Capítulo 3 – La duda
La noche cayó sobre la ciudad como una manta pesada. Las farolas iluminaban las calles con un resplandor amarillento, mientras las sombras se alargaban en los portales y esquinas donde nadie se detenía. Adrián se acomodó en el suyo, el mismo de siempre, con la manta raída sobre los hombros y el cartón húmedo bajo la espalda. El frío se colaba por cada costura de su chaqueta, pero esa noche no era lo único que lo mantenía despierto.
Cerraba los ojos y volvía a verla. Clara, con el cabello desordenado escapando del moño, tendiéndole aquel vaso humeante como si él no fuera un desconocido más. Lo había mirado como si realmente existiera, como si no fuera parte del mobiliario urbano al que todos ignoraban. Aquella sonrisa, breve pero sincera, se había quedado tatuada en su memoria.
Adrián se removió incómodo. Estaba acostumbrado a sobrevivir sin esperar nada: ni palabras amables, ni gestos generosos, ni mucho menos compañía. La indiferencia se había convertido en su armadura. Pero Clara había roto esa rutina con un gesto tan simple que lo descolocaba. ¿Por qué? ¿Qué había visto ella en él para detenerse?
Intentó convencerse de que no debía darle importancia. Seguramente había sido pura casualidad, un impulso pasajero de bondad. Mañana ella ni siquiera lo recordaría, pensó, y la idea le quemó por dentro. Quizá lo mejor sería no volver por allí. Guardar ese instante como un recuerdo único, sin arriesgarse a verlo marchitarse bajo la luz del día.
El sueño lo atrapó a ratos, interrumpido por el ruido de los coches y las voces ebrias de algunos jóvenes que pasaban cantando. Cuando finalmente amaneció, Adrián ya estaba en pie, la manta doblada dentro de la mochila, caminando sin rumbo fijo.
El aire de la mañana era húmedo y frío. La ciudad despertaba con su bullicio habitual: persianas metálicas subiendo, pasos apresurados, claxon de taxis impacientes. Adrián caminaba entre la m******d, invisible como siempre, pero en su interior una voz insistente lo empujaba hacia la plaza donde estaba la cafetería.
Se detuvo frente a un escaparate y contempló su propio reflejo en el cristal: el cabello enmarañado, la barba irregular, la chaqueta gastada hasta el cansancio. ¿Qué podía haber visto Clara en él? Tal vez nada. Tal vez solo había querido sentirse mejor consigo misma al ofrecerle un desayuno. Se rió con amargura: ¿no era eso lo que hacían todos los que de vez en cuando le dejaban una moneda en el suelo sin mirarlo a los ojos?
Pero entonces recordó cómo ella había pronunciado su nombre: “Adrián”. No con indiferencia, sino con cuidado, como quien quiere guardar algo en la memoria. Ese detalle, mínimo, era lo que lo mantenía en pie.
Caminó hasta un banco en la plaza y se dejó caer. Desde allí veía el ir y venir de la gente: niños corriendo hacia el colegio con mochilas enormes a la espalda, oficinistas hablando por teléfono, un anciano alimentando a las palomas con paciencia. Todos parecían tener un lugar al que dirigirse, una rutina, un propósito. Él, en cambio, cargaba una mochila vacía y demasiados recuerdos que no llevaban a ninguna parte.
Y sin embargo, había algo distinto en él esa mañana. La imagen de Clara le había sembrado un pensamiento peligroso: la posibilidad de un mañana. Hacía años que no pensaba en el futuro. Su vida se limitaba al presente inmediato: un pedazo de pan, un lugar seco donde dormir, evitar los problemas. El mañana nunca había formado parte de su vocabulario. Hasta ahora.
Se quedó largo rato en el banco, mirando a la gente pasar, escuchando el murmullo de la ciudad. Y mientras la mañana avanzaba, más fuerte crecía la certeza dentro de él: tarde o temprano volvería a esa cafetería. Aunque le diera miedo, aunque corriera el riesgo de decepcionarse. Necesitaba comprobar si aquella sonrisa había sido real.
Por primera vez en mucho tiempo, Adrián no se sentía vacío. Se sentía vulnerable, sí, pero también vivo. Y esa diferencia lo aterraba tanto como lo ilusionaba.