CAPÍTULO 20 - Lo que se dice cuando ya no hay máscaras

1108 Words
Capítulo 20 – Lo que se dice cuando ya no hay máscaras El reloj marcaba casi la medianoche cuando Adrián despertó. Durante unos segundos no recordó dónde estaba. Luego sintió el calor de una manta, el olor a café recién hecho, y supo que había regresado. Clara estaba sentada en la mesa, descalza, con el cabello suelto y los ojos cansados. No dijo nada al verlo levantarse, pero su mirada lo envolvió como una pregunta silenciosa. Adrián se acercó despacio. —No sabía si volverías —dijo ella al fin. —Yo tampoco lo sabía —respondió él, con la voz baja. Hubo un silencio largo, espeso. Solo el sonido de la lluvia contra la ventana llenaba el aire. —Clara… —empezó él, pero se detuvo. Ella lo observaba con una mezcla de miedo y ternura. Como si supiera que lo que estaba a punto de escuchar podría cambiarlo todo. —Necesito contarte algo —dijo Adrián, al fin. Ella asintió. —Está bien. Él respiró hondo, buscando fuerzas en el aire. —No siempre fui el hombre que ves ahora. Antes… antes hice cosas de las que no estoy orgulloso. Cuando tenía diecisiete años, vivía en un centro. Me escapé con un amigo, Mateo. Creíamos que podíamos sobrevivir fuera, ser libres. Pero no sabíamos nada del mundo. Clara lo escuchaba sin interrumpir, con los dedos entrelazados sobre el regazo. —Una noche —continuó él— entramos a robar en una ferretería. Fue idea suya, pero yo lo seguí. Pensé que sería rápido, que solo queríamos comida o dinero. Pero todo salió mal. El dueño nos sorprendió. Hubo un forcejeo, un golpe… y él cayó. Murió en el acto. Clara se cubrió la boca. No lloró, no gritó. Solo bajó la mirada, intentando procesar cada palabra. —Yo… —la voz de Adrián se quebró—. Corrí. Lo dejé atrás. No supe qué pasó con Mateo. Pensé que había muerto o que lo habían arrestado. Años después, descubrí que intentó ayudar al hombre, que se quedó para pedir auxilio. El silencio que siguió fue casi insoportable. Solo se oía la respiración de ambos, el latido del reloj. —Hoy fui a ver a la viuda —añadió él—. Le conté que yo era uno de los chicos. No me perdonó, pero… me liberó. Dijo que su marido siempre creyó que todos merecíamos una segunda oportunidad. Clara levantó la vista. —¿Y tú crees que la mereces? —preguntó, sin dureza, pero con una tristeza profunda. Adrián tragó saliva. —No lo sé. Pero intento vivir como si pudiera ganármela. Ella se levantó despacio y caminó hacia la ventana. —Cuando te conocí —dijo, mirando la lluvia caer—, pensé que tenías los ojos de alguien que había visto demasiado dolor, pero que aún creía en la belleza. Nunca imaginé que escondías tanto. —No quise mentirte. Solo… no sabía cómo decirlo sin que me vieras distinto. Ella se giró, despacio. —Pero lo hiciste —susurró—. Y ahora no puedo dejar de verte distinto. Adrián bajó la cabeza. —Lo entiendo. Si quieres que me vaya… lo haré. Clara dio un paso hacia él. Luego otro. Hasta quedar frente a frente. —¿Y crees que eso lo arreglaría? —preguntó. Él no respondió. Ella lo miró largo rato, y sus ojos, aunque llenos de lágrimas, tenían una calma inesperada. —Lo que hiciste fue terrible, Adrián. Pero también lo es vivir cargando con eso solo. A veces pienso que el castigo más cruel es sobrevivir sabiendo lo que perdiste. Adrián la miró, sorprendido por la suavidad de su voz. —Yo no busco que me perdones —dijo—. Solo quiero que sepas quién soy, de dónde vengo. No quiero seguir escondiéndome. Ella lo observó un momento más, y luego se acercó lo suficiente como para tocar su pecho con la palma. —Yo no puedo cambiar lo que hiciste. Pero sí puedo decidir qué haces ahora con eso. El temblor en sus manos era leve, casi imperceptible. —No sé si esto que tenemos puede sobrevivir a tu verdad —continuó Clara—. Pero sí sé que prefiero conocer al hombre que lucha por redimirse, que amar a un fantasma que se esconde detrás del silencio. Él cerró los ojos, conteniendo un suspiro. —No merezco que digas eso. —Nadie merece ser amado, Adrián. El amor no se gana. Se sostiene. A veces duele, a veces se tambalea, pero si aún estás aquí, es porque no todo en ti está perdido. Adrián la miró con un brillo húmedo en los ojos. —Clara… —Dime —susurró ella. —Gracias por quedarte. Ella lo abrazó, despacio, como si temiera que el contacto rompiera algo frágil entre ambos. Pero él se dejó envolver. Sintió el pulso de su corazón contra el suyo, esa cadencia que no había sentido nunca: la de un hogar que respira. El tiempo pareció detenerse. No había pasado ni futuro, solo ese instante suspendido entre culpa y ternura. Clara apoyó su cabeza en su pecho. —No te prometo que será fácil. Pero tampoco pienso dejarte solo en la oscuridad. Él acarició su cabello, sintiendo el temblor que aún la recorría. —No quiero oscuridad, Clara. Quiero aprender a vivir con lo que tengo, con lo que soy. Ella alzó la vista y lo miró con una expresión que era mezcla de tristeza y esperanza. —Entonces empieza por perdonarte tú. Porque si no lo haces, todo esto… —señaló entre ambos— se romperá de nuevo. La lluvia afuera se volvió más intensa. Las luces de la calle se reflejaban en las gotas que resbalaban por el cristal, como si el mundo entero estuviera llorando con ellos. Adrián respiró hondo y la abrazó más fuerte. —Te lo prometo. Esa promesa, aunque sencilla, sonó distinta. Como si el eco de su voz sellara algo más grande que ellos mismos: el comienzo de una redención compartida. Permanecieron así largo rato. Sin hablar. Sin buscar consuelo en palabras vacías. Solo respirando el mismo aire, compartiendo el mismo temblor. Y cuando al fin se separaron, Clara le sonrió apenas, con esa dulzura cansada que solo se tiene cuando el amor ha pasado por el fuego. —Ven —le dijo—. Te prepararé algo de comer. Adrián asintió. Y mientras ella se alejaba hacia la cocina, comprendió que la vida, después de todo, no le estaba dando una segunda oportunidad. Le estaba dando una razón para quedarse. Esa noche, por primera vez, no soñó con el pasado. Soñó con el futuro.
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