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La soledad tiene limites

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Adrián ha aprendido a sobrevivir solo. Desde niño, las calles son su único hogar: cartones, silencios y la indiferencia de una ciudad que no se detiene por nadie. No recuerda la última vez que alguien lo miró sin lástima. Hasta que un día, en la esquina de una cafetería, una chica lo ve de verdad.

Clara es todo lo contrario: estudia, trabaja con su tío, sonríe aunque por dentro aún arrastre la sombra de una pérdida que no ha sabido cerrar. Tras la muerte de su madre, se refugió en el arte y en un pequeño jardín abandonado que considera mágico. Allí dibuja lo que no puede decir.

Sus mundos no deberían cruzarse, pero lo hacen. Primero con una mirada. Luego con una conversación. Y después, con una promesa silenciosa: no dejar que el otro vuelva a caer.

Cuando Clara encuentra a Adrián una noche de invierno, temblando de frío en un banco, decide llevarlo a su casa. Lo que empieza como un gesto de compasión se convierte poco a poco en algo más profundo: dos almas rotas que aprenden a confiar, a sanar y a descubrir que el amor puede nacer incluso en los lugares más rotos.

Entre calles frías, dibujos, miedos y pequeños milagros cotidianos, “ La soledad tiene limites” cuenta una historia sobre segundas oportunidades, sobre lo difícil que es dejarse ayudar… y sobre lo hermoso que resulta, por fin, tener un lugar donde quedarse.

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CAPITULO 1- LA SOLEDAD TIENE LIMITES
. Capítulo 1 – Sobrevivir El amanecer en la ciudad no era más que un ruido lejano para Adrián. Desde el rincón donde había dormido, un portal estrecho entre dos edificios viejos, podía escuchar cómo los coches se multiplicaban en la avenida, cómo las persianas metálicas de las tiendas subían con estrépito y cómo la gente, apresurada, comenzaba su rutina. Para todos ellos, era un día más; para él, era otro intento de sobrevivir. Se incorporó despacio, estirando los brazos entumecidos por el frío de la madrugada. El cartón en el que había dormido estaba húmedo y roto por las esquinas, así que lo plegó como pudo y lo guardó en la mochila. Dentro solo llevaba lo esencial: un par de camisetas viejas, un cuaderno arrugado con algunas notas sueltas y una botella de agua medio vacía. Nada más. Adrián llevaba tanto tiempo en la calle que apenas recordaba cuándo había empezado todo. Sabía que era huérfano, sabía que de niño había pasado por casas de acogida donde nunca encajó, pero los recuerdos eran fragmentos difusos, como fotografías mal reveladas. Lo que sí tenía grabado era la sensación constante de estar de sobra en cualquier lugar. El día transcurría con la misma rutina de siempre: buscar un lugar donde asearse mínimamente, encontrar algo de comida, evitar a los que lo miraban como si fuera un estorbo. A esas alturas había aprendido a pasar desapercibido, a moverse por la ciudad sin llamar la atención más de lo inevitable. Caminó hasta la plaza central, donde las palomas picoteaban restos de pan y los niños corrían antes de entrar al colegio. A veces allí encontraba monedas en las fuentes, olvidadas por turistas, o la generosidad de alguien que dejaba caer una barra de pan sin decir nada. No pedía, no hablaba. Había aprendido que las palabras lo complicaban todo. Aquella mañana, sin embargo, algo lo empujó a detenerse frente a una cafetería. No era la primera vez que pasaba por allí: de vez en cuando, el olor del café recién hecho y de la bollería le recordaban lo que significaba tener un lugar al que entrar, un sitio donde sentarse sin que nadie lo echara. Pero siempre se quedaba fuera, mirando a través del cristal empañado. Desde la acera, veía cómo la gente desayunaba con calma. Un periódico abierto sobre la mesa, una pareja discutiendo en voz baja, un grupo de jóvenes riendo con tazas en la mano. Ese mundo parecía inalcanzable. Adrián suspiró y estuvo a punto de seguir caminando. No esperaba nada, nunca esperaba nada. Pero ese día, sin saber por qué, se quedó un momento más. Y fue entonces cuando la puerta de la cafetería se abrió y una chica salió con una bandeja en las manos.

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