Jean, definitivamente no tenía aspecto de provenir de las mejores familias, pero era deseable, tanto, que con sólo abrir la boca ya era suficiente para que quisiera darle lo que me pidiese.
La noche anterior, Jean se había dormido contándome como un par de tipos intentaron cogerle a la fuerza a la salida de uno de los bares, en Corrientes. Se conocía de memoria cada calle de capital.
Ya iban a dar las siete de la mañana, no deseaba por nada dejar las sábanas. Tenía que llenarme de valor, reuní mi fuerza de voluntad para levantarme y obligarme e ir al trabajo.
Me incorporé con sutileza, no quería despertarlo, pero en cuanto salí de la cama, una cálida mano me detuvo la pierna.
Jean me miraba, y era como si un ángel despertara.
― ¿Vas a tu empresa, desconocida?
―Sí.
Se incorporó a toda velocidad y comenzó a vestirse con sus ropas que para entonces ya estaban secas.
― ¿Qué hacés? ―le pregunté.
―Gracias por alojarme la noche. Sos rebuena onda. Ya me voy…
― ¿Por qué? ¿Acá no te sentís cómodo?
― ¿Bromeas? Esto parece un palacio… es mucho para mí, debo irme.
―Pero… no te entiendo.
― ¿No llegarás tarde?
En ese instante sonó mi teléfono. Era mi jefe. Tenía un viaje programado a Santa Fe, para realizar el balance de la sucursal, pero la noche anterior se le había presentado un asunto familiar y decidió enviarme en su lugar. Al colgué me di cuenta que Jean se había marchado sin despedirse. Era algo que no esperaba, aquello me dejó turbado. Tenía la sensación de haber perdido algo importante, y eso era difícil de tolerar, esa sensación duró todo el día.
Al salir del trabajo me vi tentado a pasar por Belgrano, con la ilusión de verle. El clima no era mejor que la noche anterior, podría convencerlo de quedarse unos días más conmigo.
Di varias vueltas a la calle, no lo veía por ningún lado. Estaba bajoneado. Rendido. Pero tenía que volver a casa y preparar maletas, al día siguiente me esperaba un vuelo a primera hora. Me quedé con la esperanza de que al retornar me lo cruzara de vuelta.
Mis sentimientos me traicionaban, era imposible omitir de mi vida, y no revivir ese corto tiempo que había estado con Jean. Sabia a sueño dulce, era un momento encapsulado de alegría, en mi vida estructurada.
Su repentina partida, dejó en mí un sabor amargo en la boca. Era una caída a la realidad, aunque, a decir verdad, una parte de mí se alegraba de que se haya marchado, su presencia atentaba con quebrar mi rutina, bastó una sola noche para que no dejara de pensar en él. Todo aquello era surreal, mi fortaleza no era tal.
Sumergido en todos esos pensamientos contradictorios, no era consciente del ruido extraño que hacía el motor, hasta que se detuvo repentinamente. Traté varias veces de encenderlo, y ponerlo en marcha, pero no respondía, estaba de mala suerte. Se me había descompuso el carro, tuve que llamar al seguro para que me enviaran un técnico, pero eso tardaría, acepté que lo remolcaran.
Mientras aguardaba impaciente a que llegara el remolque, me fijé que, en el asiento de atrás, Jean había olvidado su chaqueta. Revisé con ansiedad los bolsillos, encontré su billetera; tenía varios billetes de diez pesos, en otro bolsillo había un teléfono antiguo sin batería. Encontré su Dni. Su nombre verdadero era Jeremy y no Jean, pero eso no era todo, hace dos días había cumplido diecinueve. No me gustó saber que me había mentido. Quería sacarme el mal sabor de boca que me había dejado descubrirlo.
Las horas transcurrían, y no había señas del remolque. Dejé el coche y me puse a caminar. Llegué hasta Belgrano. Ya eran las nueve de la noche, las calles seguían con movimiento, vi al pasar tipos de todas partes; negros haitianos, chinos, peruanos. Un pibito atractivo de cabellos rubios me guiñó un ojo. Era una clara invitación a seguirlo. Lo hice, le seguí hasta que se detuvo en frente al Bonga, un boliche de cuarta.
―Hola guapo. Soy Marcos… y quiero que me cojas como si fuera la última noche de tu vida. ―el pibe me sonreía con bastante confianza en sí mismo. Tenía motivos, era apetecible. En esos días, los pibes eran así. Tenía la costumbre de jamás huir ante una invitación como esa, aunque siempre tenía mis precauciones, y mis reglas. Como no preguntar nada que arruine el cachondeo.
― ¿No sos arriesgado al ofrecerte de esa forma?
―No, qué va… se nota que sos un tipo re tranquilo.
Eso fue un golpe directo a mi ego, mi masculinidad se sentía herida, en especial porque era la segunda vez que alguien consideraba que era un pasivo.
―Si me juzgas por mi apariencia, te engañas a ti mismo. ―le respondí, haciéndole señas para que me siguiera. No en balde tenía 30 años. Tenía más de una década, que él, de experiencia.
Cerca de ahí, había un motel barato, pagué una hora por el uso de una pieza.
¿Un tipo re tranquilo eh? Ya iba a conocerme.
Ni bien el tal Marcos puso un pie dentro, lo sometí por la espalda, lo obligué arrodillarse y abrir la boca. El pibe deseaba tocarme, pero no se lo permitía. Saqué mi pene y comenzó a lamer y a succionar, lo hacía con desesperación, cuando ya no pude aguantar más, lo llevé con torpeza hacia la dura cama, ahí le abrí las piernas, comencé a lubricarle el ano como mis dos dedos, lo tenía estrechito como me gustaba. Marcos se retorcía de placer como una serpiente, pero yo no se lo iba a dar con tanta facilidad.
―Hazlo ya... ―suplicaba.
― ¿Cómo querés que te coja? ―le pregunté, citando sus propias palabras.
―Como si fuera... tu... ultimo día... de vida... ―volvió a repetirlo.
Era un pibe descarado. Yo solo me sacaba las ganas, era lo único que realmente me importaba.
Al terminar la calentura, ya no hablamos, como que la magia había terminado, unos minutos más tardes salimos del hotelucho, y cada quien se marchó por su lado.
En la esquina, mientras pedía un Uber escuché que me llamaban. Era el pibito de antes, Marcos.
― ¿Me invitás a comer?
―Lo siento, hoy no. Mira ―saqué la billetera y le ofrecí un par de billetes―. Comprate algo rico.
Marcos vio el dinero y lo ignoró.
―Yo no quiero tu dinero, solo quería charlar con voz. Bye.
En ese instante llegó mi Uber, y no le vi más. Pasamos por donde había dejado varado mi coche, la grúa se lo había llevado ya con todas mis cosas dentro.
Dos cuadras más allá, por la ventanilla, volví a ver a Marcos. Este me reconoció y se me quedó viendo, parecía triste, pensé en hacer parar el coche y decirle algo, pero me mantuve callado.
Para mi sorpresa, Jean, me aguardaba , en la puerta de casa.
― ¿Qué haces acá? digo... ¿por qué te fuiste sin avisar? ―me sentía contrariado, me alegraba tanto verle de nuevo, a la vez, me sentía ofendido por lo que había hecho.
―Tenía asuntos pendientes. ¿Te molestaste?
―No. Digo, claro… pero ya no importa ¿a qué esperás? ¡Entrá!
―Volví solo por mi chaqueta. ¿ok? ―se quedó, en la entrada. Recordé que se le había quedado en el carro, y al carro se lo había llevado la grúa.
―Ah, era eso. Lo olvidaste en mi coche. ―aunque era lógico, me sabia mal que haya vuelto solo por sus cosas.
―Oye… ¿podés regresármelo?
―Es imposible. Al menos hoy no. Pasa es que se lo llevó la grúa.
Jean se quedó pensativo, incómodo por algo. Mientras yo trataba de sonar normal, algo indiferente con el asunto.
― ¿Podés darme la dirección? Así paso a buscarlo. Pasa que lo necesito ya.
―No creo que se pueda. Es tarde, a hora debe estar más que cerrada la asistencia y mañana salgo de viaje.
Jean bajó la cara, como si lo lamentara.
― ¡Vamos! Entrá, que no tengo mucho tiempo... ―le insistí, Jean lo hizo.
Mientras yo armaba la maleta, se quedó en silencio, parecía preocupado por algo.
― ¿Querés quedarte hoy? ―le ofrecí, esta vez sin segundas intenciones.
―No creo que deba...
―Te podrás bañar. Hace frío en la calle.
Quería animarle para que se quedara, aunque me sentía turbado por lo que significaba su presencia.
― ¡Dale! Comemos pizza, si querés.
Jean no dijo nada. Tomé su silencio como una afirmación, pero no se mostraba animado, a diferencia de la noche anterior, permanecía distante.
Diez minutos más tarde trajeron la pizza.
― ¿A dónde te vas? ―preguntó al tomar asiento.
El aroma de la pizza, tenía la magia de devolvernos el buen humor. Además, era una delicia. Nunca la hubiera probado de otra forma.
―Es un asunto de trabajo, nada divertido, la verdad. Voy por una auditoría.
―Suena interesante.
― ¿En verdad lo crees?
―No. ―contestó, vi por primera vez en la noche su sonrisa.
―Ya quisiera hacerte cosas... ―solté como un suspiro de mi inconsciente.
― ¿Por qué te reprimís?
Me quedé mirándole como un idiota. Jean lo había dicho con bastante seguridad.
―En realidad, no lo hago...
Dejé a un lado el vaso de cerveza, lo arrastré a la recámara. Jean era como un gatito dócil, hacia lo que le pedía, pero también era alegre, era agradable tenerlo cerca. Mi vida cobraba sentido junto a él.
Él, aguardaba, ya desnudo, tendido sobre la cama. No pronunciaba palabras, era su mirada la que me enloquecía. Me lancé hacia él. Esta vez masajeé su m*****o, se endurecía bajo mi estimulo, una vez y otra vez hasta que ya no aguantaba más, y justo cuando iba a terminar, me detenía. Sus gemidos eran incitantes, excitantes, el movimiento descontrolado de su esbelto cuerpo, lleno de una envidiable vitalidad, exigía a gritos que le penetrara.
Jean abrió sus piernas, estaba listo para mí.
Como la anterior vez, lo tomé del torso, y embestí. Quería que sintiera dolor, necesitaba que ese dolor fuera su droga y que su mundo fuera yo, que cada vez que lo hiciera con otro, en esos lares de bajo mundo, me recordase. Tenía que dejarle tatuado en su cuerpo, en su alma, que él me pertenecía, pero aquello no me era suficiente, no me conformaba con ese acto egoísta, necesitaba tenerlo cerca de mí. Tenía que hacer que se quede conmigo.
Tenía que llevármelo a Santa Fe.
― ¿Conoces Santa Fe?
―Apenas conozco Caba. Nunca he salido de acá.
― ¡Qué Bueno!
― ¿Por qué pensás que es bueno?
―Porque se me apetece llevarte ¿Querés?
―Oye… ¿no tendrás problemas con eso?
Jean observaba con atención mi metódica y peculiar manera de comer.
― ¡Para nada! Nadie se enterará. Solo vení conmigo, no te hará falta nada.
― ¿Lo decís en serio? ¿Querés llevarme? ―frunció el ceño, algo desconfiado. Algo incrédulo.
―Desde luego. ¿Por qué no?
Jean miraba para cualquier lado, menos hacia donde estaba yo. Después de beber agua, me dirigí a él, quería sonar casual.
― ¿Entonces lo pensaste? ¿Te animas?
Me miró y se dio cuenta que comía grano por grano el arroz chino.
―Yo pienso que estás loco... ―dijo, riéndose de mí.
― ¿Eso qué significa? ¿Por qué lo decís? ―a veces me hacía sentir inseguro de mí mismo, no sabía si solo se burlaba, o en realidad le parecía extraño.
―Que entonces voy con vos. ―soltó.
―Genial, entonces prepara las maletas.
―Ya estoy listo. Esto es lo único que tengo... además de la chaqueta que se quedó en tu auto.
―No importa, allá te compraré algo mejor.
―Ya digo yo que estás loco...
Hice todo lo que debía, dejé mensajes para que, si se presentaba el caso, nadie me echara de menos. Dejé comida a Combo, mi perro, y programé el comidero de peces, para que no les faltase la comida. Jean los contemplaba absorto.
―Son hermosos... como vos. ―le dije.
Negó con la cabeza. Parecía que su mente viajaba. Jean estaba lejos, a pesar de que su cuerpo estuviera tan cerca. Por algún motivo desconocido, aquello me dolió, como si fuera un pinchazo en el cuerpo. Yo quería que dejara de pensar en lo que estuviera pensando.
Para sacarlo de ese trance lo jalé hacia mí, comencé a desvestirlo con torpeza, no me importaba que el dolor remplazara aquello que lo mantenía así. Jean se dejó llevar por mis brazos, dócilmente se me entregó.