Capítulo 18 – Lo que queda cuando todos se van
No siempre recuerdo los días exactos. Algunos se borraron, otros se mezclan como si fueran la misma mañana repitiéndose eternamente. Pero sí recuerdo los sonidos.
El portazo de la puerta del centro cuando me quedé solo. Las llaves tintineando en los bolsillos de los cuidadores. El silencio de los pasillos cuando todos dormían y yo fingía hacerlo también.
Tenía doce años cuando entendí que “hogar” no era un lugar. Era una palabra vacía que otros usaban para tranquilizarte. “Estás a salvo aquí”, decían. Pero nadie se quedaba lo suficiente como para demostrarlo.
Recuerdo a mi madre en fragmentos. Su voz, la manera en que me alzaba en brazos cuando llovía y corríamos bajo los portales. Decía que la lluvia limpiaba lo que dolía. No lo entendí hasta mucho después. Cuando murió, el mundo se volvió gris. Me llevaron con un tío que no conocía y que apenas me habló. A los tres meses, me dejó en un centro. Ni siquiera me despidió.
Allí conocí a Mateo. Tenía una sonrisa chueca y un modo de mirar que parecía no temerle a nada. A su lado, por primera vez, no me sentí invisible. Éramos dos piezas sueltas intentando encajar en el mismo hueco.
Vivíamos entre normas y castigos. Había cuidadores buenos, otros no tanto. Algunos trataban de hacernos sentir importantes, pero la mayoría solo cumplía con su horario. Cuando alguien adoptaba a un niño, el resto fingíamos alegrarnos, aunque en el fondo dolía. Era una forma más de entender que nadie venía por nosotros.
Una noche, Mateo me despertó.
—¿Quieres ver el mundo real? —me dijo.
Y salimos. No teníamos un plan. Solo las ganas de dejar atrás las paredes que olían a desinfectante y rutina. Aquella huida fue la primera decisión libre de mi vida, y también la que cambió todo.
Durante los primeros días, fue casi divertido. Dormíamos en estaciones, pedíamos comida, inventábamos historias para que la gente nos creyera. Éramos niños jugando a ser invisibles. Pero el hambre llega pronto, y el miedo después.
Mateo era más valiente. O más loco. Robaba sin pensarlo, con la rapidez de quien ha decidido que el mundo le debe algo. Yo solo lo seguía, porque no sabía cómo no hacerlo.
El día del robo fue frío. Todavía puedo oler el polvo de la tienda, sentir el peso de la mochila en mis manos. Todo pasó tan rápido que aún me cuesta distinguir qué parte fue culpa y cuál, solo destino.
El hombre cayó. Hubo un golpe seco. Después, sangre. Y en mis oídos, el sonido más largo del mundo: el de mi propia respiración intentando no existir.
Corrí. No por cobardía, sino por puro instinto. Corrí hasta que me dolieron los pulmones y el alma. Esa noche, llovía. Y por primera vez, la lluvia no limpió nada.
Desde entonces, aprendí a no mirar atrás. A fingir que ese chico de diecisiete años había muerto también. Pero la culpa no se entierra. Se instala en ti, como un huésped silencioso. A veces no habla, otras te grita en sueños.
Pasé años vagando. Dormía donde podía, comía lo que encontraba. Hubo días en los que pensé que el mundo se había olvidado de mí, y me pareció justo.
Pero incluso en la calle, uno encuentra rutinas. Una señora me daba café a escondidas detrás de una panadería. Un anciano me dejaba sentarme a leer el periódico con él. Pequeños gestos que, sin saberlo, me salvaron de convertirme en piedra.
No sé en qué momento empecé a querer cambiar. Tal vez fue una noche de invierno, cuando vi a un niño dormido bajo un puente, igual que yo a su edad. Me vi a mí mismo y sentí miedo. No de morir, sino de seguir vivo sin propósito.
Entonces llegó Clara.
La primera vez que la vi, pensé que estaba perdida. Se me acercó sin miedo, con esa manera suya de mirar como si buscara algo bueno incluso en lo que duele. Y de repente, yo dejé de ser nadie.
Ella no lo sabe, pero cada vez que sonríe, una parte de mi pasado se disuelve. No se borra, pero pierde fuerza. Como si su voz fuera una cuerda que me ata al presente.
A veces la miro mientras duerme y pienso que no merezco ese tipo de paz. Que si supiera todas las cosas que hice, todas las veces que mentí para sobrevivir, quizás se alejaría.
Pero también pienso que ella no ama mis errores ni mis heridas. Ama la parte que sigue intentando no rendirse.
Hay noches en que los recuerdos regresan sin permiso. Escucho los gritos, los pasos, el golpe. Me despierto con el corazón acelerado, empapado en sudor. Entonces miro a mi lado, la veo respirar, y todo se calma. No porque el pasado haya desaparecido, sino porque por fin tengo algo que me ancla al ahora.
A veces me pregunto si mi madre estaría orgullosa de mí. Si me reconocería. Tal vez sí, tal vez no. Pero me gusta pensar que sí, que de algún modo ella sabía que el dolor no era el final, solo una forma de aprender a amar mejor.
He cometido errores que no puedo borrar. Pero ahora sé que no soy solo eso. Soy también las veces que elegí quedarme, las veces que ayudé, las veces que no huí.
Y si algo he aprendido de Clara es que el amor no te limpia del pasado; te enseña a mirarlo sin odio.
Quisiera decirle todo esto, pero no sé cómo.
Así que esta noche, mientras ella duerme y la lluvia golpea los cristales, solo escribo en silencio. No palabras exactas, sino pensamientos que me devuelven un poco de dignidad.
Ya no huyo. Ya no tengo que hacerlo.
Porque alguien me enseñó que la soledad, incluso la más dura, puede tener límites. Y los míos terminan en ella.
Pasate y disfruta del resto de mis historias, que espero que te gusten tanto como está, si es así deja un comentario y corazón, para saber que te está gustando lo que escribo.