—A partir de ahora vivirás aquí —explicó mi madre a la adolescente que le seguía los pasos—. No causes problemas, niña, que después de nosotros te queda solo la calle, así que deja de darle preocupaciones a tu familia.
—¿Familia? —bufó la jovencita en un susurro mientras una irónica sonrisa le atravesaba el rostro y sus ojos que se entornaron al decir esa palabra se fijaron en una pared.
—Lo sé —aseguró mi madre—, la familia no te abandona, pero no hay nadie tan masoquista como para soportar las cruces que no le han tocado. No seas un dolor de cabeza para alguien que ya tiene muchos… aunque yo solo tengo uno, pero es muy grande —advirtió.
—¡Oye! —me quejé.
Cuando mi madre hablaba de dolores de cabeza se refería exclusivamente a mí.
» No le hables a extraños de mí, de esa manera. ¿Qué va a pensar ella?
—Realmente no me interesas —dijo la chiquilla levantando los hombros y una ceja.
—Vaya joyita trajiste —solté mirando fijo a quien me sostuvo la mirada tras mi comentario—, ¿cuántos años tiene esta gatita arisca?
—No soy un gato —dijo la furiosa chica.
La miré detenidamente y sonreí. Ella dijo que no era un gato, pero parecía estar a punto de saltarme encima y arañarme la cara.
—No discutan —ordenó mi madre quitándome toda posibilidad de explicarle que sí parecía un gato—. Se llama Amanda, te comenté ya de ella, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo, y sigo sin estar de acuerdo con que traigas una desconocida a casa —farfullé y, al darme cuenta de lo que mis palabras causaron en Amanda me arrepentí de haber dicho algo tan cruel.
A la chica menuda, de cabello oscuro y ojos en el mismo tono, le dolieron mis palabras.
—Por eso digo que eres mi dolor de cabeza —soltó de pronto mi madre—. No digas cosas de las que vas a arrepentirte. Vamos, chica, te mostraré tu habitación.
Amanda siguió a mi madre, mientras su postura me hacía reclamar por hablar de descuidada manera. Ella caminó cabizbaja, con los ojos fijos en la nada.
Respiré profundo pensando en que debía disculparme con ella. Yo era un adulto, y ella casi una niña; una casi niña que había tenido una vida demasiado complicada, además. O eso me había contado mi madre.
**
—Qué ironía que una chica, cuyo nombre significa la que es amada, haya debido pasar por tantas cosas —dije y suspiré, dejándome caer en el sofá de la sala.
—Por eso no seas grosero con ella —me reprendió la mujer que entraba a la habitación donde ahora estaba—. Ella no necesita que alguien más la desprecie.
—¡No la desprecié! —aseguré apenado pues, aunque no había sido mi intención hacerle sentir mal, eso era justo lo que había logrado—. ¿Cómo está?
—Pues está asustada, y es normal. Los cambios siempre producen miedo. Aunque parece resignada. Ha dicho que esto no durará mucho cuando le pedí que se acostumbre a nosotros y a la casa. Viene segura de que la echaremos a la calle en cualquier momento. Pobrecilla.
Mi madre estaba tan consternada, que no pude evitar sonreír lleno de ternura y satisfacción. Raro, lo sé, pero ese tipo de orgullo era el que me provocaba esa mujer.
—Oh, Santa Madre Teresa de Calcuta, siempre viendo por los pobres y los desvalidos —ironicé y me tragué mi sonrisa al ver esos ojos oscuros, que minutos antes mis idiotas comentarios hubieran apagado, recriminando mi pequeño juego.
—Esto va a ser divertido —señaló mi madre sonriendo—. Un irreverente penoso y una inoportuna enojona. Adiós días de paz, juro que no voy a extrañarlos.
La chica miró a mi madre con curiosidad, y yo no me reí de tal ocurrencia. Amanda acababa de arruinarme eso. Aunque seguro yo había hecho más daño, por eso me disculpé. Pero ella no dijo nada, ni siquiera me volvió a mirar; se limitó a ayudarle a mi madre con la cena mientras yo las miraba desde el sofá.
Charlamos mientras cenamos, mi madre y yo, por supuesto. Amanda no dijo nada, no hasta que iba a dejar la cocina, fue entonces que agradeció en un dulce murmullo.
Me compadecí de ella, seguro que estaba ansiosa y yo con mis malas pulgas.
La vi dejar la cocina y caminé tras de ella, necesitaba aclarar que no había dicho todo lo que dije con mala intención.
—Lo siento —dije el voz bastante alta, logrando que se detuviera y me mirara tras girarse—, por lo de hace rato, y por lo de antes también. Soy bastante idiota hablando, digo todo lo que pienso sin meditarlo. Mamá dice que me falta un filtro que se llama raciocinio y otro que se llama prudencia, pero es defecto de fábrica, así que la culpo a ella.
Los ojos de Amanda chispearon, pero fue solo un segundo, luego de eso su ceño se contrajo de nuevo.
» Oye, acepta mi disculpa —pedí—, no podré estar tranquilo sabiendo que te he lastimado. No era mi intención insultarte, en serio parecías un gato —dije intentando excusarme, pero sus ojos se entrecerraron, indicándome que la había regado de nuevo.
» Y —vacilé—, sobre lo de la madre Teresa… mi madre es así, a ella le gusta tanto ayudar que incluso, a veces, es molesto.
Amanda me miró con desdén y reproche de nuevo.
» Te digo que soy idiota —señalé aún más apenado—, ya ni siquiera sé lo que estoy diciendo, pero entiendo que la estoy cagando, así que volvamos a mi disculpa. Perdón por todo lo que he dicho y te ha molestado.
Amanda dejó de fulminarme con la mirada y respiró sonoramente profundo. Entonces asintió mientras apretaba los labios, formando con ellos una línea.
Eso fue tierno, por eso sonreí. Ella frunció el entrecejo y se fue después de mirarme con desapruebo, de nuevo.
» No me estaba burlando de ella —aseguré volviendo al comedor—, solo sonreí..., aunque fue bueno que no me arañara.
—¿Qué hago contigo? —preguntó mi madre, imaginando lo que había pasado—. Dale tiempo —pidió acariciando mi cabeza y me sonrió bastante amplio—, y, mientras lo haces, procura estar en silencio.
Ese comentario sí que había sido con mala intención, por eso miré mal a la mujer que claramente se burlaba de mí.
» Nunca ha recibido mucha atención —explicó—, seguro eres demasiado para ella. Para mí eres mucho más que suficiente.
—¡Lorena! —grité enfadado.
Todo lo que mi madre había dicho casi sonaba a insulto, pero cuando volvió a sonreírme le perdoné absolutamente todo.
Había cosas que solo mi mamá lograba. Devolverme al estado de felicidad era su más grande don, y lo lograba con solo sonreírme.
» ¿Qué haría yo sin ti, madre hermosa? —cuestioné caminando tras ella, abrazándola por la espalda.
—Pudrirte y morir de hambre —dijo obligándome a soltarla, incrédulo de haber recibido tales palabras cuando mi única intención había sido halagarla—. Eres un inútil, ¿tanto te costaba ayudarme con los platos? Te vi haciéndote idiota en el pasillo mientras yo terminaba de limpiar la cocina.
Sonreí. Amaba a mi madre como a nada en la vida.
—Cásate conmigo, Lorena —bromeé volviendo a abrazarla.
Ella me obligaba a hacer algunos quehaceres, pero lavar los trastos era lo que yo más odiaba. Por eso nunca me ponía a hacerlo, y yo lo agradecía con toda el alma.
—¿Quién querría un marido vago como tú? —cuestionó mirándome con desdén—. Quita —ordenó golpeando mis manos—; y, antes de dormir, levanta tu cuarto.
Asentí sonriendo. Yo haría lo que fuera por ella, todo excepto lavar los trastes.