Como si buscara afianzar aún más su dominio, Rebeca deslizó los dedos sobre un salero de cristal que reposaba sobre la encimera y, con un movimiento aparentemente casual, lo empujó hasta dejarlo caer al suelo. El estruendo del vidrio al romperse resonó como un disparo en la cocina silenciosa, provocando que Remigio diera un respingo sobresaltado. —¡Pero...! —exclamó él, mirando sorprendido los fragmentos dispersos sobre las baldosas relucientes. Sin embargo, Rebeca permaneció imperturbable. Ni siquiera pestañeó ante el ruido, sino que dirigió una mirada fría, cargada de desprecio, hacia Luciano. —Recógelo, Montenegro —ordenó con voz seca, sin dignarse siquiera a mirarlo directamente—. Y ten cuidado de no cortarte. No quiero sangre manchando mi cocina. Luciano sintió cómo una oleada de

