—¿Qué tal amaneciste? —pregunté entrando a su habitación por la mañana, antes de irme a la escuela y, al verla tan delgada y sin vida sentí cómo mis ojos se aguaban.
—Estoy cansada —dijo en medio de un gruñido que denotaba justo eso, lo cansada que estaba a pesar de que el día recién se levantaba.
—¿Quieres ir al médico? —pregunté esperando poder hacer algo por ella, pero me miró con compasión y una de esas sonrisas que, aunque no me encantaban porque no eran para nada felices, iba a extrañar demasiado.
—El cansancio no lo cura un médico —obvió burlándose un poco de mí—, solo necesito descansar, y con tanto dolor es imposible.
Un nudo se hizo en mi garganta, entendía bien lo que mi madre no se había atrevido a decir, por mí, más que por ella, porque antes lo había externado y yo me había molestado demasiado.
Y es que me molestaba en demasía que ella se hubiera resignado tan fácil a irse, pero con cada día que pasaba, y que la veía cada día más delgada y más cansada, incluso yo me comenzaba a resignar.
» Deja de hacerte la dormida —pidió mi madre para la chica que, con medio cuerpo recostado en su cama, lagrimeaba en silencio—. Anda, tienes que volver a estudiar, no puedes quedarte acá conmigo para siempre.
—Si eso hará que me dures para siempre, dejaré de estudiar definitivamente... igual no me gusta estudiar —resolvió Amanda incorporándose, con el rostro hecho un fiasco de lo poco que había dormido y lo mucho que había llorado.
Y yo no me veía diferente. Todos estábamos cansados, y también todos estábamos heridos, pero, contrario a lo que parecía, solo uno de nosotros moriría, aunque los corazones de todos se enterrarían juntos, en esa fosa que guardaría el cuerpo de la mujer que Amanda y yo más amábamos en la vida.
—Pasar un para siempre en este estado sería demasiada tortura —aseguró Lorena, mirando también con compasión a esa chica que no podía dejar de llorar—. Solo vayámonos resignando, porque la vida de los vivos sigue aún después de los muertos.
Amanda negó con la cabeza, a ella tampoco le gustaba que mi madre se expresara con tanta normalidad sobre algo que odiaríamos cuando pasara, que aún no pasaba y ya odiábamos demasiado.
Dejó su asiento y la habitación, mi madre la miró con pena y luego me miró a mí, que no lloraba tanto porque era muy macho, pero que me dolía tanto el alma que a veces no lograba ocultar todo mi dolor.
» Tienen que dejar de llorar —dijo mi madre para mí—, o no voy a poder irme en paz.
Levanté los ojos al techo, sintiendo como mi nariz se contraía y me dificultaba respirar; pero igual lo intenté con fuerza, ahuyentando de mis ojos esas lágrimas que estaban por brotar.
—¿No puedes aguantarte unos veinte años más? —pregunté y entonces sí que rio mi madre, terminando con una queja de dolor que le contrajo todo el rostro.
Su cáncer no solo había vuelto luego de tres años de desaparecer, también se había extendido demasiado como para ser tratable.
Ella estaba invadida de cáncer, su estómago y páncreas ahora estaban también dañados por esa enfermedad, y había demasiadas cosas lastimándola, desde comer, beber y hasta unos cuantos movimientos que de pronto le molestaban.
—No puedo —me respondió con ambas manos en el estómago—, es demasiado para mí; pero, está bien, porque, sabes, yo cumplí mi misión: formé a un buen hombre, y hasta eduqué a una buena mujer. Esa era mi misión, ya la terminé, ya me quiero jubilar de esta vida.
—Puedes jubilarte en esta vida —dije caminando hasta ella, para sentarme a su lado—. Y trabajaré muy duro para que Amanda te lleve a todos los lados que quieras ir.
—Solo hay un lado al que quiero ir —dijo acariciando el dorso de mi mano—, y ella no me puede llevar ahí. Iré sola muy pronto, y tienen que dejarme ir sin llorar.
También negué con la cabeza, sintiendo mi frente doler y las lágrimas abandonar mis ojos para mojar todas mis mejillas.
Teníamos demasiados meses en ese fallido intento de alentarla a vivir, a echarle poquitas más ganas porque, cuando mi madre quería algo, eso se hacía nomás por sus hue...sos.
Pero estaba agotada, se le notaba, y ella ya se había resignado a la inevitable, que parecía ser su única salvación; y aún así Amanda y yo no queríamos dejarla ir, no queríamos perderla, no queríamos tener que seguir una vida donde no estaría ella.
—¿Necesitas algo justo ahora? —pregunté rindiéndome de hablar ese tema con ella, pues no quería tener que escuchar otra vez que lo que necesitaba era descansar en paz.
—Que quites tu cara de idiota o te vayas para que pueda olvidarme de que te estoy lastimando —dijo y no pude contenerlo más, así que salí tras besar la cabeza de mi madre, que hablaba ya entrecortado por todo el esfuerzo que había puesto en hablar un poco conmigo.
Afuera de la habitación de mi madre me encontré con Amanda, que lloraba recargada al muro junto a la puerta; y deslicé mis dedos por mi cara, para deshacerme de esas lágrimas que yo no quería derramar, pero que mi corazón adolorido no dejaba de producir.
—De haber sabido que todo este dolor era el precio que debía pagar por saberme amada por alguien, hubiera preferido no conocer a tu madre —dijo Amanda y la abracé con fuerza.
Mi madre le había dado a Amanda mucho más que ese amor que ella mencionaba, y que se negaba rotundamente a perder; le había regalado seguridad en si misma y ganas de hacer planes para esa vida en que se había resignado a no ser feliz.
—Creo que, lo que te hizo falta fue conocerla antes —dije para la joven que se aferraba a mi cuerpo—, entonces sentirías que no te debe nada, como yo.
—¿No podemos hacer nada? —preguntó y negué con la cabeza, dándole esa respuesta que estoy seguro ella sabía, pero que necesitaba escuchar unas diez mil veces para poderla aceptar.
—Por ahora, ve a descansar —pedí soltándola un poco, pues parecía que si la dejaba por su cuenta se desmoronaría completa—. Estaré al pendiente de todo, así que duerme mucho, para que me releves más tarde.
Amanda y yo nos habíamos turnado para cuidarla, ella me había dejado los fines de semana y las tardes, mientras ella la cuidaba todas las noches y las mañanas entre semana.
Mi madre había dicho que con una enfermera estaría bien, para que nosotros no dejáramos de hacer lo que debíamos, y mucho menos nos desgastáramos en cuidarle en esta etapa tan complicada de su vida; pero, para nosotros, cuidarla no era un sacrificio, era el pago justo por todo el amor que habíamos recibido de parte de ella.
Aún así era difícil, tanto que Amanda renunció a entrar a la universidad a la que había aprobado el examen de ingreso, pues quería pasar tanto tiempo como fuera posible a su lado, y si era muy difícil combinarlo con otras responsabilidades pues, aunque no la cuidaba todo el tiempo, y ella se hacía cargo de casi todo en la casa, estaba casi siempre lista para llegar a ella; a diferencia de mí que pasaba horas fuera de casa, rezando porque nada le pasara a mi madre en mi ausencia.
La enfermedad de mi madre nos estaba matando un poco a todos, a ella físicamente y a nosotros emocionalmente; porque nuestra negación a perderla, era sin duda lo más desgastante de todo, eso y verla apagarse poco a poco frente a nuestros ojos.
Y es que no solo era su cansancio o pérdida de peso lo más evidente, lo que más se notó fue que ella dejó de vislumbrarse en todos lados. Ya no estaba tejiendo en un sofá de la sala, ni tampoco horneando cualquier cosa a deshoras de la mañana; ya no se le veía tararear mientras regaba las plantas en la azotea o tendía la ropa que había lavado, ella ya ni siquiera tarareaba.
La casa se fue tornando silenciosa, pero con el paso de las semanas se hizo mucho peor, porque el silencio se llenó de quedos sollozos y bajos lamentos.
Amanda y yo, por mucho que quisiéramos que ella no sufriera, no podíamos resignarnos a perderla y pensar en lo inevitable nos hacía llorar.
Era curioso, ni siquiera la habíamos perdido aún y ya atravesábamos algunas etapas del duelo.
La negación fue lo primero, y la negociación, por supuesto, luego de que nos obligamos a creer en esa horrible realidad, que era la etapa terminal de Lorena, intentamos hacer de todo para cambiar las cosas. Queríamos hacer hasta lo imposible, incluyendo cambiar de lugar con ella, pero esos son deseos que ninguna lámpara mágica te cumple, y lo odiábamos tanto que la ira se manifestaba constantemente.
La depresión era nuestro estado más constante. Llorábamos todo el tiempo, e incluso cuando no llorábamos sentíamos claramente cómo nos encontrábamos hundidos en una tristeza profundamente dolorosa, que a veces ni las lágrimas lograban evidenciar, por eso a ratos no llorábamos, a pesar de que la desesperación, la impotencia y la rabia nos estaban matando.
No podíamos aceptarlo, no queríamos hacerlo, pero al final sucedería, porque así es todo en la vida: con un principio y un final; y, por mucho que amaramos a Lorena, Amanda y yo no podíamos quedarnos atrapados en un duelo inconcluso para siempre, ella no nos lo perdonaría, porque, tanto la enojona Amanda como el irreverente Elías, sabían bien que lo único que ella deseaba para nosotros, que nos quedaríamos sin ella, es que fuéramos felices a pesar de que ya no estuviera.