Una noche en la Cocina

1092 Words
El viernes por la noche, Altamirano Gourmet vibraba con una energía desbordante. Desde la entrada del restaurante se percibía la efervescencia del lugar; el apresurado ir y venir de los meseros cargando bandejas repletas de platillos, el delicado tintineo de las copas al brindar y la suave melodía ambiental que, aunque pretendía calmar los ánimos, no lograba apaciguar del todo la tensión que saturaba el aire. Las reservaciones se habían duplicado tras una excelente reseña en la prensa local, atrayendo a una multitud impaciente que abarrotaba las mesas con expectación. Para los empleados, aquella noche se había convertido en una verdadera prueba de resistencia. En la cocina principal, el calor sofocante envolvía a todos como una manta húmeda. Las sartenes chisporroteaban furiosas, liberando aromas intensos y exquisitos de salsas especiadas, carnes jugosas y verduras frescas salteándose con vigor. Bajo la iluminación cálida y amarillenta de las lámparas, las gotas de sudor resbalaban por las frentes tensas y los cuellos enrojecidos de los cocineros, evidenciando la presión extrema bajo la que trabajaban. Luciano Montenegro, considerado aún por muchos apenas un ayudante, se esforzaba en cortar ingredientes con una precisión meticulosa, casi quirúrgica, consciente de que aquella noche no había margen para errores. Sentía el corazón latiendo aceleradamente en el pecho, anticipando cada orden como si fuera un desafío personal. —¡Necesito ese filete en punto medio, ya! —exclamó con urgencia uno de los chefs, alzando la voz por encima del estruendo de las campanas extractoras. —¡La salsa de frutos rojos se me está quemando! —gritó una de las ayudantes, con un toque de desesperación en la voz mientras retiraba con rapidez una olla que desprendía un olor ligeramente amargo. En medio del caos, el chef principal, un hombre curtido de unos cincuenta años, intentaba mantener el orden con poco éxito. Su rostro, habitualmente sereno y confiado, ahora lucía confundido, sus ojos saltaban de una olla a otra con una inseguridad que aumentaba con cada minuto que pasaba. —Chef, ¿tenemos suficiente salsa demi-glace para el siguiente pase? —preguntó Luciano con voz firme, cuchillo en mano y atento a la expresión perdida del jefe. —¿Qué…? Ah, no sé… ¡Revísala tú mismo, estoy ocupado! —respondió el hombre, visiblemente alterado y con una frustración creciente. La situación se acercaba peligrosamente al caos absoluto. Los pedidos se acumulaban, y los meseros entraban y salían con una ansiedad palpable. Algunos clientes comenzaban a mostrar signos de impaciencia, esperando de pie mientras miraban con insistencia hacia el comedor lleno. Luciano respiró hondo, tomó una decisión y avanzó hacia el frente. Se limpió rápidamente las manos en el delantal, levantó la voz con autoridad y comenzó a dictar órdenes con claridad y decisión. —¡Encárgate de las guarniciones, rápido! —señaló a un ayudante—. ¡Tú, vigila esa demi-glace, no quiero que se eche a perder! Vamos, ¡muevan esas manos! —¿Qué estás haciendo? —le increpó el chef principal con una mezcla de sorpresa e indignación, pero su voz carecía ya de autoridad. —Chef, confíe en mí —dijo Luciano con firmeza, clavándole la mirada—. Usted concéntrese en los filetes, déjelos en el punto exacto. Yo me encargaré de cuadrar todo lo demás. Normalmente, aquel atrevimiento le habría costado caro, pero esa noche Luciano emanaba una confianza contagiosa que los demás empleados comenzaron a seguir casi instintivamente. Poco a poco, la cocina recuperó el ritmo perdido, las comandas fluyeron con eficiencia, y cada plato salió a tiempo y con la calidad esperada. Desde la entrada de la cocina, Remigio Altamirano contemplaba la escena con silenciosa admiración. Nunca antes había visto a Luciano desplegar semejante seguridad y liderazgo. Una sonrisa imperceptible se dibujó en su rostro, mezcla de orgullo y asombro. —Increíble —murmuró para sí, fascinado por la transformación del joven ayudante. Finalmente, tras casi dos horas de frenético esfuerzo, el ritmo del servicio comenzó a disminuir. Luciano exhaló profundamente, agotado pero satisfecho, notando el sudor deslizarse por su espalda y sus brazos entumecidos por el esfuerzo. —Montenegro —llamó la voz de Remigio desde atrás—, quédate un momento cuando termines, quiero hablar contigo. Luciano tragó saliva, preguntándose qué significaría aquella petición inesperada, aunque en el rostro de Remigio detectó un brillo inusual de aprobación. Cuando la noche tocaba su fin y el restaurante se vaciaba lentamente, Remigio y Rebeca compartían una copa de vino en la oficina administrativa, iluminada suavemente por un elegante candelabro. —Fue una gran noche, ¿no te parece? —comentó Remigio con una sonrisa relajada. —La venta estuvo excelente —respondió Rebeca, jugando distraídamente con la copa—. Pero la avalancha de clientes fue casi inmanejable. Por suerte todo salió bien al final. —¿Sabes a quién debemos agradecer especialmente? —preguntó Remigio con un tono sugestivo. Rebeca arqueó una ceja y sintió una leve inquietud en el pecho. Intuía a dónde iba aquella conversación. —Imagino que te refieres a… Luciano —dijo lentamente. Pronunciar aquel nombre despertó en ella sensaciones encontradas; recuerdos recientes que le hicieron sentir un extraño cosquilleo. —Exactamente. Tomó el control cuando el chef principal estaba a punto de colapsar —añadió Remigio, con evidente satisfacción—. Me impresionó mucho su liderazgo. Estoy considerando seriamente darle más responsabilidades. ¿Qué piensas tú? Rebeca guardó silencio por un instante, observando el líquido rojizo que giraba lentamente en su copa. Remigio temió que rechazara la idea de inmediato, pero sorprendentemente, ella habló con un tono más calculado. —Quizá tengas razón. Luciano tiene potencial… podría sernos útil en el futuro cercano. Remigio frunció el ceño, sorprendido por aquella reacción mesurada, desconociendo los verdaderos pensamientos que rondaban la mente de su esposa. Porque Rebeca ya no veía a Luciano simplemente como un empleado más; veía en él algo más valioso y potencialmente peligroso: un joven talentoso cuya ambición podría manipular a su favor. —Mañana hablaremos con él —concluyó Remigio—. Seguro que a Linda le encantará tener a alguien con su energía en el equipo cuando regrese. La simple mención del nombre de Linda provocó que una sombra fugaz cruzara el rostro de Rebeca, pero recuperó la compostura al instante. —Sí… Linda —repitió, saboreando el amargo regusto que aquella palabra siempre le provocaba—. Esperemos que regrese pronto. En silencio, Rebeca contempló el fondo de su copa, sonriendo levemente para sí misma. Luciano Montenegro podía ser exactamente la pieza que necesitaba, un arma afilada, lista para utilizar.
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