Sin embargo, sabía que algo se había roto. Y lo que quedaba entre ellos ahora pendía de un hilo invisible. —No me iré aún —respondió al fin, con un tono distante, meticulosamente contenido—. Necesito entender qué está pasando realmente―. Susurro suavemente para sí misma. Sus palabras no alzaron la voz, pero cayeron como un martillo sobre el pecho de Luciano. Un reproche disfrazado de mesura, una sentencia que no necesitaba más adornos. Él luego de ponerse algo de ropa volvió, pero no dijo nada. Solo se movió hacia la mesa, recogió las tazas de café —ya frías— y las llevó al fregadero. Mientras el agua caía con fuerza sobre la loza, Luciano deseó que ese acto tuviera la capacidad de lavar no solo las tazas, sino también las mentiras acumuladas en el aire. Pero sabía que no. La culpa no s

