédate un rato. Solo quiero hablar. —Intentó jalarla a la fuerza para que se sentara en sus piernas, y no conforme con eso, le dio una palmada en el glúteo.
Amaya se soltó con un movimiento brusco y lo abofeteó sin pensarlo.
—¡No vuelva a tocarme!
El bar entero quedó en silencio por un momento. El hombre, furioso y tambaleante, la empujó con fuerza. Amaya perdió el equilibrio, sintiendo el vértigo de la caída, y aterrizó directamente sobre las piernas del cliente con traje caro, sentado en una de las sillas de la mesa cercana.
El impacto fue amortiguado por unos brazos firmes que la atraparon antes de que tocara el suelo. Confundida y avergonzada, alzó la vista y se encontró con unos ojos oscuros que la miraban fijamente. Su expresión era una mezcla de incredulidad y algo que, por un momento, pareció irritación.
—¿Es esto un nuevo tipo de servicio? Porque no lo pedí —dijo Álvaro Santibáñez, arqueando una ceja con un tono cargado de sarcasmo.
El comentario fue como un balde de agua fría. Amaya sintió cómo el calor subía por su rostro mientras la humillación se transformaba en una chispa de ira.
Recobró la compostura rápidamente, apartándose de sus piernas con movimientos bruscos.
—Créame, caer sobre usted no estaba en mis planes —respondió, su voz fría, aunque su pecho ardía con una mezcla de rabia y vergüenza.
Antes de que pudiera decir algo más, Alfonso apareció detrás del cliente ebrio, sujetándolo con firmeza.
—Bien, amigo, creo que ya has tenido suficiente. Vamos, te acompaño a la puerta —dijo, arrastrándolo hacia la salida con calma.
Amaya intentó calmarse mientras recogía los pedazos de vidrio que se habían roto. Álvaro seguía observándola desde su mesa, con una leve sonrisa en los labios.
—Parece que trabajas en el lugar equivocado para alguien con tan poca paciencia —comentó, tomando un sorbo de su whisky.
Amaya se giró hacia él con una mirada fría.
—Tampoco es un placer atender a ebrios y personas arrogantes como usted.
Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y continuó con su trabajo, decidida a olvidarse del encuentro.
Pero mientras se alejaba, Álvaro fijó su mirada en ella, una chispa de algo nuevo encendiéndose en su mente.
Quizá... ella podría ser lo que estaba buscando.
Amaya sintió un escalofrío inexplicable cuando cruzó la barra, como si una sombra se cerniera sobre ella. Lo ignoró, sin imaginar que esa noche acabaría cambiando su vida para siempre.
***
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