Prólogo.

1288 Words
—Así… más… —la voz de Rebeca era un ruego y una orden al mismo tiempo, quebrada por la urgencia, temblorosa de deseo. Luciano la complació, devorándola sin piedad, saboreando cada estremecimiento que provocaba en su piel ardiente. La necesidad lo dominaba, mezclada con ese poder oscuro que lo hacía sentir dueño de ella, de su cuerpo y su voluntad. Rebeca se retorcía bajo él, con la cabeza enterrada en la almohada, ahogando jadeos que parecían suspiros de éxtasis y súplicas por más. Sus muslos temblaban, rodeándolo, atrapándolo en el calor de su entrega. A lo lejos, la música sonaba como un eco difuso, un susurro sensual que añadía un matiz aún más prohibido a la escena. —No pares… —gimió con desesperación, arqueando la espalda hasta que sus senos rozaron el pecho sudoroso de Luciano—. Soy tuya… siempre tuya… Sus palabras lo encendieron aún más. Se incorporó, sujetándola con firmeza por los muslos y alzándolos hasta que su torso quedó curvado, vulnerable, rendido a su dominio. Sus miradas se encontraron en la penumbra de la habitación: los ojos de Rebeca, vidriosos, inundados de lujuria y entrega absoluta; los de él, devoradores, encendidos por la pasión y por la rabia que lo carcomía, una furia que necesitaba canalizar en esa danza salvaje. —Nadie te va a hacer sentir como yo —gruñó, su voz áspera y profunda, justo antes de hundirse en ella con un embiste feroz. El grito de Rebeca llenó la habitación, clavándole las uñas en la cintura en un reflejo instintivo, marcándolo como suyo. Luciano la tomó con posesión, con un ritmo brutal que sacudía la cama bajo ellos. El sonido de sus cuerpos chocando se fundía con sus jadeos entrecortados, una melodía de deseo desenfrenado. Rebeca se aferró a su espalda, sus uñas dejando surcos ardientes en su piel mientras se rendía por completo a la sensación de ser poseída, consumida. —Más… no te detengas… —rogó, con la voz entrecortada, perdida en el placer. Él obedeció. Sus manos la sujetaron con más fuerza, una en la cadera, otra en su hombro, inmovilizándola mientras la embestía con intensidad creciente, hasta que el crujido de la cama se volvió un eco constante en la habitación. Cada movimiento la incendiaba, enviando descargas eléctricas que la hacían gemir sin control. Y entonces, el pensamiento la golpeó: lo estaban haciendo en la cama de Remigio. Ese territorio prohibido, ese altar de un matrimonio falso, ahora profanado por la pasión clandestina. La idea la excitó aún más. El sudor resbalaba por la frente de ambos, sus respiraciones eran jadeos entrecortados y el cabello de Rebeca se pegaba a su rostro, enmarañado, salvaje. Luciano gruñó al sentir el apretón casi desesperado que lo envolvía, al ver sus labios entreabiertos, sus mejillas encendidas por el frenesí. No había culpa. No había conciencia. Solo deseo, solo el placer incendiario de un secreto que ardía entre ellos, devorándolos por completo. En un movimiento ágil y dominante, Luciano cambió de posición, levantando a Rebeca y poniéndola de espaldas contra él. Ella, con una mezcla de sorpresa y deseo anticipado, se sujetó con fuerza al borde de la cama, sintiendo cómo él la tomaba por detrás con una embestida profunda y poderosa, arrancándole un grito inmediato que sacudió las paredes de la habitación. Rebeca echó la cabeza hacia atrás, sus ojos brillando de lujuria al encontrarse con la mirada hambrienta y posesiva de Luciano. —¿Te gusta así? —preguntó él con voz ronca, impregnada de poder, acariciando con sus labios la piel húmeda y ardiente de su cuello. —Me encanta… mi amor… —jadeó ella, empujando sus caderas hacia atrás con desesperación, entregándose por completo a esa sensación de plenitud y dominio absoluto. Los movimientos entre ambos se tornaron frenéticos, incontrolables; una danza salvaje y sin frenos que los consumía sin remedio. El sonido húmedo y visceral de sus cuerpos uniéndose resonaba en la habitación, mezclado con sus gemidos cada vez más intensos y desvergonzados, olvidando la prudencia, la moral y cualquier posible consecuencia. Estaban sumergidos en ese placer prohibido, seguros de que nadie podría interrumpirlos. Hasta que la puerta se abrió violentamente. Linda irrumpió en la habitación con el corazón latiendo acelerado, impulsada por un miedo inexplicable, temiendo encontrar algo grave, pero jamás preparándose para la imagen que la recibiría. Durante los breves segundos en que la puerta cedió ante su mano temblorosa, mil pensamientos cruzaron su mente a toda velocidad: quizá alguien había entrado a robar, quizá Rebeca estaba enferma… quizá… Pero la realidad que la golpeó fue infinitamente más devastadora. Lo primero que sintió fue el calor húmedo y sofocante que escapaba del dormitorio, junto con el inconfundible aroma a sudor y deseo que la abofeteó con crueldad, estremeciendo cada fibra de su ser. Un escalofrío violento le recorrió la espalda, haciendo que sus músculos se tensaran como si estuviera al borde de un precipicio. Se asomó lentamente, sujetando con fuerza el marco de la puerta para mantenerse en pie, mientras su corazón se aceleraba hasta convertirse en un tambor frenético. La habitación permanecía sumida en una extraña quietud, apenas rota por respiraciones agitadas y el leve crujido de las sábanas enredadas, hasta que un nuevo gemido de placer desgarró abruptamente el silencio. La luz tenue de los veladores proyectaba sombras sinuosas que danzaban sobre la pared, revelando con crudeza la escena que tenía ante sus ojos: una mujer desnuda, arqueada en la cama, siendo tomada con una pasión salvaje por un hombre cuya identidad no tardó en reconocer. Rebeca. Su madrastra. La mujer que su padre había elegido como compañera ahora se entregaba, sin reparos, a otro hombre, quien la sujetaba firmemente desde atrás con fiereza. El tiempo se congeló para Linda, que sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies, dejándola suspendida en el vacío de una verdad que su mente se negaba a asimilar. Parpadeó varias veces, tratando de convencer a sus ojos que la engañaban, pero cada vez era más claro: el cabello revuelto, los músculos tensos, el perfil marcado… no cabía la menor duda. Era Luciano. El chef, el empleado de confianza de su padre, el hombre que había despertado en ella emociones profundas y confusas, ahora entregado sin pudor alguno a la mujer que más detestaba en el mundo. Linda sintió un mareo repentino, abriendo la boca para gritar, para llorar, para exigir explicaciones, pero ni siquiera un sonido débil logró escapar de su garganta estrangulada por el impacto. En ese mismo instante, como alertada por un sexto sentido, Rebeca giró el rostro con lentitud, sus labios entreabiertos aún en medio del placer, hasta encontrarse con la figura rígida y devastada de Linda en la puerta. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, reflejando una mezcla inmediata de terror, humillación y rabia. Luciano, percatándose de que algo sucedía, siguió el gesto y miró hacia atrás, quedándose petrificado al ver a Linda allí de pie, lívida, temblorosa, y completamente destrozada. Todo movimiento cesó al instante; Luciano se apartó bruscamente, mientras el deseo desaparecía al instante de su rostro, reemplazado por la culpa y una vergüenza profunda, al mismo tiempo que Rebeca, con movimientos torpes y desesperados, buscaba cubrirse con una sábana, respirando entrecortadamente, presa del pánico y la humillación. Linda permanecía inmóvil, clavada en el lugar donde sus pies se habían detenido, sintiendo cómo una fría revelación se abría paso violentamente en su conciencia. Todo aquello que había percibido, esa tensión inexplicable que percibía entre Luciano y Rebeca. Esas evasivas constantes de Luciano, la hostilidad disimulada de Rebeca. La verdad que había estado frente a sus ojos sin que ella fuera capaz de aceptarla. Ahora todo encajaba en su mente con brutal claridad. Luciano era el amante de su madrastra.
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