Capítulo 2 – El encuentro
La puerta de la cafetería se abrió con un suave tintineo de campanillas, y un golpe de aire cálido acarició la piel helada de Adrián. Se apartó instintivamente, acostumbrado a que lo echaran de cualquier sitio donde su aspecto llamara demasiado la atención. Había aprendido a vivir con esa reacción, a no esperar otra cosa. Pero aquella mañana, lo que sucedió fue distinto.
Una chica salió al exterior con una bandeja en las manos. El delantal, manchado de harina, dejaba claro que trabajaba allí. Llevaba el cabello recogido en un moño improvisado, del que escapaban mechones rebeldes que enmarcaban su rostro. Al verlo, se detuvo. No lo miró con asco ni con miedo, sino con algo parecido a la determinación.
—¿Quieres? —preguntó con naturalidad, extendiéndole un vaso de chocolate caliente y un croissant envuelto en una servilleta.
Adrián no respondió enseguida. El vapor del vaso le golpeó el rostro y le recordó de golpe cuánto tiempo llevaba sin probar nada caliente. Pero la costumbre lo frenaba: aceptar significaba exponerse, y siempre había una deuda detrás.
—No tengo dinero… —murmuró, apenas audible.
La chica negó despacio.
—No es para venderlo. Iba a tirarlo. Pensé que a ti te vendría mejor.
Él levantó la vista por primera vez. Sus ojos se encontraron un instante, y Adrián sintió algo extraño, una mezcla de desconfianza y alivio. Con un gesto torpe, tomó el vaso. El calor le recorrió los dedos, y una punzada le cerró la garganta: hacía demasiado que no recibía nada sin condiciones.
—Gracias —consiguió decir.
Ella sonrió, y esa sonrisa desarmó todas sus defensas. En lugar de girarse y volver adentro, bajó los escalones y se sentó junto a él en el suelo frío. A Adrián le sorprendió más ese gesto que el regalo mismo. Nadie se sentaba a su lado. Nadie.
Por un momento, no supo qué hacer con el silencio. Bebió un sorbo del chocolate, que le quemó la lengua, y se aclaró la garganta.
—¿Siempre haces esto? —preguntó con cautela.
—¿Qué cosa? —ella lo miró divertida.
—Dar de comer a desconocidos.
Clara encogió los hombros.
—No a cualquiera. Solo a quien lo necesita.
Él no supo cómo responder a eso. Estaba acostumbrado a la desconfianza, a las miradas que lo atravesaban como si fuera invisible. Y ahora esa chica estaba allí, compartiendo unos minutos con él como si fuera la cosa más normal del mundo.
—Trabajo aquí —dijo finalmente, señalando con la cabeza la cafetería—. No siempre sobra comida, pero si mañana pasas, puedo guardarte algo.
Adrián apartó la mirada. Sentía que no merecía tanta atención.
—No quiero molestarte.
—No molestas —replicó con una seguridad que lo desconcertó. Luego añadió—: Me llamo Clara.
El nombre quedó flotando en el aire, y Adrián sintió la obligación de corresponder.
—Adrián.
Ella repitió el nombre, como si quisiera grabarlo en la memoria. Desde dentro alguien la llamó con impaciencia. Clara se levantó de un salto, pero antes de entrar volvió a mirarlo y le regaló una última sonrisa, breve y sincera.
Adrián se quedó solo en el escalón, con el vaso aún caliente entre las manos y el croissant en la otra. Durante unos segundos no pudo moverse. Miró la puerta cerrarse tras ella y se sorprendió sonriendo apenas. La calle seguía siendo dura, fría y hostil, pero esa mañana algo había cambiado.
Mientras daba otro sorbo, pensó que quizá no estaría mal volver al día siguiente. Y eso, para alguien que nunca esperaba nada, era un pensamiento inmenso.