Desastroso encuentro.

1187 Words
Rebeca Villamizar descendió de su lujosa camioneta negra con la elegancia de quien sabe que el mundo la observa. Vestía un conjunto de dos piezas en color marfil, que resaltaba el brillo de su piel y acentuaba su porte aristocrático. Sus tacones de diseñador resonaron firmes contra la acera, y el discreto, pero costoso brazalete que llevaba en la muñeca reflejó la luz matinal con un destello casi hipnótico. La gente que pasaba cerca, en su mayoría empleados de oficina y algunos clientes matutinos, no pudo evitar volver la mirada. Rebeca era de esas mujeres a las que se les abría el paso sin necesidad de pedirlo, y su sola presencia parecía inspirar una mezcla de admiración y recelo. Su rostro estaba impecablemente maquillado, sin una sola imperfección; su peinado, pulcro y elegante, no daba lugar a un solo cabello fuera de lugar. Ante los ojos de todos, ella era un modelo de perfección, aun para su edad. Nada en Rebeca Villamizar era fortuito: su forma de caminar, el suave movimiento de sus manos, la expresión segura en sus ojos de tono gris azulado. Formaba parte de la alta sociedad de Mérida, y su posición la hacía intocable. Además, era la esposa de Remigio Altamirano, dueño del imperio gastronómico Altamirano Gourmet, una cadena de restaurantes reconocida en todo el país por su refinada cocina y su servicio de alto nivel. En el vestíbulo del restaurante principal, un hombre de mediana edad, el gerente, la recibió con una ligera inclinación de cabeza. —Señora Villamizar, qué gusto tenerla con nosotros esta mañana. ¿Se encuentra todo de su agrado? —Espero que sí —respondió ella, dedicándole una leve sonrisa—. Pero ya lo sabré en breve. Rebeca apenas se detenía a escuchar las amables palabras del gerente. Venía con un objetivo claro: supervisar la operación y asegurarse de que cada detalle en el restaurante funcionara como un reloj suizo. Para ella, la palabra inspección no era un eufemismo; evaluaba desde el brillo del mobiliario hasta la eficiencia de los meseros, que deambulaban con bandejas llenas de tazas de café y desayunos continentales. La decoración interior de Altamirano Gourmet conjugaba la madera oscura de la época colonial con modernas lamparillas colgantes de cristal. El contraste entre tradición y vanguardia era uno de los puntos de orgullo del lugar. Ese día, el aroma a café recién molido y pan horneado flotaba en el aire, provocando que más de un cliente girara con curiosidad hacia la cocina. Rebeca, sin embargo, no parecía disfrutar de esos olores. Su mente estaba enfocada en escudriñar cualquier anomalía. ¿Los manteles estaban perfectamente planchados? ¿Había suficiente personal para atender el servicio de brunch? ¿El florero de la entrada tenía flores frescas? Miraba con ojo de halcón, y cada hallazgo que no se ajustaba a su expectativa se traducía en un leve fruncir de cejas. Cuando un mesero joven pasó por su lado sosteniendo con una mano un plato de huevos Benedictine y con la otra una jarra de jugo fresco, ella se apartó con un gesto de desaprobación. Ni siquiera lo miró a la cara. Para Rebeca, los empleados eran una parte más del escenario, piezas de ajedrez que se movían según sus órdenes. Eran indispensables para la operación, pero absolutamente sustituibles. En medio de ese cálculo silencioso, la mañana dio un giro cuando un incidente sacudió la perfecta coreografía del restaurante. Luciano Montenegro, un joven chef de veintisiete años recién incorporado al equipo, avanzaba con paso veloz hacia la entrada del local. Llevaba entre sus brazos varias cajas de pasteles cuidadosamente decorados, elaborados con técnicas que había aprendido durante su breve estancia en una academia culinaria local. Aunque Luciano no era un chef consagrado, su talento y dedicación prometían un futuro brillante. Con cada creación, anhelaba impresionar a sus superiores y ganarse un espacio en los fogones de Altamirano Gourmet. —¡Luciano, cuidado! ¡El suelo está algo resbaloso por la lluvia de anoche! —le gritó un compañero desde el pasillo contiguo. Pero Luciano no escuchó bien, absorto en la tarea de sostener las cajas y evitar que las tapas se movieran y arruinaran la delicada cobertura de los pasteles. La crema batida y el glaseado debían mantener su forma perfecta, un detalle crucial para la presentación que Altamirano Gourmet exigía a rajatabla. Además, su vista estaba completamente bloqueada; alzaba las cajas por encima de su rostro para evitar golpearlas con los bordes de las mesas. Entonces sucedió. Su pie derecho tropezó con un desnivel mal nivelado de la acera, justo en la zona de la entrada principal, y perdió el equilibrio. Con un chillido mudo, sus brazos intentaron aferrarse al aire, pero no había nada en qué sostenerse. Las cajas se escabulleron de sus manos, las tapas se abrieron y, en una trayectoria casi poética, una cascada de crema, frutas y glaseado se elevó hacia el techo antes de precipitarse en caída libre. El silencio se apoderó del lugar. Varios empleados que estaban cerca observaron la escena con los ojos muy abiertos. Todo en esa fracción de segundo pareció ir a cámara lenta: la mezcla blanca de crema, los frutos rojos que rodaban y el pastel que se deformaba al impactar contra algo. Ese "algo" era, en realidad, "alguien": Rebeca Villamizar. El delicado glaseado de vainilla dibujó un manchón dramático sobre su conjunto de dos piezas en color marfil, que se oscureció bajo el peso de la crema. Pequeños trozos de frambuesa y fresa se quedaron adheridos al bolsillo de su chaqueta, y uno de los bizcochos rodó hasta sus zapatos, dejando un rastro pegajoso en el antepié de uno de sus costosos tacones. Nadie se atrevía a soltar un solo sonido, ni siquiera para acercar una servilleta. Luciano, aún en el suelo, sintió que el corazón se le salía del pecho. Era su peor pesadilla hecha realidad. Alcanzó a alzar la mirada y distinguió el gesto helado de Rebeca. Ella, lejos de gritar, se mantenía inusualmente estoica; sin embargo, su rostro transmitía el desprecio de quien se sabe agraviada por un simple mortal. —¿¡Pero qué demonios hiciste!? —expresó con un tono seco, casi desgarrador en su frialdad. Se limpió el rostro con una mano, mientras la crema manchaba sus dedos, sus joyas y hasta un mechón de su peinado perfecto. Un mesero se adelantó con torpeza y le extendió una servilleta, pero la mirada fiera de Rebeca lo hizo retroceder de inmediato, como si temiera ser víctima de la misma furia. Luciano tragó saliva con dificultad. Intentó incorporarse, aunque parte de su pantalón también estaba manchado de merengue. Sus ojos, de un tono marrón claro, se encontraron con los de ella, y lo único que vio en esa mirada fue una mezcla de rabia contenida y un rastro de repugnancia. —Yo… Lo siento, señora —balbuceó, con la voz temblorosa—. Fue un accidente. Estaba cargando las cajas y no la vi. De verdad, no fue… —Cállate —cortó ella, con un gesto de la mano que lo redujo a cenizas por dentro—. Tu incompetencia es inaceptable.
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