—¿Qué pasó? —pregunté a mi madre cuando llegué al hospital, del cual había sido llamado cerca de veinte minutos atrás—. ¿Estás bien?
—Yo estoy bien —dijo la mujer a la que había corrido a encontrar en cuanto la vi desde afuera de la clínica—. Amanda se torció un tobillo y se fracturó la muñeca.
—¿Qué estaban haciendo? —cuestioné alterado.
—Cállate, que no estás en tu casa —me reprendió mi madre pellizcándome al tiempo que susurraba su gentil sugerencia—. Estábamos cambiando las cortinas, le dije que esperara a que trajera la escalera, pero dijo que podía subirse al respaldo del sillón y se resbaló. Fue un accidente.
—Otro accidente —obvié algo que mi madre también había notado ya: Amanda se quería tan poco que no se cuidaba nada.
Eran conductas autodestructivas, según un libro que me había recomendado la psicóloga del colegio donde yo trabajaba. La joven parecía estarse castigando por quien sabe qué, y permitía que cualquier cosa dañina le pasara porque creía merecerlas.
Era una forma de justificar todo lo malo que le había pasado en la vida, como si se mereciera cosas malas porque era una mala persona; o al menos estas eran mis teorías al respecto de ella y su conducta.
Y es que Amanda ni siquiera tenía un mes en casa y esta era la tercera vez que acudíamos a emergencias por un “accidente” de este tipo; eso sin contar la infinidad de cosas mínimamente dañinas que le pasaban, pero que dieron paso a mis sospechas de que algo andaba mal con ella.
Y no, no era nada consciente, no era que ella se quisiera hacer daño para justificar lo mala que era su vida; todo era inconsciente, era una forma inconsciente de darle sentido a todo lo que, muy a pesar de si quería o necesitaba, había ocurrido con ella.
Era como una etapa de rebeldía, como ese pequeño cambio que ocurría inconscientemente en los presos que habían ido a parar a la cárcel injustamente; ellos comenzaban a hacer cosas malas, porque de esa manera podrían justificar el estar donde estaban.
Y es que ese tipo de seres humanos somos, de los que necesitan explicaciones, razones y porqués a todo lo que ocurre y pasa, y si no los hay los inventamos, con tal de que existan.
Amanda, probablemente, se dañaba porque sentía que era lo que merecía, que era alguien tan malo que ni siquiera merecía el cariño de los demás, por eso no lo tenía.
Y sus acciones inconscientes estaban justificadas conscientemente a manera de descuidos, y les restaba tanta importancia que incluso se le hacía una exageración la atención médica.
Yo quería pensar que era cosa de su baja autoestima, de verdad odiaba creer que esa creencia no se la había inventado ella, sino que había sido introyectada a partir de las opiniones de los demás, de esos que ignoraron sus lesiones en el pasado y no le quisieron atender cuando niña o adolescente.
Porque hubo esos casos, mi madre, que tenía relación con todo el mundo, se había enterado de lo mal que la pasaba la chiquilla con otras de las familias que le habían dado acogida.
Nosotros, además de ser la última familia que le quedaba, éramos los sextos que la invitaban a vivir con nosotros en esos nueve años que había estado rondando; y de los nueve cinco los había pasado con una tía abuela mía que había fallecido un par de años atrás; ella había sido su segundo hogar, luego de ella hubo cuatro más, incluyéndonos.
La razón del cambio de hogar la desconocía, pero tanto mi madre como yo teníamos bien claro que las familias que le dieron acogida no fueron lo suficientemente comprensivas con ella y comenzábamos a entender el porqué.
Es decir, si Amanda siempre había sido tan descuidada, siendo una niña en protección familiar, tutorada por algunos organismos estatales de protección al menor, la integridad de los tutores podría estar en riesgo ya que, esos pequeños descuidos y accidentes, podrían mal interpretarse como violencia doméstica.
Supuse entonces que esos parientes, que la cuidaron por a penas meses, debieron sentirse presionados y preocupados por su propia integridad, entonces solicitaron a otros que la tomaran bajo su cuidado; y, a pesar de que todo iniciaba con buena voluntad, terminaban también por solicitar un relevo en su cuidado.
Moretones, quemaditas, cortadas, golpes y de más eran parte del montón de situaciones que dejaban una marca en la piel de la joven de diez y siete años con cuerpo de niña de quince, tal vez.
Amanda no era la más cuidadosa con su apariencia, y no lo entendía del todo, pero su descuido llegaba al nivel físico. Seguro era que ella estaba al menos diez kilogramos debajo de su peso ideal, era tan delgada que incluso se veía pequeña. Parecía una de mis alumnas de primer o segundo grado de primaria, a pesar de que debería haber entrado ese año a preparatoria.
Ella había decidido dejar de estudiar, ya que, según ella, no era necesario gastar en un estudio que no le serviría de nada, e insistió en trabajar a pesar de que ni siquiera era mayor de edad aún.
Ese había sido el motivo de renuncia a ella de la última familia que le cuidó, pues no querían que los demás pensaran que se aprovechaban de ella, que usaban la herencia de sus padres para algo más que lo que se había considerado en una de las primeras reuniones familiares que se tuvo sobre ella: en su educación y manutención.
Era así, entre todos habían decidido que la familia que la tomara podía disponer una cantidad mensual para los gastos de la chica, que incluían educación, alimentación, vestido y otras necesidades básicas, pero la joven se negaba tanto a recibirlo todo, que la primera familia fue tachada de estar aprovechándose de la pobre huérfana descuidada que no cuidaban bien.
Luego la tía abuela, que tenía un fuerte carácter, la mantuvo a raya; o eso fue lo que se escuchó decir, pero probablemente todo fue simplemente que ellas lograron congeniar bien, y supieron convivir mientras la mujer estuvo con vida.
Lo siguiente fueron dos años con cuatro familias diferentes. La principal razón de que no se quedara en un solo sitio fue, para mí, la adolescencia; pero esa era la opinión de alguien que mira de fuera y sin poner demasiada atención; pues ahora que la conocía entendía bien el puño de posibles razones detrás de ello.
Probablemente Amanda no quisiera darles molestias a las personas que le habían abierto las puertas de su hogar, por lo tanto había decidido mantenerse al margen de ellos, provocando un obvio distanciamiento que, aunado a todo eso que se negaban, podría pasar por negligencia de parte de los cuidadores; entonces ellos decidían pasarle la batuta de alguien complicado a alguien más.
Y es que, quién en su sano juicio quiere asumir una responsabilidad que podría terminar en desgracia. Nadie lo quería, tal vez tampoco yo, por eso mi renuencia a esa jovencita se salía por mis poros cada que ella daba otra cosa de qué quejarme.
Sin embargo, tal como mi madre le había dicho a ella, y como lo dije también yo, nosotros, unos parientes que ni de su sangre éramos, éramos lo último que le quedaba a esa chica para tener un tutor siendo aún menor de edad.
Amanda era una sobrina lejana del difunto marido de mi madre que, aunque no era mi padre, me había dado su apellido y su amor desde que él se enamoró de la madre soltera y trabajadora que era Lorena cuando yo tenía dos años de edad.
Ellos no tuvieron más hijos, por decisión de él, que temía querer más a su propia sangre que a mí, aunque mi madre decía que ese temor era una prueba fehaciente de que me amaba mucho más de lo que quería amar a sus hijos biológicos.
Mi padre, como si lo consideré y lo llegué a llamar, murió cuando yo era adolescente, tenía catorce años en aquel entonces y, aunque lo perdimos a él, gracias al carisma de mi madre, pudimos seguir siendo parte de esa familia con quien no compartíamos ningún lazo.
Fue en aquel entonces que también yo cambié. Yo sabía bien lo mucho que mi madre amaba a ese hombre que fue mi padre por propia decisión, y al que amé demasiado también, y cuando lo perdió temí que no pudiera salir de su depresión, así que decidí convertirme en la causa de sus sonrisas.
Cambié por el bien de mi madre, pero también por el mío, porque era yo quien necesitaba verla bien, feliz para mí.
Y sabía bien que esa niña le estaba dando un nuevo propósito a su vida, es por eso que, ya que no quería aguantarme la mala actitud de la joven, quizá no contra nosotros, sino contra lo que representábamos: “una familia que la acogía llena de buena voluntad y la desechaba ya cansada de aguantarla”, intentaría lograr que ella ganara confianza en sí misma para que pudiera confiar en la mujer más confiable del mundo entero: mi madre.
Porque mi madre la necesitaba, sobre todo en esta etapa tan complicada de su vida, y si ella podía ser la tabla de salvación de una mujer que estuvo a punto de rendirse al cáncer porque creía que la única persona que la necesitaba en esta vida ya era capaz de salir adelante por sí misma; definitivamente me convertiría en el sostén de Amanda.
Sería quien la cuidara y protegiera de todos, incluso de ella misma; sería quien le velara los pasos, aunque no lo deseara realmente; me convertiría en lo que ella necesitara, incluso en quien la amara, aunque ella se odiara.
Era una promesa que me hice a mi mismo cuando por ella, que necesitaba alguien, mi madre decidió ser alguien que estuviera para ella, y de paso me regalaría, con suerte, muchos años más para mí.
Mi madre había sido diagnosticada con cáncer, y entre lágrimas me había confesado que tal vez era tiempo de reencontrarse con ese hombre que amó tanto, pero luego supo de ella, de su soledad, y decidió intentar estar bien para poderla ayudar.
Y aquí estábamos, en su lucha casi ganada contra el cáncer intestinal para que pudiera meter en cintura a una chica que de verdad necesitaba ser rescatada de su propio odio.