Capítulo 4

1061 Words
Qué tan difícil puede ser aceptar que no todos somos iguales? La sociedad juzga sin cansarse: por r**a, sexo, religión, ideología, forma de vestir, nacionalidad e incluso, por la forma de amar o de callar. Lo peor es que se sienten con derecho a hacerlo. A mí me abandonaron dos fantasmas a los que se supone debía llamar —padres—. Fantasmas que me dieron la vida, pero no se quedaron para enseñarme a vivirla. El abandono de un niño es tan común como cruel, sobre todo cuando los adultos se niegan a cargar con lo que engendraron. Crecí bajo el techo de mis tíos. Durante años intentaron arrancarme de raíz aquello que, en mi infancia, alguien me inculcó. Principios firmes, valores claros y esa arrogancia tan rusa que heredé sin pedirla. Antes solía alardear de mi sangre, de mi lengua y de mi carácter indomable. Pero mis tíos se encargaron de pulirme, de limar mis bordes y enseñarme que el orgullo, a veces mata más rápido que cualquier cosa. Aunque ellos no engañan a nadie. Odian todo lo que huela a Rusia. Odian a alguien... odian a Sasha. "No puedes juzgar a quien debes salvar", me reprende mi propia conciencia, esa voz necia que insiste en recordarme mi juramento hipocrático. ¿Ahora soy la madre de todos? ¿Hasta de los malditos lobos con piel de cordero? Respiro hondo y sigo. Bien, volvamos a lo importante... La aceptación a los pandilleros. Entiendo el concepto mejor que nadie. Ayudo en orfanatos, casas hogares y no cuento billetes cuando se trata de devolver algo de lo mucho que recibí sin pedirlo. Pero ni toda mi compasión justifica que mis queridos tíos anden codeándose con pandilleros. Eso sobrepasa cualquier tolerancia. Es repulsivo ver cómo los criminales disfrazan amenazas con sonrisas de cortesía. ¿Debería ir directo con un juez y pedir una orden de restricción?, ¿o una bendita bala bien dirigida? Supongo que todavía no soy tan despiadada. ¿Y si los están chantajeando? ¿Y si siempre lo estuvieron y no quise abrir los ojos? Quizá todo sea parte de un mismo juego sucio que disimulan mejor de lo que aparentan. Acepto que sean amigos a distancia, incluso detrás de una pantalla. Pero que se mantengan lejos de lo poco que todavía considero familia. —Vaya, la que presume de no juzgar está juzgando —musito entre dientes, justo cuando veo venir a la única que logra sacarme de mis propias sombras. —¡Natasha! —me llama con esa voz inconfundible que arrastra un dejo de melodía italiana. Cristal Bellucci, mi refugio y mi salvación cuando todo lo demás me quema. La conocí en la facultad de medicina, cuando las dos estábamos demasiado muertas con los estudios como para admitirlo. Su padre, un empresario italiano con más enemigos que amigos, la envió lejos de Italia para mantenerla a salvo de su propia guerra familiar. Nos hicimos inseparables entre libros, cafés de madrugada y guardias interminables. Mi confidente y mi hermana dada por la vida. Cristal es fuego disfrazado de risa fácil. Es guapa, feroz, leal hasta la locura y lleva el mismo veneno en la sangre que yo intento negar cada día. Decir que la adoro es quedarme corta: la necesito. Es mi recordatorio de que, pese a todo, aún puedo amar a alguien sin destruirlo. Nos abrazamos como si no nos hubiéramos visto en años, y por un instante olvido el mundo podrido que me rodea. —¡Mi rusa favorita! —dice entre risas, apretándome contra su perfume caro. —¡Mi italiana preferida! —le contesto, imitando su teatralidad. Riendo como dos niñas con un secreto peligroso, entramos a nuestro refugio La Vie en Rose, el restaurante francés de mis tíos. En donde nadie hace preguntas y todos saben quién paga la cuenta. Sí, ellos. Nos sentamos junto a una ventana que da a la calle empedrada, esa que mi tío insiste en vigilar porque siempre hay hombres de n***o de ese lado. Esperamos a que Paul, el maître, nos traiga nuestro festín. Un boeuf bourguignon, foie gras y una tarta tatin que sabe a pecado. Regalos de mis tíos, como siempre, recordándome que incluso el lujo tiene precio, pero no para nosotras. Mientras comemos, Cristal hablaba. Habla de todo y de nada. Del jefe imbécil que nos exprime, de pacientes que quieren morirse un lunes y revivir un viernes, de hombres que juran amor eterno, pero no soportan a una mujer que no teme mancharse las manos de sangre con el bisturí. Yo la escucho, saboreo cada bocado, y mientras sus palabras me cubren como una manta, pienso en esos pandilleros. En esos hombres que rondan mi casa como fantasmas con piel humana, y en la forma en que su sombra empieza a rozar la mía. Cristal me lanza una mirada, esa que dice —sé que estás planeando algo que no me quieres contar—. Pero guarda silencio. Porque sabe que cuando llegue el momento, será ella quien sostenga lo que quede de mí, al descubrir cualquier cosa sobre esos hombres y los tíos. «Cuando el mundo se vuelve insoportable, solo necesito a Cristal y un buen vino francés para convencerme de no incendiarlo todo», pienso, dejando que el dulce de la tarta tatin derrita en mi lengua el sabor amargo de mis miedos. —¿Me estás diciendo que cuatro hombres con pinta de pandilleros están chantajeando a los Morel? —Cristal arquea una ceja, tomando un sorbo de su limonade maison con toda la calma de quien analiza un asesinato—. ¿Y pretendes que yo estudie su comportamiento como si fueran cobayas, sin que noten que los estoy diseccionando con la mirada? —me lanza una sonrisa felina y yo asiento de nuevo, completamente seria. Cristal golpea suavemente la mesa con la palma, conteniendo una carcajada. —Natasha... ¿estás loca o por fin abrazaste el caos? —susurra, inclinándose hacia mí—. Esto es una locura absoluta. ¡Me encanta! Bienvenida, doctora Záitseva, al lado más delicioso de la oscuridad. Se me escapa una risa que intento ahogar detrás de mi copa de vino blanco. —Menos mal que la loca soy yo —bromeo, negando con la cabeza. Cristal se relame los labios, divertida. Sus ojos verdes chispean una malicia casi infantil. Ella está loca, definitivamente.
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